✝️Tema: Génesis. ✝️Título: Los pecados de Abraham II. ✝️Texto: Génesis 20: 1 – 18. ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I EL PECADO NO SE EXCUSA; SE CONFIESA
II LA LUCHA CON EL PECADO ES PERMANENTE
III EL PECADO NO ANULA LA GRACIA
El primer estigma que nos golpea en esta historia es la terrible facilidad con que el hombre, incluso el hombre de Dios, ante la confrontación del pecado, elige el camino del autoengaño en lugar de la verdad desnuda. La escena es de una vergüenza insoportable: Abimelec, un pagano que ha sido prevenido por el propio cielo, interpela al Profeta. Y Abraham, el caminante que ha conversado con ángeles, el guerrero que ha liberado reyes, el hombre que ha entregado su única esperanza al cuchillo de la obediencia, no se arrepiente. En el momento en que un pagano sostiene el espejo de su falta, Abraham se encoge en la miseria de la excusa.
La primera de ellas es el miedo, esa niebla fría que paraliza la voluntad y corrompe la visión. Lo que hice lo hice por miedo —parece murmurar su espíritu fatigado—, por el pánico de que en este lugar sin Dios no habría temor de Dios que detuviera la mano de un asesino. El miedo, ¡qué motor tan mezquino para un hombre bajo la sombra del Omnipotente! En lugar de que la fe fuera su escudo, el terror a la muerte se convirtió en el arquitecto de su mentira. Luego, se aferra al hilo fino de la media verdad, ese artificio retórico que es, quizás, la mentira más completa de todas, pues se viste con ropajes de honestidad para engañar con mayor eficacia. En realidad, no es mentira, ella sí es mi hermana. Sí, pariente por parte de padre, pero la omisión de la hermandad por parte de madre, la elipsis intencional del vínculo matrimonial, es el veneno que garantiza el engaño. Es un sofisma tejido para calmar su propia conciencia, pero que expone a su esposa y a un hombre inocente a la fatalidad del adulterio. Y la excusa final, la más desoladora, es la confesión de la costumbre: Así lo he hecho siempre.
Es aquí donde el corazón del creyente debe estremecerse, porque esta escena en Gerar no es solo la historia de Abraham; es la nuestra. Cuando pecamos, cuando caemos en la misma fosa que creímos haber clausurado, nuestra primera reacción es tejer un sudario de excusas: la culpa es del otro, la culpa es de la circunstancia, la culpa es del diablo, la culpa es de la ignorancia o de la debilidad inherente. Pero el pecado, aun el recurrente, no está hecho para ser excusado; está hecho para ser confesado, con toda su suciedad, con toda su negrura, con toda la perversidad de su traición. El sabio nos lo advirtió: el que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia. Confesar no es explicar; confesar es rendirse, es nombrar la falta por su nombre y deshacer la telaraña del autoengaño. Es un acto de brutal honestidad que limpia el alma y nos prepara para el único camino viable, el de la Gracia, que es el perdón continuo, el arrepentimiento fresco y la intercesión que nos protege como un manto (1 Juan 1:9; 2:1-2).
La segunda tragedia que se despliega en esta tienda del desierto es la de la permanencia de la lucha. Esta no es la primera vez, y ahí radica la esencia de la recaída. El tiempo, ese río incansable que parecía haber borrado las huellas de la primera falta en Egipto (Génesis 12), revela que la cicatriz del miedo y la mentira no solo no había sanado, sino que se había enquistado en una costumbre, un plan recurrente entre él y Sara.
Observemos la distancia temporal. En el episodio de Egipto, Abraham era un recién llegado a la fe, un niño espiritual que apenas comenzaba a caminar bajo el peso de la promesa. Ahora, han pasado aproximadamente veinticinco años. Veinticinco años de peregrinaje, de altares levantados, de visiones directas de Dios, de pactos solemnes, del fuego consumidor de Sodoma visto a la distancia. Veinticinco años de madurez en la fe. Y, sin embargo, el mismo temor, el mismo mecanismo de autoprotección, el mismo pecado de mentira y exposición se repite con la precisión de un reloj defectuoso.
La recaída de Abraham no es la simple inocencia de un tropezón; es la evidencia de una debilidad crónica, una fisura en el carácter que, a pesar de los años de santificación, persistía. Era, según el texto, una costumbre, una estrategia de supervivencia acordada por la pareja. Esto añade un agravante insoportable: la intencionalidad. No solo mintió, sino que lo hizo conscientemente, con la certeza de que exponía a su esposa al adulterio y a un hombre inocente al pecado, todo por salvar su propia piel.
Y aquí, una vez más, nos reconocemos en su figura. Todos llevamos con nosotros esa sombra recurrente, ese pecado que nos acompaña a través de los años, al que llamamos con eufemismos debilidad o inclinación. La lucha con el pecado no es un sprint; es una maratón a través del desierto que no termina sino con el último aliento. Hay pecados que nos visitan por años, cuya raíz es profunda y cuya sombra nos cubre incluso después de décadas de vida cristiana (1 Juan 1:8, 10). Esta realidad, si bien no debe llevarnos a la desesperanza, tampoco puede ser el aliciente de la pereza espiritual.
La vida de recaída, de debilidad persistente, no es la prueba de la no salvación, pues la prueba de la perdición es la esclavitud al pecado, el gusto por su sabor amargo y la ausencia de lucha. Por el contrario, la evidencia de la vida divina en nosotros es esa lucha constante, ese arrepentimiento que se renueva cada mañana, la voluntad de enmienda que, aunque a veces falla, jamás se rinde. Es el clamor de Pablo: Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? La santificación no es la eliminación inmediata de la debilidad; es la persecución implacable de la debilidad con el machete del Espíritu, sabiendo que el enemigo, aunque herido, aún respira y acosa. La lucha es permanente, y esa permanencia es, paradójicamente, el signo de que la Vida, la Vida de Cristo, nos sostiene y nos empuja hacia adelante.
Y es en este punto de la absoluta vergüenza, de la mentira expuesta y de la recaída crónica, donde el tercer y más asombroso principio se revela: el pecado, aun el más sucio, no anula la Gracia.
Es el misterio más grande y la ofensa más sublime para la justicia humana: que, a pesar de este yerro monumental en la vida de Abraham, el torrente de la Gracia de Dios no se seca, ni se desvía, ni se aparta. La fidelidad de Dios no se basa en la perfección de Abraham, sino en la inmutabilidad de Su propio carácter.
A pesar de la mentira cobarde, Dios oía su oración (versículo 17). El Padre no se tapa los oídos ante la voz del hijo, por más que este haya caído en el cieno. La comunión, aunque herida por la culpa, no queda totalmente rota. Más aún, Dios le protegía de daños y actuó en su favor, no permitiendo que el pecado de Abimelec se consumara, protegiendo a Sara de la vergüenza y al mismo tiempo castigando la casa del rey por un mal que Abraham había provocado.
La ironía es total: el beneficio que Abraham buscó con la mentira (su propia seguridad y un beneficio financiero) lo recibió por la Gracia de Dios. Dios permitió una bendición financiera (versículos 14-16). ¡Qué paradoja! Abimelec le entrega ovejas, vacas, siervos y mil piezas de plata como restitución. Dios usa el fracaso del patriarca para magnificar Su fidelidad, transformando el error en una oportunidad para que Su promesa de prosperidad se cumpliera, incluso a través de un hombre avergonzado.
Y el acto cumbre de esta Gracia inmerecida es que Dios no solo no le quita el título, sino que lo sigue llamando profeta (versículo 7). Profeta, el hombre que ha mentido por miedo a morir. La vocación, el llamado, el destino forjado en el pacto, no se anulan por la debilidad de la arcilla. Dios mira el corazón y la promesa, no el error transitorio.
Finalmente, Dios lo confronta, pero lo hace a través de un pagano, Abimelec. Esta confrontación es, en sí misma, el colmo de la Gracia. La humillación pública sirvió a varios propósitos divinos: le mostró a Abraham la magnitud de su pecado (algo que él había justificado como una costumbre), le mostró su debilidad (para que no confiara más en su propia astucia), protegió a Sara y advirtió a Abimelec sobre la santidad del pacto. La Gracia, a veces, es la corrección dolorosa que nos humilla para que podamos ser levantados nuevamente.
Esta es la verdad que nos debe inundar el alma: todos aquí, sin excepción, podemos dar testimonio de ocasiones donde sabíamos que no nos habíamos portado bien, donde habíamos permitido la recaída, donde la mentira o el miedo habían prevalecido, y aun así, Dios continuó bendiciéndonos. A esto, mis hermanos, se le llama Gracia. Es el río incesante del amor de Dios que fluye, no por nuestra decencia o nuestra perseverancia, sino por la infinita misericordia de Su Ser.
Esto, de ninguna manera, debe ser tomado como una licencia para pecar. Es la tentación más peligrosa de la carne: Si la gracia abunda donde el pecado abunda, sigamos pecando. ¡Jamás! Debe ser, en cambio, el motivo de agradecimiento más profundo y reverente. La Gracia no es una justificación para la pasividad; es la energía motriz para la santificación. Cuando entendemos que somos amados a pesar de la repetición de nuestro error, cuando vemos que la fidelidad de Dios ha cubierto nuestra infidelidad, el corazón no puede sino volverse a Él con un deseo ardiente de vivir una vida que esté a la altura de un amor tan desmedido.
La historia de Abraham y su recaída es el evangelio destilado en un relato de tienda: nos enseña que el camino de la fe es un peregrinaje de luchas permanentes, que nuestro carácter está siempre en proceso y que el pecado, esa sombra que nos persigue, exige una confesión pura y sin excusas. Pero, sobre todo, nos enseña que la Gracia de Dios es mayor que nuestro fracaso. No anula la promesa, sino que la sostiene con firmeza, recordándonos que no somos salvos por la fuerza de nuestra voluntad, sino por la inquebrantable voluntad de Dios. Debemos esforzarnos por vivir en santidad, reconociendo sin arrogancia nuestras debilidades, pero manteniendo la esperanza viva en esa Gracia que nos transforma y nos sostiene a pesar de nuestros más amargos tropiezos. El Padre de la Fe nos deja un legado doble: el de la promesa y el de la recaída, para que nunca olvidemos que, en este viaje, somos vasos de barro, pero el tesoro que contenemos es indestructible.
He generado el artículo, empleando un estilo que busca la profundidad psicológica y la prosa evocadora, característicos del tono de un Premio Nobel como García Márquez. El texto es continuo, sin títulos ni enumeraciones, y se centra en la reflexión emocional y teológica sobre la debilidad humana y la inquebrantable gracia divina, cumpliendo con los requisitos de la longitud y el público cristiano.
4 comentarios:
entonces pecamos para que sobreabunde la gracia...
La predicación de la gracia siempre llevara a esa pregunta, tal como ocurrió en el capitulo 6 de romanos. sin embargo, la respuesta siempre seguirá siendo la misma que se dio allí: !en ninguna manera! y esto por que "misericordia entendida es santidad deseada" y por que Dios seguirá disciplinando a su hijos cuando ellos andan en pecados impenitentes
todos pecamos... pero no somos ahora esclavos del pecado. Si hay un homosexual el va a entender que puede ser esclavo de ese pecado... porque según usted el cristiano puede vivir esclavo de un pecado. Si en su reunión hay personas que no son nacidas de nuevo, van a entender mal... muy mal.
Es un sermón que hace apología al pecado.
VAMOS POR PARTES; SI ESCUCHARA EL AUDIO DEL SERMÓN SE DARÍA CUENTA QUE NO ES UNA APOLOGÍA AL PECADO, EN EL MISMO TEXTO DEL MENSAJE SE LEE: "Esto no es una incitación a seguir en dichos pecados, ni algo de lo que debemos enorgullecernos, pues mientras entendemos esto también comprendemos que la evidencia de salvación es una vida de lucha constante por santificarnos, una vida de arrepentimiento y enmienda" .
Por otra parte, tenemos que ser sinceros y reconocer que la mayoría de nosotros aunque no somos esclavos del pecado en términos generales...si tenemos debilidades y muchas, pecados en los que caemos una y otra vez, pecados de los que estamos buscando salir con la ayuda del ESPÍRITU SANTO. El problema es que en la teoría creemos que todos los pecados son iguales delante de Dios pero en la practica si clasificamos pecados creyendo que ser homosexual es peor que ser un mentiroso, o un orgulloso, o un iracundo...pero sabemos claramente que nos es asi.....
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