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BOSQUEJO-SERMÓN: TRES PREGUNTAS DEL PROFETA ZACARIAS - EXPLICACION ZACARÍAS 1: 1 - 6

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BOSQUEJO

Tema: Zacarías. Título: Las tres preguntas del profeta Zacarías. Texto: Zacarías 1: 1 - 6. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.

Introducción:

A. De Hageo pasamos a Zacarías, recuerde que este hombre es uno de los profetas que predico en el tiempo del Esdras, en tiempos de la restauración del templo y de la nación.

B. Miremos el día de hoy la lecciones que podemos aprender de tres preguntas que el profeta hace en esos versículos:

(Dos minutos de lectura)

I. VUESTROS PADRES ¿DÓNDE ESTÁN? (ver. 5).

A. La pregunta se responde así, ellos están muertos. Sin embargo, no es el hecho de estar muertos sino mas bien donde están muertos, ellos están muertos lejos de Jerusalén, lejos de su tierra, donde no debieron haber muerto. La razón de ello es una sola: su desobediencia, los versículos 2 y 4 corroboran esto.

B. En otras palabras lo que Zacarías quiere decirle al pueblo es: APRENDAN DE SU HISTORIA. Recuerden que tenemos aquí un pueblo que se encuentra reacio a obedecer al Señor en cuanto la reconstrucción del templo, fue la desobediencia la que acabo con sus padres que a ellos no les suceda la mismo.

C. Nuestra propia historia y la de otros debe ser una lección para nosotros en cuanto a lo que tiene que ver con el pecado y su juicio.



II. LOS PROFETAS ¿HAN DE VIVIR PARA SIEMPRE? (ver. 5).

A. Dos ideas se pueden resaltar de esta pregunta: Los profetas han muerto así como sus padres pero la palabra dicha por ellos permanece vigente. Esto es porque la Palabra de Dios permanece y tanto sus promesas y sus amenazas se cumplen y se seguirán cumpliendo, aunque los predicadores y profetas mueran.

B. Además, de hacernos pensar en la permanencia de la palabra de Dios, esta pregunta también nos debe hacer pensar en que Dios no garantiza que sus profetas, sus predicadores sean siempre enviados, habrá momentos que como juicio de Dios, el ya no envié mas Palabra, mas profetas a nuestras vidas.



III. ¿NO ALCANZARON A VUESTROS PADRES? (ver 6).

 A. Esta pregunta se hace dado que aunque antes del destierro los antepasados de estos oyentes habían sido desobedientes. En el destierro mismo muchos de ellos se habían vuelto a Dios en arrepentimiento, por ello lo que dice el final del versículo sobre los Judíos.

B. Dios entonces los llama a la conversión: "Volveos a mí, dice Jehová de los ejércitos, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos". Con estas palabras Dios acosa a los Judíos que estaban en desobediencia en cuanto a su vida de comunión con Dios y en cuanto a la reconstrucción del templo.

C. Con estas mismas palabras Dios nos llama a examinarnos y a volvernos a él ¿Cómo esta tu obediencia a Dios en estos tiempos? ¿Estas construyendo su templo tal como es su voluntad?



Conclusiones:

La historia de nuestros ancestros y el destino de los profetas confirman: el juicio del pecado es real, pero la Palabra de Dios permanece. La pregunta urgente es si hoy estamos edificando Su templo. Dios nos llama a examinarnos y volvernos a Él con obediencia activa, para que Él se vuelva a nosotros.

VERSION LARGA

El eco de los pies en el camino de regreso nunca suena a victoria completa. Después de setenta años durmiendo en el polvo de Babilonia, la nación, exhausta y frágil, había vuelto a la tierra prometida, pero se encontró con el esqueleto de un templo y el fantasma de una gloria ausente. No era el resplandor de la fundación, sino la ardua tarea de la reconstrucción. En esta atmósfera de apatía tibia, de voluntad fatigada y de un corazón más preocupado por los techos personales que por la casa del Señor, emerge la voz del joven profeta Zacarías, un hombre cuyo nombre significa 'El Señor recuerda'. Él se levanta en el mismo tiempo que Hageo, pero su tarea no es solo acelerar los martillos y las piedras, sino reparar la memoria y el juicio del pueblo. Sus primeras palabras no son visiones futuras ni promesas fáciles, sino una dolorosa indagación en el espejo retrovisor de la existencia, un examen sombrío y necesario de la historia. Miremos hoy la lección perenne que se destila de las tres preguntas que el profeta articula en los versículos iniciales de su profecía, un tríptico de interpelación que nos confronta con la herencia, la permanencia, y el imperativo de la conversión.

La primera pregunta, que cae sobre el espíritu como una losa fría, es: Vuestros padres, ¿dónde están? (). La respuesta, brutal en su obviedad, es: están muertos. Pero la fuerza de la pregunta no reside en la biología del deceso, sino en la geografía de su sepultura. No murieron en la paz de Jerusalén, bajo la sombra protectora del santuario, sino exiliados, lejos de su heredad, en tierra extraña, consumidos por el juicio que ellos mismos provocaron. Zacarías no les pregunta por la fecha, sino por la razón de su destino final. Esta pregunta es un bisturí histórico. Les está diciendo a los exiliados que acaban de regresar: la catástrofe que marcó el fin de una era, el estruendo de los muros derribados y el hedor del exilio, fue un juicio consumado por la desobediencia sistemática de una generación. Sus padres, a pesar de las advertencias proféticas que resonaron como tambores en el desierto, despreciaron el pacto, se inclinaron ante ídolos foráneos, y convirtieron la tierra prometida en un campo de impiedad. Por ello, su muerte, lejos de ser un tranquilo final, fue el epílogo de un fracaso nacional. El profeta les exige que su pasado no sea una simple galería de ancestros, sino un monumento de advertencia tallado en piedra. En otras palabras, la historia es el gran maestro de la teología, y el destino de nuestros antepasados debe ser nuestra lección más severa sobre la consecuencia ineludible del pecado. El polvo bajo sus pies no es solo tierra de construcción, es la ceniza de una desobediencia que no debe repetirse. Los hijos de los exiliados, ahora reconstruyendo, estaban reacios a obedecer en la reconstrucción del templo, priorizando la comodidad. El profeta les recuerda que la misma renuencia, la misma tibieza, la misma desobediencia, fue lo que selló la suerte de los que yacen en tumbas extranjeras. Nuestra propia historia, la de nuestras familias y la de la comunidad de fe, debe ser examinada no con nostalgia, sino con la humildad del aprendiz ante el juicio de Dios. El pecado tiene una cosecha, y siembra muerte, exilio y separación, un destino que Zacarías nos exige evitar al mirar la lápida de los que no quisieron escuchar.

La segunda pregunta, que surge inmediatamente de la primera, es: Los profetas, ¿han de vivir para siempre? (). Si la primera pregunta aborda la mortalidad del desobediente (los padres), esta segunda aborda la mortalidad del mensajero. La respuesta es igualmente obvia: los profetas han muerto. Elías, Jeremías, Isaías, todos yacen en la quietud de la tierra. La voz que tronó en el tiempo ahora es solo silencio. Pero en esta aparente debilidad, en la fugacidad de la carne del mensajero, reside la fuerza inconmovible del mensaje. La Palabra de Dios, pronunciada por boca de hombres finitos y frágiles, permanece vigente con una eternidad que desafía el tiempo. Las promesas y las amenazas de Dios no dependen de la longevidad o el carisma del predicador; dependen de la naturaleza inmutable del Orador. Es la Palabra, el Dabar de Dios, la que no puede ser confinada por la muerte. El predicador muere, el profeta se convierte en polvo, pero la profecía, como un meridiano trazado con fuego, sigue marcando la verdad y el juicio. Esta pregunta nos invita a reflexionar profundamente sobre la permanencia del Verbo. Nos recuerda que la fe no se ancla en la personalidad cautivadora de quien predica, sino en la autoridad ontológica de lo predicado. Aunque la voz se apague, la Escritura se levanta sobre las ruinas.

Pero hay una segunda idea, más inquietante y profunda, incrustada en esta pregunta. Si los profetas no viven para siempre, implica que el fluir de la palabra profética no está garantizado. Habrá tiempos de silencio donde, como juicio de Dios, la voz del predicador se retire, y el Espíritu ya no envíe más instrucción ni advertencia. La mayor catástrofe que puede caer sobre un pueblo no es la hambruna de pan, sino la sequía de la Palabra. El profeta Amos ya lo había advertido. Esta pregunta nos obliga a valorar la palabra viva y activa que poseemos hoy, antes de que, por nuestra renuencia a la obediencia, Dios retire la lámpara de nuestro candelero y nos deje en la oscuridad del juicio. Los exiliados tenían la Palabra de Elías y Jeremías como su prueba; nosotros tenemos la plenitud de las Escrituras y el evangelio de Cristo. El peso de esta pregunta es claro: la Palabra es permanente, pero el acceso a ella no está garantizado a perpetuidad. Debemos rendirnos a Su autoridad hoy, mientras el mensajero aún habla.

Finalmente, el profeta Zacarías cierra este ciclo de interrogación histórica y teológica con la pregunta definitiva, la que exige una acción inmediata y personal: ¿No alcanzaron a vuestros padres mis palabras y mis ordenanzas que yo encargué a mis siervos los profetas? (). Esta pregunta es la acusación irrefutable que conecta el juicio pasado con la obstinación presente. Les pregunta: la Palabra de mis profetas, la misma que advertía sobre el exilio, ¿no los alcanzó y los alcanzó con la fuerza de un juicio justo y merecido? Sí, les alcanzó. El profeta testifica que, incluso en el destierro, el juicio fue tan abrumador que muchos de los antepasados se volvieron a Dios con arrepentimiento, reconociendo: “Conforme a nuestros caminos y conforme a nuestras obras, así hizo Jehová con nosotros.” La misma palabra que fue una amenaza se convirtió en una luz en la oscuridad del castigo.

Con esta confesión ancestral como telón de fondo, Zacarías pronuncia la joya teológica y el mandato de la restauración: “Volveos a mí, dice Jehová de los ejércitos, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos.” Esta es la cumbre de su exhortación, la promesa condicional que actúa como la bisagra de la historia. Es la voz del Dios de la Alianza, el Señor de los Ejércitos, Aquel que gobierna el universo y las estrellas, Quien reduce Su inmensidad a la dinámica de una relación personal. El llamado es a la conversión, al shuv, al giro radical. Dios está acosando a este pueblo tibio y reacio que ha vuelto a la geografía, pero no al corazón. Han regresado a Jerusalén, pero aún viven con la mentalidad de Babilonia. La desobediencia se manifiesta en la dilación de la reconstrucción del templo, en la postergación de la comunión con Dios. Zacarías les dice: si vuestros padres, en medio del juicio más espantoso, pudieron volverse a Dios, ¿cuánto más vosotros, que habéis sido liberados y traídos de vuelta por Su gracia, no deberéis ahora volver a Él con la urgencia del arrepentimiento?

Este llamado es una invitación a la reciprocidad divina. Dios no exige nada que no esté dispuesto a ofrecer: si el hombre da el primer paso de arrepentimiento, Dios da el paso definitivo de la redención. La construcción del templo, que era el problema físico del momento, era solo el síntoma de una desobediencia espiritual. Hoy, Dios nos hace las mismas preguntas. La primera: ¿Dónde están nuestros padres? Nos exige confrontar nuestra historia personal, la herencia de las fallas, la repetición de los errores de quienes no quisieron escuchar, para que el ciclo del juicio y el exilio espiritual se detenga en nosotros. La segunda: ¿Han de vivir los profetas para siempre? Nos pide que valoremos la Palabra que se nos ha entregado, que no la demos por sentada, sabiendo que habrá una hambruna en el desierto. Y la tercera, la más personal: ¿No nos alcanzarán a nosotros las consecuencias? Nos exige el giro, el shuv inmediato, la obediencia activa de corazón, manifestada en la construcción de Su templo en nuestra propia vida y nuestra propia comunidad. La historia de nuestros ancestros y el destino de los profetas confirman la inquebrantable fiabilidad de la Palabra de Dios. El juicio del pecado es real, pero la promesa de Su retorno es más cierta aún. La pregunta urgente es si hoy estamos edificando Su templo, o si estamos priorizando el techo de nuestra propia casa. Dios nos llama a examinarnos y volvernos a Él con obediencia activa, para que Él, el Señor de los Ejércitos, se vuelva a nosotros con toda Su gloria restauradora. Que el eco de estas tres preguntas nos mueva del silencio de la apatía a la acción ferviente del Espíritu.

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