Tema: 1 Reyes. Titulo: Elías y los profetas de Baal. Texto: 1 Reyes 18: 25 - 38.
Introducción:
A. Llega el momento cumbre y Elías se enfrenta ahora a los profetas de Baal, la historia es fascinante y hermosa.
B. La estudiaremos hoy para ver que podemos ir aprendiendo para nuestra vida de ella misma:
(Dos minutos de lectura)
I. FRUSTRACIÓN DE ELLOS (ver 25 - 29).
A. La contienda. Durante todo el día los profetas de Baal oraron y clamaron a su dios. Sin embargo, no recibieron ni siquiera una "pequeña voz apacible". Elías vio la locura de lo que estaban haciendo y se burlo de ellos (verso 27). Esto los envió a un frenesí. Pero, cuando el humo se hubo disipado y el polvo de su actividad se hubo asentado, Baal seguía tan muerto como siempre y ellos se quedaron humillados y derrotado ante el único profeta de Dios.
B. Puede imaginar la esperanza y frustración que sintieron estos profetas al final del día? Todo aquello que creían verdadero se esfumo, no puede uno dejar de sentir lastima por ellos. Frustración y desesperanza esperan al final para todos aquellos que deciden poner su confianza en los ídolos.
II. LA FE DEL PROFETA (ver. 30 - 37).
A. Después de que los profetas de Baal terminaron con sus travesuras, Elías dio un paso adelante. Ver lo que hizo es muy interesante. Primero, reparó el altar de Dios, verso 30. Luego, eligió 12 piedras para recordarle a Israel que eran una nación a los ojos de Dios. Luego hizo que vertieran 12 barriles de agua sobre el sacrificio, la leña y el altar. Hizo esta última cosa para eliminar todas las dudas sobre quién iba a recibir la gloria de Entonces, dio un paso adelante y oró, el fuego de Dios cayó del cielo y consumió cada parte del sacrificio, el altar, el agua en la trinchera e incluso el polvo alrededor. Dios respondió con una demostración espectacular de poder en respuesta a la fe de su siervo.
B. Este hombre había afinado su fe en la piedra de aflicción. Él ya había visto a Dios hacer el milagro de la sequia - 1 Reyes 17: 1; vio el alimento provisto por los cuervos - 1 Reyes 17: 2-7; vio un suministro interminable de harina y aceite - 1 Reyes 17: 8-16; y la resurrección del hijo de la viuda - 1 Reyes 17: 17-24. Este hombre sabía que esta cosita no era nada para el Señor.
(Ill. Necesitamos esa misma fe esta noche si queremos estar con el Señor y hacer lo que Él nos guía a hacer. ¡Necesitamos ejercer fe en el Señor Dios del Cielo! "¿Qué, necesitas un milagro que te impulse a la fe en Dios? ¡Entonces, examínate! ¿Qué tal el día que Jesucristo respondió a tu grito de fe y te salvó? Ese es el milagro más grande entonces ayudarnos a ti y a mí a defenderlo en verdad y justicia es un juego de niños.
III. LA FIDELIDAD DEL SEÑOR (ver. 38).
A. Dios respondió al clamor de Su siervo y le dio a Elías exactamente lo que pidió.
B. Todo lo que estoy diciendo esta noche es que cuando usted y yo decidamos que ejerceremos nuestra fe en Dios y tomemos nuestra posición, veremos a Dios venir por nosotros. La razón por la que no vemos este tipo de demostración milagrosa de el poder de Dios se puede atribuir a dos grandes fallas por parte del pueblo de Dios:
1.) ¡Muchos no logran separarse del mundo y de la apostasía que los rodea y Dios no puede bendecir!
2.) ¡Muchos se niegan a ejercer su fe en Dios y Dios no se mueve en respuesta a la duda!
CONCLUSIONES:
La historia de Elías y los profetas de Baal ilustra la frustración de confiar en ídolos frente a la fe genuina en Dios. A través de la oración y la confianza, Elías experimenta la fidelidad divina. Esta narrativa nos invita a reflexionar sobre nuestra propia fe y la necesidad de apartarnos de la apostasía, ejerciendo una confianza inquebrantable en Dios para ver Su poder actuar en nuestras vidas. La fe activa, lejos de dudas y mundanidades, es clave para recibir respuestas de Dios.
VERSIÓN LARGA
Elías y los profetas de Baal.
1 Reyes 18: 25 - 38.
En el vasto y a menudo desolador paisaje de la historia humana, existen momentos en los que el tiempo se detiene, la niebla de la incertidumbre se disipa y la confrontación entre la verdad y la mentira se alza como una montaña imponente. El monte Carmelo no era solo una elevación de piedra y tierra; era un escenario cósmico, un coliseo silencioso donde se jugaba el destino de un pueblo y la majestad de un Dios. Durante tres años y medio, el cielo de Israel había estado sellado, y la tierra, en un doloroso lamento de sed, se había agrietado. Era el castigo divino por la apostasía del pueblo, por el abandono del Dios de sus padres, Yahvé, a cambio de la adoración al ídolo pagano, Baal. El profeta Elías, un hombre cuyo nombre era un grito de guerra –"Yahvé es mi Dios"–, se había enfrentado al rey Acab, el monarca que había liderado a la nación por el sendero de la idolatría, y había convocado a toda la nación y a los 450 profetas de Baal a un duelo de deidades. El desafío era simple, pero de una magnificencia aterradora: que el Dios que respondiera con fuego, ese sería el verdadero Dios. La historia que sigue no es solo una anécdota bíblica; es un himno épico sobre la frustración de la falsedad, la audacia de la fe genuina y la inquebrantable fidelidad de un Dios que nunca abandona a los suyos.
La escena en el monte Carmelo es una estampa de la soledad más profunda. De un lado, 450 hombres, los profetas de Baal, ataviados con vestiduras extravagantes, con sus rostros pintados y sus almas atadas a un espejismo de poder. Del otro, un solo hombre, un profeta solitario, cuyo poder no residía en el número de sus seguidores, sino en la certeza de su fe. La frustración, esa amarga sensación de fracaso que corroe el alma, fue la primera lección de ese día. La contienda comenzó con un aire de esperanza. Los profetas de Baal, confiados en el poder de su ídolo, construyeron su altar, colocaron el sacrificio y comenzaron su clamor. La voz, al principio, era un murmullo de súplica, pero a medida que el sol ascendía, se convirtió en un grito, en un aullido desesperado. "¡Baal, respóndenos!", clamaban una y otra vez, su voz resonando en el valle seco. El tiempo pasaba. El sol se hizo más intenso, el calor más opresivo. Horas se convirtieron en un tormento de espera. El aire, que debería haberse llenado de un poder divino, se mantuvo quieto, pesado, cargado solo con el sudor de sus cuerpos y el hedor de su desesperación. No hubo ni un susurro, ni un destello de luz, ni una señal de vida. La locura comenzó a apoderarse de ellos.
Elías, un testigo impasible de su farsa, se mantuvo en silencio, observando el frenesí de su desesperación. Pero al mediodía, su paciencia se agotó, y la burla, un arma afilada en manos del profeta, cortó el aire tenso. "¿Gritad con más fuerza!," les dijo Elías con sarcasmo. "Quizás vuestro dios está meditando, o está ocupado, o se ha ido de viaje. Tal vez duerme y hay que despertarlo." La humillación de sus palabras fue el catalizador de un frenesí aún mayor. Los profetas, con el rostro distorsionado por la rabia y la vergüenza, comenzaron a danzar de forma desordenada alrededor del altar. Con cuchillos y lanzas se cortaban a sí mismos, la sangre fluyendo de sus cuerpos como un testimonio mudo de su desesperanza. Era un ritual de autosacrificio, un intento de comprar la atención de una deidad sorda. Creían que si se infligían dolor, si derramaban su propia sangre, tal vez Baal, en un acto de piedad, les respondería. Era un espectáculo grotesco de dolor y fe ciega, una danza macabra que revelaba la vacuidad de su adoración. La sangre se mezclaba con la tierra seca, pero el cielo permanecía cerrado, el altar frío, el sacrificio intacto.
Al final del día, el humo de su frenesí se había disipado, el polvo de su actividad se había asentado. El sol, con su luz dorada, comenzó a teñir las laderas del Carmelo, y la sombra de la derrota se hizo palpable en el aire. Baal seguía tan muerto como siempre. La humillación de los profetas de la mentira era completa. No se puede evitar sentir lástima por ellos. Durante toda su vida, habían creído en una verdad que se había desmoronado ante sus ojos. El ídolo que adoraban no era más que una invención de la mente humana, un espejo de sus propias debilidades y ambiciones. Y al final de su jornada, solo les quedaba un vacío, un pozo de frustración y desesperanza. Porque la frustración, esa amarga certeza de que lo que creíamos era un engaño, es el final inevitable para todos aquellos que deciden poner su confianza en los ídolos, ya sean de madera, de piedra, o de las ambiciones del corazón humano. El vacío es el único templo que los ídolos construyen.
Pero la historia no termina con la derrota de la falsedad. De las cenizas de su fracaso, la verdadera fe se levantó. Y Elías, en un acto de fe monumental, dio un paso al frente. Ver lo que hizo es un testimonio de la verdad. A diferencia del caos que lo precedía, Elías actuó con una calma metódica, con una fe que no necesitaba gritos ni heridas. Primero, reparó el altar de Dios, que había sido derribado por los años de abandono. Reunió doce piedras, una por cada tribu de Israel, un acto que no era un simple rito, sino una oración silenciosa que le recordaba a Dios que, a pesar de su pecado, Israel seguía siendo Su pueblo. Fue un gesto de reconciliación, un reconocimiento de que la identidad de la nación estaba en la promesa de Dios, no en sus ritos paganos. Sobre este altar reconstruido, colocó la leña y el sacrificio, y luego, en una de las acciones más audaces de la historia bíblica, hizo que vertieran agua, doce barriles, sobre todo. Era una burla a la burla. Mientras los profetas de Baal clamaban por una respuesta de fuego en un mundo seco, Elías inundó su altar. Hizo esto para eliminar toda duda. No había truco, no había engaño. El agua se empapó en la leña, en el sacrificio, llenó la zanja alrededor del altar. El desafío no era solo para los profetas, sino para la propia fe del pueblo. Si Dios respondía a una oración en esas condiciones, no habría duda de que era un milagro, que el poder era Suyo y solo Suyo.
Luego, con el sol descendiendo y la sombra de la noche acercándose, Elías, el hombre de una sola fe, dio un paso adelante. No gritó, no danzó, no se cortó. Simplemente oró. Con una voz tranquila, sin estridencias, le habló al Dios de sus padres. "Oh Yahvé, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por tu palabra yo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Yahvé, respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Yahvé, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos." Su oración era simple, una oración de dos frases que no buscaba la gloria para sí mismo, sino la gloria para su Dios y la salvación para su pueblo. Y en ese instante, en ese mismo momento de rendición y fe, el fuego de Dios descendió. No fue un destello, no fue un suspiro. Fue una columna de fuego que consumió el sacrificio, la leña, las doce piedras del altar, el agua que llenaba la zanja, e incluso el polvo alrededor. El monte Carmelo se convirtió en un faro de la verdad, un testimonio ardiente de la fidelidad de un Dios que responde a la fe de Su siervo.
Y es aquí donde la historia de Elías se convierte en un espejo para el alma humana. Este hombre, Elías, no era un simple profeta. Había afinado su fe en la piedra de la aflicción. Había visto a Dios obrar de maneras espectaculares. Había visto la sequía y la lluvia, el alimento provisto por los cuervos, el suministro inagotable de harina y aceite en la casa de una viuda, e incluso la resurrección del hijo de esa misma mujer. Su fe no era una teoría, sino una experiencia, un conocimiento íntimo y personal del poder de Dios. Él sabía que el fuego no era el milagro más grande que Dios podía hacer. El milagro más grande fue cuando ese mismo Dios se inclinó y respondió al grito de fe que salió de su corazón. Nosotros, hoy, necesitamos esa misma fe. No necesitamos un milagro para creer en Dios; necesitamos creer para ver el milagro. La salvación que hemos recibido, el día en que Jesucristo respondió a nuestro grito de fe y nos salvó, es el milagro más grande de todos. Si Dios nos ha salvado, si nos ha dado vida eterna, ¿qué es un pequeño obstáculo, un problema en nuestras vidas, que Él no pueda resolver? Él, que nos ha dado el regalo más grande, no nos negará el más pequeño.
La fidelidad de Dios se manifestó en el monte Carmelo como un fuego que no solo quemó, sino que también iluminó. Elías pidió, y Dios respondió. Todo lo que estoy diciendo es que cuando tú y yo decidimos que ejerceremos nuestra fe en Dios y tomemos nuestra posición, veremos a Dios venir por nosotros. El poder de Dios no ha disminuido. El mismo poder que encendió el altar de Elías, el mismo que partió el mar Rojo y resucitó a Jesús, está disponible para nosotros. La razón por la que no vemos este tipo de demostración milagrosa del poder de Dios se puede atribuir a dos grandes fallas por parte del pueblo de Dios. La primera es la apostasía: muchos no logran separarse del mundo y de la idolatría que los rodea. Intentan servir a dos señores, a Dios y al mundo, y Dios, en Su santidad, no puede bendecir esa doble lealtad. La segunda es la duda: muchos se niegan a ejercer su fe en Dios. Quieren ver para creer, en lugar de creer para ver. La fe que agrada a Dios es la que confía en Él incluso cuando la leña está mojada, cuando el agua cubre el sacrificio, cuando el mundo se burla y el cielo parece silencioso. Dios no se mueve en respuesta a la duda, sino en respuesta a la fe que se atreve a creer en Su poder y en Su fidelidad.
En conclusión, la historia de Elías y los profetas de Baal no es solo una lección sobre un evento del pasado. Es un espejo de nuestra propia alma, un reflejo de nuestra lucha constante entre la confianza en nosotros mismos y la fe en Dios. La frustración de los profetas nos recuerda que la idolatría, en cualquiera de sus formas, es una senda que conduce a la derrota. La fe inquebrantable de Elías nos enseña que el poder de Dios no se manifiesta en el frenesí de nuestros esfuerzos, sino en la calma de una oración sincera. La fidelidad de Dios nos asegura que, si nos atrevemos a creer, Él se manifestará en nuestras vidas de manera espectacular, porque Su naturaleza es la de un Dios que cumple Sus promesas. Esta narrativa nos invita a reflexionar sobre nuestra propia fe y la necesidad de apartarnos de la apostasía del mundo, ejerciendo una confianza inquebrantable en Dios para ver Su poder actuar en nuestras vidas. La fe activa, lejos de dudas y mundanidades, es la clave para recibir las respuestas de un Dios que nunca ha dejado de escuchar.
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