❌Tema: Discipulado. ❌Texto: 1 Corintios 15:58. ❌Titulo: Estad firmes en el Señor ❌Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I ESTAR FIRMES Y CONSTANTES (58a).
II CRECER EN LA OBRA DEL SEÑOR (58b).
III SABER QUE NO ES EN VANO (58c)
¿Cómo lo podemos saber? Las primeras palabras del versículo “así que” conectan este ultimo versículo con el resto del capitulo, si vamos a 1 Cor 15:1 nos damos cuanta de que nos habla el capitulo y esto es de la resurrección. Veamos algunas cosas que nos dice de la misma:
El oleaje del tiempo, esa marea incesante que erosiona las costas de nuestra existencia, nos trae de nuevo a la orilla de una verdad fundamental, una certeza que, como un faro en la niebla, debe guiar la navegación de toda alma elegida. Hemos comprendido ya, en la quietud y el tumulto de la meditación, que la elección divina no es un mero adorno para la vanidad, sino un imperativo de la siembra: hemos sido apartados, designados, para que nuestra vida no sea un páramo estéril, sino un huerto donde el fruto espiritual sea abundante y, lo más esencial, que ese fruto perdure más allá de la estación. Este mandato de la fecundidad perpetua se erige como uno de los propósitos esenciales que da forma y sentido a nuestra breve travesía bajo el sol. Hoy, sin embargo, la mirada se posa sobre otro mapa escrito con la misma tinta de la eternidad, un pasaje que, con la fuerza de un ancla arrojada a las profundidades, nos exhorta a la madurez, un llamado a la preparación íntima para el periodo de consumación que, como un telón, comienza a desplegarse sobre el escenario del mundo. La voz apostólica, con su autoridad forjada en el sufrimiento y la visión, nos ofrece un tríptico de acciones que definen la vida del discípulo en la antesala de la Gloria.
El mensaje que nos alcanza, como un eco resonante desde el corazón de la historia, comienza con la exigencia de una postura innegociable, un posicionamiento del espíritu que desafía la inestabilidad del aire que respiramos. Se nos conmina a estar firmes y constantes. Ambas palabras, puestas juntas en la sintaxis de la fe, no son redundancias, sino la descripción de una resistencia total. Son una invitación solemne, una convocatoria al mantenimiento de la posición espiritual que nos ha sido conferida. Ser firmes es la verticalidad del alma, la columna vertebral de la convicción. Es la negativa rotunda a dejarnos conmover, a ser desplazados, de las verdades inmutables que conforman el esqueleto de nuestra doctrina. Es aferrarse, en la noche de la duda, a la lámpara de la Escritura, sabiendo que la verdad no se somete a la moda ni al vaivén de la opinión humana. Esta firmeza debe extenderse, como una raíz profunda, a nuestro ministerio—la parcela de servicio que se nos ha encomendado—y a nuestra vida devocional, ese diálogo silencioso y esencial con el Creador que es el motor de toda nuestra existencia. Es un mandato que no admite claudicación: nunca.
La vida en Cristo, contrariamente a las ilusiones de una utopía indolora, está tejida con la fibra áspera de las pruebas. Es un crisol donde el oro de la fe es purificado por el fuego de la realidad. Las aflicciones nos asaltan desde todos los flancos y con toda suerte de disfraces. Hay pruebas que habitan el círculo íntimo de lo familiar, donde los lazos más queridos se tensan y se quiebran bajo la presión de la existencia. Existen las pruebas de la economía, esa implacable aritmética del sustento que amenaza con sumir el espíritu en la ansiedad de la carencia. No faltan, y a menudo son las más sutiles y corrosivas, las pruebas ministeriales, donde la frustración del esfuerzo estéril o la traición del hermano desdibujan la alegría del servicio. Y por supuesto, las pruebas espirituales, esos asaltos a la mente y al corazón que nos tientan a desertar de la gracia, y las pruebas sentimentales, donde el afecto y el dolor se confunden en una amalgama difícil de desenredar. La Palabra, sin embargo, nos ofrece un escudo: ninguna de estas tempestades, por más feroces y prolongadas que sean, tiene la autoridad ni el poder para hacernos mover de nuestro camino. La permanencia es, en sí misma, una victoria de la voluntad asistida por el Espíritu. Mantener la posición no es rigidez, sino resistencia heroica, un acto de profunda adoración que declara que el fundamento de nuestra fe es inamovible, más sólido que la roca misma.
Una vez asegurada la posición, una vez plantados con la firmeza de un roble centenario, la exhortación divina se eleva a un nuevo nivel de exigencia, una negación de la inercia que podría confundirse con la virtud. Estar firmes es un logro monumental, pero es solo el cimiento. El pasaje nos invita inmediatamente a crecer en la obra del Señor, desenmascarando la peligrosa falacia de la estaticidad espiritual. Podría un alma, fatigada por la batalla de la firmeza, comprender mal el mandato y decidir que, habiendo alcanzado un cierto nivel de conocimiento o de conducta intachable, es suficiente detenerse allí, permanecer fijo, como una estatua labrada en un momento de gloria pasada. Pero esta concepción es la antítesis de la vida según el Espíritu; es el peligro del agua estancada, del fruto que se pudre por no ser cosechado ni renovado. La realidad de la fe es un movimiento constante, una espiral ascendente que exige no solo no moverse del camino, sino avanzar perpetuamente por él.
La pregunta que sigue a este imperativo es de una claridad meridiana, sin espacio para la ambigüedad: ¿En qué debemos crecer? La respuesta no es difusa, sino directa: en la obra del Señor. Este crecimiento no se limita a la acumulación de horas de servicio o a la expansión visible del ministerio exterior. No es primariamente un asunto de cifras, sino de calidad de la acción. Crecer en la obra del Señor significa, ante todo, crecer en la capacidad para hacer Su trabajo en la tierra, y esta capacidad es inseparable del crecimiento espiritual que se opera en el fuero interno. Es un proceso de destilación, donde el carácter se purifica y la voluntad se alinea cada vez más con la voluntad divina.
Crecer en la obra, es, por lo tanto, crecer en el carácter de Cristo. Es el sometimiento voluntario a la santificación que el apóstol Pablo describe como el "ocuparse en vuestra salvación con temor y temblor" (Filipenses 2:12), la tensión permanente entre lo que somos por naturaleza y lo que estamos destinados a ser por gracia. Es una advertencia continua contra el peligro del "corazón malo de incredulidad, para apartarse del Dios vivo" (Hebreos 3:12), y un llamado a la exhortación mutua "mientras se dice: Hoy" (Hebreos 3:13-15). La vida cristiana es, en esencia, un taller de constante remodelación, una escuela de humildad y perseverancia donde la obra de Dios no es solo lo que hacemos para Él, sino lo que Él hace en nosotros, transformando la arcilla en oro refinado.
Y este crecimiento no es intermitente, no está sujeto a las estaciones del ánimo o a los caprichos de la inspiración. El texto nos proporciona la medida de su duración, una palabra que anula toda posibilidad de descanso prematuro: siempre. Este "siempre" se despliega en una temporalidad sin fisuras: por siempre, en todo tiempo, en todas las épocas del año y de la vida. Es un compromiso con la continuidad, la renuncia a los paréntesis de la fe. No hay vacaciones para el discipulado, solo una modulación del ritmo. El llamado es a la perpetuidad del esfuerzo santificador, a la certeza de que, hasta el último aliento, el alma debe buscar una mayor semejanza con su Redentor. El crecimiento, al igual que la firmeza, es un acto de adoración.
Pero, ¿cómo sostener esta lucha doble, la de la firmeza inmóvil ante el asedio y la del crecimiento incesante en el servicio? ¿De dónde sacar la energía para no ceder ni estancarse ante la evidencia de que, a menudo, nuestro esfuerzo parece diluirse en la vastedad de un mundo que no escucha y que no cesa de oponer resistencia? La Palabra, con su inigualable sabiduría, no nos deja a merced del mero esfuerzo voluntarista. Por último, nos extiende la mano de la motivación, el faro que ilumina la oscuridad de la fatiga: debemos saber que nuestro trabajo no es en vano.
Esta última frase no es una simple palmada en la espalda; es la teología de la recompensa, la conexión indisoluble entre el sufrimiento presente y la gloria futura. Es una invitación a levantar la mirada por encima de las recompensas terrenales, que son sombras evanescentes, y fijarla en la solidez, en la sustancia de lo que nos espera.
El secreto para saber que nuestro trabajo no es en vano reside en la conjunción que une este versículo al torrente de revelación que lo precede. Las primeras palabras, "así que," son el puente conceptual, la argamasa que vincula nuestra labor actual con el fundamento inconmovible del capítulo quince de 1 Corintios en su totalidad. Y si viajamos a la fuente de ese torrente (1 Corintios 15:1), descubrimos el tema central que dota de sentido a toda nuestra obediencia y sacrificio: la Resurrección.
La resurrección no es un apéndice de nuestra fe, sino su médula espinal. Si Cristo no hubiese resucitado, la estructura entera de nuestra creencia colapsaría en el absurdo (1 Corintios 15:12-19). La fe sería vana, nuestra predicación, hueca, y nosotros seríamos "los más dignos de conmiseración de todos los hombres." La vanidad de la fe es el espectro que nos amenaza si la tumba de Jesús hubiese permanecido sellada. El esfuerzo del discipulado solo tiene sentido si el Vencedor ha triunfado definitivamente sobre el último enemigo.
Pero el milagro no se detiene en la Resurrección de Cristo como un hecho aislado. La Palabra nos asegura que Su resurrección es la garantía inquebrantable de la nuestra (1 Corintios 15:20-24). Él es las primicias, el primero de la cosecha que asegura que la mies completa—nosotros, Su Iglesia—será recogida. El destino del Maestro determina el destino del discípulo. La victoria de Jesús es el cheque de la vida eterna ya endosado a nuestro favor.
Es a la luz de esta gloria anticipada que todos los sacrificios y renuncias que realizamos por ser fieles a Dios adquieren su valor y su peso eterno. Sin la resurrección, ¿por qué razón sufriríamos penalidades, por qué nos enfrentaríamos a la muerte cada hora, como sugiere el apóstol (1 Corintios 15:30-32)? Todo se reduciría a una vana moralidad, a una búsqueda de recompensas terrenales tan fugaces como la brisa matutina. Los mártires habrían muerto por una ilusión; la abnegación sería una necedad sublime. Es solo a través del lente de la Resurrección que la fidelidad cobra su sentido trascendente.
Y la culminación de esta esperanza es presentada como un evento de una magnificencia que supera el lenguaje humano (1 Corintios 15:50-53). La promesa no es solo de una vida sin fin, sino de una transformación gloriosa: la corrupción vestida de incorrupción, lo mortal absorbido por la inmortalidad. El gemido del discipulado en esta vida es el preludio de un estallido de gloria incomprensible, cuando lo natural ceda su lugar a lo sobrenatural.
Por lo tanto, la firmeza y el crecimiento no son actos de estoicismo ascético, sino la respuesta lógica y racional a la verdad más poderosa del universo: hemos de ser resucitados con Cristo. Y luego de esa resurrección, viene la distribución justa de las recompensas maravillosas (1 Corintios 3:8; Hebreos 6:10). El trabajo que hacemos en el Señor, desde el más visible hasta el más secreto, no es olvidado. El Pastor, en su inmensa justicia, no es injusto para olvidar nuestra obra y el amor que hemos mostrado por Su Nombre.
En este tiempo que nos ha sido asignado, cuando la tentación se cierne sobre el alma como un buitre impaciente, susurrando la conveniencia de ceder, la lógica de la traición a Cristo por un beneficio momentáneo, el alma del discípulo debe tener una estrategia inquebrantable. Deténgase, hermano, por un momento en el centro del asedio. Cierre los ojos a la oferta efímera y piense en la resurrección. Piense en la eternidad, no como un concepto vago, sino como una promesa de vida sin dolor, sin lágrimas, en la presencia inefable del Amado. Piense si la migaja que hoy le ofrece el mundo—el placer ilícito, la ganancia deshonesta, el descanso prematuro—vale la pena a cambio de esa corona inmarcesible.
La respuesta se vuelve evidente con la claridad del mediodía: debemos permanecer firmes en la fe, creciendo siempre en la obra del Señor—un crecimiento que abarca el ministerio exterior y la madurez interior del carácter—sabiendo, por el poder y la promesa de la resurrección de Cristo, que la totalidad de nuestro trabajo no es en vano. Esta esperanza, esta perspectiva de vida eterna y las recompensas que aguardan, no es un bálsamo para el conformismo, sino el motor más potente para la acción. Es la fuerza que nos impulsa a resistir la más mínima tentación, a levantar la bandera de la fidelidad hasta el último momento de la prueba. El discípulo, al ser consciente del peso de la eternidad, se convierte en un ser inamovible e incansable, viviendo cada día a la luz del Amanecer que está por venir.
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