✝️Tema: Génesis. ✝️Título: Isaac, hijo de Abraham y Sara ✝️Texto: Génesis 21: 1 – 7. ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
Introducción:
A. Después de un largo periodo de tiempo por fin la promesa que parecía imposible llego a ser una realidad, el hijo de la promesa por fin nacía. Vamos a estudiar hoy que podemos aprender de este evento tan importante y feliz en la vida de Abraham.
I. DIOS ES OMNIPOTENTE (Ver 1,7)
A. Este versículo es claro cuando dice que Dios fue quien hizo que el niño naciera. Fue la pura acción de Dios en Sara lo que logro que fuese concebido un niño en el vientre de una mujer de 100 años a quien el periodo menstrual le había cesado y esto sucedió porque Dios tiene toda potestad (Romanos 4:21).
B. Si hay una enseñanza clara en las páginas de la Escritura es que Dios todo lo puede y esta verdad tan básica y repetida en la Biblia debería ser fuente de aliento cuando nos hallamos en situaciones de esas que llamamos imposibles.
II. DIOS CUMPLE SU PALABRA (VER 1 – 2a)
A. El nacimiento del niño tenía que ver primordialmente con una promesa de Dios. Dios le había hablado a Sara y de Sara (17: 19; 18: 10, 14) y le había prometido un hijo. Ahora vemos como esa promesa se cumple.
B. Si hay algo importante que debemos saber es que Dios cumple sus promesas y lo hace porque:
1. Dios no miente (Hebreos 6:18)
2. Dios es fiel (Hebreos 11:11).
III. EL TIEMPO DE DIOS ES PERFECTO (Ver 2)
A. El nacimiento del niño fue en el tiempo de Dios. Veinticinco años han pasado desde que Abraham recibió la promesa en Génesis 12, desde entonces hasta ahora su vida se caracterizó por muchos momentos de incredulidad, ansiedad y afán, hasta el punto de tratar de tomar el asunto en sus manos y traer un hijo al mundo por sus propios medios (Ismael). Sin embrago, la promesa se sucedió en el tiempo de Dios. Seguramente Abraham muchas veces se preguntó cosas como: ¿Por qué tarda tanto? ¿será que si se va a cumplir? ¿no sería una alucinación?
B. Es lo mismo que sucedió en la historia de Lázaro (Juan 11: 6, 17, 21, 32, 37, 43 y 44)
C. Debemos comprender basados en esto que:
1. Dios nunca llega temprano; Dios nunca llega tarde; Él llega en el momento preciso
2. Dios no funciona de acuerdo a nuestro calendario, ni a nuestras agendas. El tiene su propio calendario y sus propias agendas.
D. Cuando nos desesperamos esperando el momento de Dios necesitamos aprender a orar: “Señor que tu voluntad se haga en tu perfecto tiempo”.
IV. DIOS CONVIERTE LA TRISTEZA EN RISA (Ver 6)
A. Muchos fueron los años que Abraham y Sara tuvieron que soportar la aflicción, el oprobio y al burla de ser estériles. Pero ahora después de 25 años de espera por fin pueden sonreír y por ello el nombre del niño, Isaac en Hebreo quiere decir RISA.
Antes ellos se habían reído de incredulidad (Gen 17: 17; 18:12), pero ahora se ríen de alegría y no solo ellos muchos otros se reirán con ellos. El contraste es claro del llanto a la risa.
B. Esto es una palabra de esperanza para aquellos que hoy día les toca llorar: Dios no te dejara para siempre en esa situación así la hallas estado viviendo por años, Dios te sacara de allí porque el convierte el llanto en tristeza (Salmo 55:22; 37:24)
Conclusiones:
La historia de Isaac enseña verdades vitales: Dios es Todopoderoso, hace posible lo imposible y siempre cumple Su Palabra, aunque tarde 25 años. Su tiempo es perfecto, no el nuestro. Cuando esperamos con angustia, Él nos invita a confiar, sabiendo que puede convertir nuestro llanto y aflicción en gozo y risa, conforme a Su voluntad. ¡Oremos por Su tiempo perfecto!
El vasto cielo que se extiende sobre el desierto, un lienzo de quietud azul y arena inmóvil, había presenciado veinticinco años de un silencio cruel, un silencio solo interrumpido por el murmullo inconstante del viento y las dudas que carcomían las entrañas de una promesa. Veinticinco años es un tiempo de tiranía y de olvido, un cuarto de siglo en el que la fe, como una lámpara de aceite escaso, amenaza con extinguirse bajo el peso de la lógica humana y la burla seca del cuerpo envejecido. Sara, cuyo nombre significaba la risa que aún no llegaba, caminaba por los contornos de su tienda bajo la luz implacable, con la memoria del pacto colgando sobre su cabeza como una amenaza, o quizá como la última de las esperanzas que el tiempo no había logrado pulverizar. Pero la vida, en su infinita y a veces desmedida sabiduría, aguarda siempre el momento más inoportuno y más imposible para revelarse en toda su gloria, recordándonos que el destino de la humanidad no se rige por la cadencia de los relojes de arena, sino por el inquebrantable calendario de Aquel que fue, es y será.
Y así fue que, cuando la edad se había encargado de cancelar toda posibilidad biológica y la carne de Sara había conocido la negación de todos sus ciclos, el susurro del ángel se hizo cuerpo en la quietud del campamento. El texto sagrado, en su sobriedad magistral, nos anuncia la irrupción de lo milagroso con una sencillez que desarma: “Visitó el Señor a Sara, como había dicho, y el Señor hizo con Sara como había prometido.” No es un parto asistido por la destreza de una partera, ni el triunfo de una medicina avanzada, ni siquiera el resultado de una perseverancia heroica; es, en su esencia más pura, la demostración rotunda de que Dios es, a pesar de todo y por encima de todo, Omnipotente. Este primer aliento de Isaac, que significaba el fin de una espera que había consumido la juventud y la esperanza de dos almas errantes, fue un eco en el desierto de Romanos 4:21, la voz de una certeza que atraviesa los siglos: que lo prometido no solo es posible, sino absolutamente seguro en las manos de Quien tiene toda potestad. Si la arena se mueve por su mandato y las estrellas cumplen sus órbitas por su diseño, ¿qué barrera física, qué dictamen biológico podría oponerse al cumplimiento de Su voluntad? Aquí reside una verdad básica, tan elemental como el aire que respiramos y tan trascendental como la eternidad: nuestro Dios es el Dios de las causas imposibles. Esta verdad, grabada a fuego en el vientre estéril y centenario de Sara, debería ser el bálsamo que refresque toda alma fatigada por batallas que, a ojos del mundo, ya han sido dadas por perdidas.
El nacimiento de Isaac no fue un evento feliz surgido de la inercia del tiempo; fue, ante todo, un acto de memoria divina. Fue la realización tangible de una promesa susurrada bajo el manto estrellado de la noche, años atrás, una promesa que Abraham había intentado descifrar, acelerar, e incluso reemplazar con la impaciencia de Ismael. Pero la palabra de Dios, a diferencia del juramento humano que se desvanece con el cambio de los vientos, es una roca fundacional. El niño llegó a ser, tal como Dios había hablado previamente a Sara y de Sara (Génesis 17:19; 18:10, 14). Y si hay una columna que sostiene todo el edificio de nuestra fe, es la certidumbre de que nuestro Señor no miente, pues Su naturaleza lo prohíbe (Hebreos 6:18), y que Su carácter es la definición misma de la fidelidad (Hebreos 11:11). En un mundo donde la palabra es ligera y el compromiso es efímero, la historia de Isaac es un faro de inmutabilidad: lo que el Creador ha prometido, Él lo llevará a cabo, sin falta, sin error, sin olvido. Nuestra impaciencia no anula Su pacto; nuestra incredulidad no debilita Su poder.
Y es precisamente la dialéctica del tiempo lo que nos confronta en la cuna de este niño milagroso. Han transcurrido veinticinco años desde aquella primera revelación en Génesis 12, un largo camino recorrido entre momentos de fe ciega y tropiezos de incredulidad palpable. Hubo ansiedad, hubo un afán desesperado, la triste tentativa de tomar las riendas del milagro en las manos mortales y engendrar un sustituto. Abraham debe haberse preguntado, en las largas vigilias del desierto, si la promesa no era sino el eco de una alucinación, si la tardanza no era ya una negación sutil. El nacimiento, sin embargo, se dio en el tiempo exacto que Él había determinado. En la historia de Lázaro, la misma verdad resonó con potencia. Jesús, al enterarse de la enfermedad de su amigo, permaneció dos días más en el lugar donde estaba, deliberadamente (Juan 11:6). Y Lázaro murió. Cuando el Señor apareció, Marta y María le enfrentaron con el lamento universal del que espera: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:21, 32). El dolor de ellas, su reproche amoroso, es el reproche de cada alma que sufre la demora. Y sin embargo, la resurrección posterior no solo demostró que Dios no llegó tarde, sino que Su aparente tardanza estaba hilada con el propósito de revelar una gloria mayor. Debemos, pues, grabar en el frontispicio de nuestra alma esta lección: Dios no llega temprano, ni llega tarde; Él llega en el momento preciso. Su agenda no se conforma a nuestro calendario, a esa prisa febril que nos consume. Él tiene Su propio ritmo, marcado por la perfección de Su propósito. Por eso, el grito más sabio que puede elevar el corazón afligido es una oración de rendición: “Señor, que tu voluntad se haga en tu perfecto tiempo”.
La llegada del niño, más allá de la teología de la potestad y la fidelidad, fue la apoteosis de la emoción humana redimida. Durante muchos años, Abraham y Sara cargaron no solo con la aflicción de la esterilidad, sino con el oprobio y la burla, la sombra larga de una deshonra que era casi una condena social. Pero ahora, después de esa espera que debió sentirse como mil años, la sonrisa estalló. Y por ello el nombre, Yitzchak, Isaac, que en su hebreo sonoro significa RISA. Aquella risa anterior, la risa escéptica de Abraham al oír el anuncio (Génesis 17:17) y el sarcasmo oculto de Sara en la puerta de la tienda (Génesis 18:12), se ha transmutado, por gracia y milagro, en el gozo puro, la risa que es contagio de felicidad, no de incredulidad. El contraste es tan claro como el día después de la noche: del llanto amargo a la risa que brota incontenible, de la tristeza seca a la alegría desbordada.
Este es un mensaje, hermanos, de esperanza que se derrama sobre aquellos que hoy habitan en el valle de las lágrimas. La aflicción, el oprobio, la situación que hoy les obliga a doblegar la cerviz y ocultar el rostro, no es un estado permanente. Dios no te dejará perpetuamente en la circunstancia que te consume, así la hayas soportado por años o décadas. Él tiene el poder no solo de sacarte, sino de transformar la materia misma de tu dolor. El salmista, en su profunda comprensión de la naturaleza humana, nos recordó que podemos echar nuestra carga sobre el Señor, pues Él nos sustentará y no permitirá para siempre que caiga el justo (Salmo 55:22; 37:24). La llegada de Isaac es la metáfora definitiva del plan redentor: Él convierte el llanto en risa. La vida de fe, por tanto, no es una vida sin lágrimas, sino una vida donde la última palabra siempre pertenece a la alegría prometida.
La epopeya de Isaac, el hijo de la promesa, se erige como un manual divino para el alma peregrina. Nos enseña la Omnipotencia irrefutable del Creador, que desmantela los muros de lo imposible y redefine las leyes de la naturaleza y de la carne. Nos asegura la incondicionalidad de Su Palabra, un ancla firme en las tempestades de la duda, recordándonos que el pacto divino, aunque tarde veinticinco años en materializarse, es más fiel que el sol al amanecer. Pero quizás la enseñanza más íntima y punzante sea la del Tiempo. Debemos desaprender la prisa, esa enfermedad moderna que nos impide ver la obra sutil y meticulosa que Dios teje en la espera. Él no opera bajo nuestro calendario. Y es en ese abandono de nuestra propia agenda que encontramos la paz, sabiendo que el gozo que Él tiene reservado para nosotros será tan absoluto, tan transformador, que convertirá la burla de la incredulidad en la risa gloriosa de la fe cumplida. La historia de Sara y Abraham es el recuerdo de que la fe es la certeza de lo que no se ve, y que el milagro, si es genuino, siempre llega a destiempo de la razón, pero a tiempo perfecto de la gracia. Oremos por esa paciencia, oremos por Su tiempo perfecto, y esperemos, con la certeza de la risa inminente.
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