Tema: Discipulado. 🍇Titulo: Explicación de la vid verdadera. 🍇Texto: Juan 15:1 - 3. 🍇Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I. JESÚS LA VID VERDADERA.
II. LOS DISCÍPULOS SON LOS PÁMPANOS.
Explicación de la Vid Verdadera
Juan 15:1-3
El viento del desierto no conoce las promesas, solo el polvo y la distancia. Hemos caminado muchos de nosotros por senderos que terminan en espejismos, siguiendo ecos de una música que se desvanece al acercarnos. Hay en el corazón del hombre una sed que no se sacia con el agua turbia de los caminos ni con las linternas rotas de las ciudades abandonadas. Es una sed por la vida, la auténtica, la que tiene peso y resonancia, la que no es una copia barata vendida en la esquina de las modas. Y es claro, como la voluntad grabada en piedra, que para aquellos que se atreven a conocer el nombre del Padre, la única misión es ser fructíferos, que la vida se derrame, que crezca y se multiplique. Pero esa cosecha, como el blues que solo viene de un alma quebrantada, solo se obtiene permaneciendo, conectando.
La escena es sencilla, despojada de adornos y de retórica de palacio. Es el viñedo, el trabajo bajo el sol, el tacto rugoso de la madera y la hoja. Él lo dice sin metáforas complejas, con la autoridad de un músico que toca la única cuerda verdadera: Yo soy la vid.
Examina la raíz de esa declaración, amigo mío. La vid, en su esencia, es el origen, el tronco que se ancla en la tierra oscura para beber y subir la vida. Ella tipifica el flujo, la fuente inagotable. Y cuando Él dice ser la vid, nos está susurrando la verdad más peligrosa: que nuestra vida espiritual, esa que se mide en la paz que no se negocia, y nuestra vida material, esa que se sostiene en la providencia invisible, y nuestra vida emocional, esa que se niega a ser zarandeada por el miedo de la noche, todo, absolutamente todo, fluye y depende de Él.
No es solo una vid entre muchas. Hay muchas sombras y muchos espejos en este mundo que pretenden ser el camino al agua. Él no dice "Yo soy una vid"; Él dice Yo soy la vid verdadera. Solo de Él brota una vida que es rica, abundante, y que no se pudre con las primeras lluvias. Tienes que ver la desesperación en las calles, en los rostros que buscan el éxtasis fugaz. Hay quienes intentan hallar esa vida en el fervor de la música que promete una liberación que nunca llega, en el brillo frío de los ídolos de la fama que se oxidan al tacto, en la adrenalina hueca de los deportes que solo posponen el vacío. Estos son, en el mejor de los casos, vides falsas, promesas engañosas de donde fluye una vida que se siente real por un instante, un fuego de artificio, pero que, a fin de cuentas, te deja más exhausto y más sediento que antes. .
Pero la voz en el viñedo resuena con la solemnidad del Antiguo Pacto, esa voz que se reveló en el desierto al hombre que dudaba. Él dice "Yo soy"; no "Yo seré" ni "Yo podría ser." Es uno de esos siete gritos de Juan, una afirmación que quiebra el tiempo. Ese término "Yo soy" no solo le otorga a Cristo la identidad de Dios—el Eterno que tiene vida en Sí mismo y no depende de la luz prestada de nadie—sino que es la garantía de que la vida que Él ofrece es original, no un préstamo. Es la sangre que fluye de la raíz a la punta de la hoja, una savia que no se agota.
Si Él es el tronco, la arteria principal, entonces nosotros, los discípulos, no somos más que los pámpanos, las ramas. Es una jerarquía de amor, no de poder. El objetivo primordial de ser rama no es la belleza de la forma, ni la altura, sino dar fruto, y buen fruto (15:8). La rama no vive para sí misma; vive para llevar la vida que viene de otro lugar a un punto de manifestación visible y palpable.
¿Qué es, entonces, ese fruto? No es una sola cosa, sino un concierto que se toca en el corazón y se escucha en el mundo.
Hay primero los frutos de arrepentimiento, ese cambio de dirección que se ve, no solo se profesa (Lucas 3:8). Es cuando el camino viejo, el camino del error, se borra bajo tus pies y tomas una nueva senda. Es la evidencia en la luz del día de que la savia de la vid verdadera ha alterado la química de tu corazón.
Luego están los frutos de santificación, la demostración silenciosa de que la libertad del pecado es real (Romanos 6:22). Es esa vida limpia, esa elección constante de dejar la sombra atrás, de vestirse con algo mejor que la ropa rasgada del viejo hombre.
No podemos olvidar los frutos de generosidad, que se muestran cuando el dinero, ese ídolo moderno, se libera para el propósito del Reino (Filipenses 4:17). Es el acto de ofrendar, de compartir, de entender que lo material también debe fluir y no estancarse.
Y por supuesto, están los frutos de vidas salvadas, cuando el pámpano se extiende y arrastra a otros a la luz (Romanos 16:5). Es el eco de la vida de Cristo en tu voz, el llamado a otros viajeros perdidos para que regresen a la única raíz que da vida.
Pero la sinfonía de la vida se completa con el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22), esa manifestación que brota de lo profundo, la evidencia de que el Espíritu Santo es la savia vital. El amor que no es condicional, el gozo que resiste la tristeza, la paz que no entiende de tormentas, la paciencia que no se agota, la benignidad que es una mano extendida, la fe que no se rinde, la mansedumbre que es fortaleza controlada, y el dominio propio que te da libertad sobre tus impulsos. Estas nueve notas se tocan juntas solo cuando la conexión con la Vid es absoluta.
Y finalmente, el “fruto de labios”: la alabanza (Hebreos 13:15). Es la canción que se levanta de un corazón agradecido, el reconocimiento audible de que todo lo bueno, todo el flujo de vida y verdad, viene de la raíz y no de la rama.
Pero si Jesús es la Vid, y nosotros las ramas, hay una figura más en esta geometría sagrada. Él es el Labrador, el Padre (Juan 15:1). Él es el agricultor, el viñador, el que cultiva y cuida. Y Su labor no es pasiva; es un acto constante de atención y corrección. Su cuidado se resume en dos acciones que, aunque opuestas en su manifestación, tienen el mismo fin: la verdad y el crecimiento.
El Labrador quita el que no lleva fruto. Hay quienes profesan ser cristianos con su boca, que usan el nombre del Rey sin llevar la sangre de la Vid. El cristianismo se ve en la cosecha, en el fruto visible. Cuando una rama permanece estéril, seca, sin vida que manifestar, es la señal inequívoca de que, a pesar de la cercanía superficial, no hay una conexión vital, no hay savia. La esterilidad es la prueba. Y el labrador, en Su santidad y Su verdad, la quita. Esto no es un acto de ira caprichosa, sino la purga necesaria del viñedo. La rama sin fruto es una mentira en el paisaje, un engaño. Y el Padre no negocia con la falsedad.
Pero al que sí lleva buen fruto, al que ha entendido la conexión y vive por la savia, el Padre lo limpia. Esta acción no es un castigo, sino una poda. Podar es el arte doloroso de quitar lo innecesario, de cortar lo superfluo, de remover el crecimiento desordenado con el fin de producir más y mejor fruto. Es la paradoja de la vida espiritual: para crecer, a veces debemos encogernos; para dar más, debemos perder algo. .
Esta limpieza, nos dice el texto, se produce a través de la Palabra de Dios (v. 3). La Escritura no es un manual de reglas, sino la herramienta afilada del Labrador. Ella actúa de dos maneras esenciales:
Primero, como un espejo (Santiago 1:23-24), revelando sin piedad los problemas, las manchas que no sabíamos que teníamos, las partes de nuestra alma que han quedado secas o torcidas. No podemos corregir lo que no vemos, y la Palabra nos fuerza a la terrible y necesaria visión de nosotros mismos.
Segundo, la Palabra actúa como un cuchillo (Hebreos 4:12), cortando hasta el corazón, dividiendo el alma y el espíritu. Es una cirugía que duele, pero que salva. Es la navaja del labrador que quita la rama enferma, el brote equivocado, para que el flujo de la vida no se desperdicie en crecimiento inútil.
La vida de un discípulo es, por lo tanto, una danza constante entre el crecimiento y el corte, entre el gozo de la cosecha y el dolor de la poda.
El tiempo se acerca a nosotros con sus propios ritmos, y vemos cómo los meses se convierten en estaciones. Se acerca el noviembre frío, el diciembre de las luces falsas y el enero de las resoluciones rotas. Es la época en la que muchos hermanos dejan la asamblea, se dedican a otras actividades, se apartan en silencio tras el pecado o entregan ministerios agotados. La intensidad del mundo los arrastra lejos de la única fuente.
Pero la palabra del Maestro en Juan 15 es un ancla para todas las épocas del año, un recordatorio de que somos cristianos no solo de febrero a octubre. Somos la vid para todas las estaciones, llamados a producir fruto cuando el sol está alto y cuando la sombra es larga. La permanencia no es un pasatiempo de los días tranquilos; es la supervivencia misma del alma cuando el camino se vuelve duro.
Que esta meditación en la Vid, el Pámpano y el Labrador nos sirva para fortalecernos, para comprender que nuestra vida no es una estación temporal, sino un estado permanente de conexión. No permitamos que la marea del mundo nos aparte de la raíz. Pues Él es la fuente, y el fruto que llevamos es la prueba irrefutable de que Su vida fluye en la nuestra. Es la única canción verdadera en este desierto.
6 comentarios:
Aleluya. Bendito es mi Dios. Gracias por cultivarnos
Aleluya. Bendito es mi Dios. Gracias por cultivarnos
Muchas gracias por tu comentario...
Bendiciones pastor es demucha edificación para mí vid
Gracias por tu comentario
Gracias PS la explicación muy clara, bendiciones
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