Tema: Éxodo.Título: La preparación de Moisés. Texto: Éxodo 2: 10 – 25. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I FUE PREPARADO EN LA FE (Ver 10)
II FUE PREPARADO EN LO SECULAR (Ver 10 comp Hechos 7: 21 – 22)
III FUE PREPARADO EN EL DESIERTO (Ver 11 – 25)
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El primer acto de esta epopeya, los cuarenta años iniciales,
comienza con una manifestación de la Providencia en la fragilidad y la ironía
teológica. El decreto de Faraón, diseñado para eliminar la amenaza demográfica
israelita mediante el ahogamiento en el Nilo, se revierte en el escenario mismo
de su ejecución. La madre de Moisés, Jocabed, realiza un acto de desesperación
y fe al colocar a su hijo en una arca de papiro impermeabilizada con betún,
abandonándolo a las corrientes del río, el mismo Nilo que era adorado como el
dios Hapi, la deidad dadora de vida y fertilidad en Egipto. Este acto simbólico
de poner el destino del niño en manos del dios pagano es, en realidad, un
desafío silencioso al poder de Faraón y una entrega a la supremacía de Yahvé.
La Providencia, actuando con sublime sarcasmo, utiliza el símbolo de la
opresión y la deidad enemiga para transportar al liberador. La hija del Faraón,
Bithia, personificando una forma de gracia común que trasciende las líneas de
la fe, es movida por la compasión y rescata al bebé. El opresor supremo, sin
saberlo, se convierte en el protector y mecenas del hombre destinado a
desmantelar su imperio. Esta inversión de roles es el primer sello
providencial: Dios utiliza a los agentes más impensables y los recursos del
adversario para nutrir su propio propósito.
La cumbre de esta intervención temprana se alcanza con el
pago a Jocabed. El palacio no solo acepta al niño, sino que, a través de una
negociación aparentemente fortuita, Faraón financia la educación hebrea de
Moisés a manos de su propia madre. En esos primeros años cruciales de
desarrollo, la Ley del Pacto y la memoria de Abraham, Isaac y Jacob fueron
infundidas en la mente del niño, creando un núcleo de identidad inalterable
bajo la ostentación egipcia. El entrenamiento en la corte no fue un desvío sino
una capacitación total. Moisés fue instruido "en toda la sabiduría de los
egipcios; y era poderoso en palabras y en obras," lo que implica una
inmersión profunda en la geometría sagrada, la ingeniería, la estrategia
militar, la administración legal y la diplomacia. Adquirió un conocimiento
íntimo de la estructura de poder que estaba destinado a subvertir y desarrolló
las habilidades logísticas necesarias para mover y sostener a una vasta
población en el desierto, algo que un simple pastor no podría haber logrado. La
Providencia lo situó en el epicentro de la civilización más avanzada de su
tiempo para prepararlo con una educación que superaba la de cualquiera de sus
futuros adversarios.
Sin embargo, el conocimiento y el poder de la corte
produjeron el defecto característico de esta etapa: la autosuficiencia y la
impaciencia mesiánica. A la edad de cuarenta años, Moisés, sintiéndose maduro y
"poderoso en obras," intentó inaugurar la liberación por sus propios
medios. Al presenciar la flagelación de un esclavo hebreo, mató al capataz
egipcio y lo ocultó en la arena. Este no fue un simple acto de justicia, sino
un intento prematuro y violento de usurpar el tiempo y el método de Dios,
aplicando la fuerza aprendida en la milicia egipcia en lugar de la fe y la
intercesión. Fue la expresión máxima de la soberbia del príncipe: la creencia
de que su propia capacidad, su celo y su fuerza eran suficientes para forzar el
destino. El fracaso fue inmediato y rotundo. Al ser rechazado por sus propios
hermanos y expuesto ante Faraón, su identidad de príncipe se desmoronó, y el
hombre que lo tenía todo—títulos, poder, estatus—se vio reducido a un fugitivo
en el desierto. Este colapso, cuidadosamente orquestado por la Providencia,
demostró la insuficiencia de la fuerza humana. La huida no fue un escape
fortuito, sino el inicio del segundo y más crucial período de su entrenamiento.
El desierto de Madián, donde Moisés pasó los siguientes
cuarenta años, representa el anti-Egipto, un crisol de anonimato y rendición.
Mientras que Egipto era la tierra de la prisa, la jerarquía vertical y la
opulencia, Madián ofrecía la lentitud pastoral, la igualdad horizontal y la
necesidad. La Providencia lo despojó de su rango y lo puso bajo la tutela de
Jetro, un sacerdote y un pastor, un hombre ajeno a Israel pero dotado de
sabiduría universal y práctica. La transición de general a pastor fue una lección
de humildad radical. El pastor es un ser dependiente, cuya supervivencia y la
de su rebaño dependen enteramente de la lluvia, la sombra y el instinto,
obligándolo a renunciar a la ilusión de control. La lentitud del pastoreo curó
la impaciencia de la corte. La inmensidad y el silencio del desierto
silenciaron la "sabiduría egipcia," reemplazándola con el vacío
receptivo. Aquí, Moisés aprendió la virtud esencial de su futuro liderazgo: la mansedumbre,
definida no como debilidad, sino como poder bajo control, una fuerza
domesticada por el sufrimiento y la renuncia. Su matrimonio con Séfora y su
vida familiar cimentaron su humanidad, contrastando con el frío cálculo
político que había dominado su juventud.
Cuarenta años después, a la edad de ochenta, cuando el vigor
físico comenzaba a ceder y el ego había sido completamente erosionado por la
rutina y el anonimato, el hombre estaba finalmente preparado. La teofanía de la
Zarza Ardiente en el Monte Horeb no es solo una aparición divina; es la
validación de la metamorfosis de Moisés. Dios no se manifiesta en un templo o
en un palacio de mármol, sino en un humilde arbusto que arde sin consumirse, un
símbolo de fragilidad que contiene la eternidad, reflejando la nueva naturaleza
de Moisés. La orden inicial, "Quita tu calzado de tus pies, porque el
lugar en que tú estás, tierra santa es," es el rito de iniciación del
siervo, un acto de rendición total. La respuesta de Moisés a este llamado es la
prueba definitiva de su cambio de carácter. El hombre que fue "poderoso en
palabras" ahora responde con una letanía de excusas: "¿Quién soy
yo?", "Si me preguntan su nombre, ¿qué les diré?",
"Ciertamente no me creerán", y la culminante, "Soy tardo en el
habla y torpe de lengua." Esta reticencia no es cobardía, sino el
conocimiento profundo de su propia incapacidad, contrastando agudamente con la
autosuficiencia de su juventud. Su fe ya no residía en sus credenciales
egipcias, sino únicamente en la promesa y la identidad del Dios que se reveló
como Ehié Asher Ehié (Yo Soy el que Soy), la fuente inmutable de toda
existencia.
Con la obediencia del pastor, Moisés regresa a Egipto,
marcando el inicio del tercer período y la culminación del plan providencial.
La confrontación con Faraón y la secuencia de las Diez Plagas demuestran que la
Providencia no solo actúa en la quietud, sino también en el juicio histórico.
Las plagas no fueron meras catástrofes naturales, sino ataques teológicos
sistemáticos dirigidos a desacreditar a la totalidad del panteón egipcio, el
fundamento espiritual de la opresión. La primera plaga, la conversión del Nilo
en sangre, no solo atacó la fuente de vida egipcia, sino que ridiculizó al dios
Hapi. La plaga de ranas atacó a Heqt, la diosa con cabeza de rana de la
fertilidad. La plaga de tábanos y moscas desafió a Ptah, el dios creador. El
ataque al ganado desafió a Apis, el toro sagrado, y a Hathor, la diosa vaca. La
plaga de oscuridad, de tres días de duración, fue el asalto más directo a Ra,
el dios sol, la deidad suprema de Egipto, demostrando que la luz y la sombra
estaban bajo el control absoluto de Yahvé. La décima plaga, la muerte de los
primogénitos, fue el juicio supremo, atacando a Faraón mismo, que era
considerado un dios viviente e hijo de Ra. Moisés, el hombre educado en la
corte, desmanteló la estructura espiritual egipcia utilizando su conocimiento
interno de su teología y sus debilidades.
El Éxodo, la salida masiva de dos millones de personas, es
el momento cumbre de la Providencia, un acto de logística que solo pudo ser
dirigido por un hombre con la experiencia egipcia y la fe madianita. El cruce
del Mar Rojo es la confirmación definitiva de que la liberación no fue un
evento militar, sino un rescate divino. La Providencia separa el mar y, al
cerrarlo, no solo permite el paso del pueblo, sino que aniquila la maquinaria
de guerra egipcia. El mar se convierte en la tumba del poder opresor, cerrando
el ciclo del juicio y abriendo el camino hacia la soberanía nacional. El
desierto, sin embargo, no era solo una ruta geográfica; era un espacio de
prueba moral.
La segunda fase de este tercer período fue la recepción de
la Ley en el Monte Sinaí. La Providencia elevó a Moisés de siervo a legislador,
el único intermediario capaz de recibir y codificar la voluntad de Dios. El
Sinaí no solo entregó el decálogo moral, sino que estableció la estructura
legal, civil y ceremonial de una nación santa, utilizando, de manera irónica y
funcional, el marco legal que Moisés había conocido en Egipto, transformándolo
para fines sagrados. El tabernáculo, con su diseño preciso, y las leyes de
pureza, sirvieron para diferenciar a Israel de las naciones paganas. En los
cuarenta años siguientes de peregrinación, la Providencia continuó su
entrenamiento a través de la adversidad y la rebelión constante del pueblo.
Moisés fue sometido a una paciencia infinita ante las murmuraciones, la
idolatría (el becerro de oro) y la amenaza de rebelión (Coré). Su intercesión
constante por el pueblo, pidiendo que su propio nombre fuera borrado del libro
de Dios en lugar de ver a Israel destruido, lo consagró como el arquetipo del
intercesor, el hombre que encarnó la compasión y la justicia divina
simultáneamente.
A pesar de esta ejemplaridad, la Providencia marcó un límite
inmutable. En Meribá, ante la sed del pueblo, Moisés cometió el error que selló
su destino. En lugar de hablar a la roca, como Dios le había ordenado,
él golpeó la roca dos veces, diciendo: "¿Os haremos salir agua de
esta roca?" El acto fue una triple ofensa a la Providencia: primero, la
desobediencia al mandato específico; segundo, la usurpación de la gloria de
Dios al sugerir que ellos (Moisés y Aarón) harían salir el agua; y
tercero, la violación del simbolismo. La roca, que en la teología mesiánica
representaba al Cristo, ya había sido golpeada una vez, en Horeb. Al golpearla
de nuevo, Moisés contaminó el tipo, la prefiguración, introduciendo su propia
impaciencia humana en un acto que debía ser puramente de fe y gracia. La
sentencia providencial fue el no-ingreso a la Tierra Prometida.
Esta exclusión no fue un castigo cruel, sino el acto supremo
de la Providencia para perfeccionar el patrón tipológico. Moisés, el gran
legislador, el hombre de la Ley y la Justicia, no podía ser el que introdujera
al pueblo en la tierra de la Gracia. La Ley prepara el camino, pero solo la
Gracia puede consumarlo. Moisés representaba la promesa condicional; Josué
(cuyo nombre es la forma hebrea de Jesús) representó la posesión de la
herencia. La Ley nos muestra el límite; la Gracia nos permite cruzarlo. La muerte
de Moisés en el Monte Nebo, viendo la tierra desde lejos, es el sacrificio
final y providencial. Recibe un vistazo de la herencia que ayudó a crear, pero
renuncia a reclamarla para sí mismo. Su misión se cumple en la frontera,
definiendo el umbral.
Finalmente, la Providencia concluye con el acto más humilde
de todos: su sepultura anónima. Dios mismo se encarga de enterrar a Moisés en
un lugar desconocido, lo que, según la tradición, fue una medida para evitar
que la tumba del gran líder se convirtiera en un centro de idolatría. El hombre
que fue educado en los palacios más grandiosos de la tierra, y que murió
habiendo escrito los cinco libros fundamentales de la fe, no tiene monumento.
Su legado no está en un sepulcro, sino en las páginas de la Torá y en la
memoria del Pacto. La vida de Moisés es, en su totalidad, la demostración
irrefutable de que el hilo conductor de la historia no es la fuerza, ni el
conocimiento, ni el destino ciego, sino la voluntad soberana de la Providencia,
la cual forja a sus instrumentos a través del poder, el fracaso, la soledad y,
finalmente, la obediencia total.
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