Tema: 1 Reyes. Titulo: La respuesta de Roboam. Texto: 1 Reyes 12: 16 - 24. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. FUE IMPRUDENTE (ver. 18).
II. HUYÓ APRESURADAMENTE (ver. 18).
III. OYÓ LA VOZ DE DIOS (ver. 22 - 24).
El aire de Siquem, cargado aún con el eco de las voces airadas, de las súplicas desatendidas, se había vuelto denso, casi irrespirable. La petición, tan simple en su formulación, tan profunda en su significado, había sido rechazada. El rey Roboam, hijo de Salomón, heredero de una gloria que no había forjado, había optado por la dureza, por la palabra áspera, por el yugo pesado. Y así, lo que era apenas lógico, lo que se sentía inevitable como el curso de un río desbordado, se había manifestado: las diez tribus del norte se rebelaron. Un grito de "¡A tus tiendas, Israel!" había rasgado el velo de la unidad, y el reino, antes unificado bajo la sabiduría de su padre, se fracturaba ahora, se partía en dos como una vasija de barro que cae al suelo. La promesa de una nación se desvanecía en el viento. Hoy, sin embargo, no nos detendremos en el porqué de esa fractura inicial, en la ceguera de un rey ante el clamor de su pueblo. Hoy, nuestros ojos se posarán en la respuesta de Roboam a esa rebelión, a la audacia de Jeroboam y de todo Israel. Una respuesta que revela no solo la naturaleza de un hombre, sino también las profundas lecciones que la vida, y la fe, nos ofrecen en los momentos de crisis.
Él.
Su primer impulso, como el de un animal acorralado que solo conoce la fuerza, fue tratar de imponerse por la fuerza. La lógica del poder, esa vieja y engañosa consejera, le susurró al oído que la única manera de restaurar el orden era a través de la mano dura, de la autoridad impuesta, del castigo ejemplar. Y entonces, en un acto de una imprudencia que rozaba lo absurdo, envió a Adoram. Adoram, el encargado de los impuestos. El hombre que representaba precisamente la carga, la opresión, la causa de la queja. Lo envió al pueblo, a esas tribus que acababan de gritar su independencia, a cobrar los mismos impuestos que habían pedido aligerar. Era como arrojar gasolina sobre un fuego ya descontrolado, como golpear un nido de avispas con la mano desnuda. El pueblo, en su furia acumulada, en la desesperación de verse ignorado y desafiado, respondió con la violencia que la opresión engendra. Asesinaron a Adoram, lo apedrearon hasta la muerte. Cada piedra lanzada era un grito de dolor, una declaración de rechazo, un sello a la división del reino.
Roboam, en este acto, sigue mostrando una torpeza asombrosa, una ceguera que duele al contemplar. El hecho es que lo que debería haber estado haciendo, lo que la sabiduría dictaba, era ganarse al pueblo, buscar el diálogo, la concertación, la reconciliación. Era el momento de la diplomacia, de la humildad, de la escucha. Sin embargo, elige la confrontación, la imposición, la agresión. Su actitud es un espejo cruel de cómo a menudo nos enfrentamos a las dificultades en nuestras propias vidas, en nuestras relaciones, en nuestras comunidades. Cuando tenemos dificultades con alguien, cuando la tensión es palpable, cuando las diferencias amenazan con romper lazos, nuestra primera reacción puede ser atizar el fuego con acciones que invitan a la agresión, a la escalada del conflicto, y no a la concertación, a la búsqueda de un terreno común. Roboam no sigue los consejos de su padre Salomón, ese rey sabio que había dejado un legado de proverbios que hablaban de la prudencia, de la palabra suave que aplaca la ira (Proverbios 15:1), de la respuesta apacible que desvía el enojo (Proverbios 15:18), del amor que cubre todas las faltas (Proverbios 10:12), de la paciencia que ablanda la cólera (Proverbios 25:15), del orgulloso que solo provoca contiendas (Proverbios 28:25), y del iracundo que multiplica las transgresiones (Proverbios 29:22). Su imprudencia fue el catalizador de una tragedia que marcaría la historia de Israel por siglos. Y nos deja una pregunta punzante: ¿Cuántas veces, en nuestra propia ceguera, elegimos la confrontación cuando la sabiduría nos llama al diálogo, a la humildad, a la paz?
Cuando Roboam supo de semejante acto, de la muerte violenta de su enviado, de la audacia del pueblo en su rebelión, entonces el huyó. Huyó apresuradamente del lugar, hacia Jerusalén, buscando la seguridad de su fortaleza, de su capital. Huyó para salvar su vida, porque seguramente el próximo en caer, el siguiente en la lista de la furia popular, era él. Es una huida que nace del miedo, de la supervivencia, no de una estrategia noble o de una reflexión profunda.
Y sin embargo, aunque el hecho sucede por la muerte de Adoram y no por otra causa más noble, en esta acción de Roboam, en esta huida instintiva, tenemos un buen ejemplo, una lección que a menudo subestimamos. Y es que por ahí dicen, con la sabiduría popular que a veces encierra grandes verdades, que la mejor manera de ganar una pelea es evitándola. Definitivamente, aunque hay discusiones que debemos dar, batallas que debemos librar, llevándolas adelante de la manera como Dios quiere, con sabiduría, con amor, con discernimiento, hay peleas que no valen la pena. Hay conflictos que solo nos desgastan, que nos consumen, que nos desvían de nuestro propósito. Y de esas, de esas debemos huir. Es una huida estratégica, no una cobardía, sino una sabiduría que discierne cuándo la confrontación es estéril, cuándo solo traerá más destrucción.
Pensemos en los consejos de Salomón, esos ecos de sabiduría que Roboam ignoró en su imprudencia inicial, pero que resuenan con fuerza en este contexto. Proverbios 17:14 nos advierte que "el comienzo de la contienda es como soltar las aguas; deja, pues, la contienda antes que se enrede." Es una invitación a la prevención, a la retirada temprana. Proverbios 19:11 nos dice que "la discreción del hombre detiene su furor, y su gloria es pasar por alto la ofensa." Es la sabiduría de la paciencia, del perdón, de la capacidad de no reaccionar impulsivamente. Proverbios 20:3 afirma: "Honra es del hombre dejar la contienda; mas todo insensato se enreda en ella." Es la distinción entre la nobleza del espíritu y la necedad de la obstinación. Y Proverbios 25:8 nos aconseja: "No salgas apresuradamente a pleitear, no sea que no sepas qué hacer al final, después que tu prójimo te haya avergonzado." Es la prudencia que evalúa las consecuencias antes de lanzarse a la batalla.
La huida de Roboam, aunque motivada por el miedo, nos recuerda que no toda confrontación es necesaria, ni toda victoria se gana en el campo de batalla. A veces, la mayor fortaleza reside en la capacidad de retirarse, de desescalar, de permitir que la ira se enfríe, de buscar un camino diferente. Para el cristiano, esto significa discernir cuándo una discusión se convierte en una pelea destructiva, cuándo el orgullo nos empuja a mantener una postura que solo causa más daño. Significa elegir la paz sobre la razón, el amor sobre la victoria, la reconciliación sobre la venganza. No es cobardía, es sabiduría. Es la humildad de reconocer que no todas las batallas son nuestras, y que algunas, las más importantes, se ganan en la quietud de la oración y en la obediencia a una voz superior.
Una vez en Jerusalén, a salvo de la furia del pueblo, la lógica del poder volvió a apoderarse de Roboam. En lugar de buscar la paz, la reconciliación, de reflexionar sobre sus errores y de tender puentes, su primer instinto fue armarse para la guerra. Reuniendo a los hombres de Judá y Benjamín, ciento ochenta mil guerreros escogidos, se preparó para marchar contra las tribus rebeldes, para recuperar por la fuerza lo que había perdido por su necedad. La espada, la venganza, la imposición, eran las únicas soluciones que su mente limitada podía concebir. Y esta guerra, una guerra civil fratricida que habría desangrado a la nación, se hubiera dado de no ser porque Dios, en su infinita misericordia y soberanía, intervino. Envió al profeta Semaías.
Semaías, con la autoridad de la voz divina, se dirigió a Roboam y a todo Israel. Sus palabras eran claras, inequívocas, un mandato directo del cielo: "Así ha dicho Jehová: No subáis, ni peleéis contra vuestros hermanos los hijos de Israel; volveos cada uno a su casa, porque esto lo he hecho yo." La soberanía de Dios se manifestaba en medio del caos humano. Él había permitido la división del reino, no por el pecado de Roboam solamente, sino como parte de un plan mayor, de un juicio sobre la casa de David por la apostasía de Salomón. Y ante esa palabra, ante esa voz inconfundible, Roboam y los hijos de Israel, a pesar de su preparación para la batalla, a pesar de la ira que ardía en sus corazones, obedecieron la palabra de Jehová y se volvieron, cada uno a su casa.
Si las dos anteriores situaciones de Roboam no son de encomiar, si su imprudencia y su huida por miedo nos muestran las debilidades humanas, esta última, este acto de obediencia, nos muestra lo que debemos hacer si deseamos evitar una confrontación, si anhelamos la paz en medio de la tormenta. Debemos oír a Dios para obedecerlo. Así como lo estamos haciendo el día de hoy, en la quietud de nuestra reflexión, en la apertura de nuestro corazón. Dios nos está hablando ahora, a través de su Palabra, a través de su Espíritu, a través de las circunstancias de nuestra vida. Y es tiempo de poner en práctica lo que escuchamos.
La obediencia a la voz de Dios es la clave para desarmar los conflictos, para sanar las heridas, para restaurar lo que parece irremediablemente roto. Pensemos en las palabras de Jesús en Mateo 5:21-26, donde eleva la ley más allá de la acción externa, hasta la intención del corazón. Nos advierte sobre la ira, sobre el insulto, sobre el resentimiento. Nos dice que si traemos nuestra ofrenda al altar y allí nos acordamos de que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debemos dejar nuestra ofrenda y reconciliarnos primero. Es una prioridad que invierte la lógica humana. La paz, la reconciliación, la obediencia a Dios, son más importantes que cualquier ritual religioso, que cualquier acto de culto. La voz de Dios nos llama a la humildad, al perdón, a la búsqueda activa de la paz, incluso cuando somos los ofendidos. Nos llama a desarmar nuestros corazones antes de desenvainar la espada.
La historia de Roboam, con sus errores y su tardía obediencia, nos enseña sobre la imprudencia al usar la fuerza, sobre la sabiduría de huir de peleas innecesarias y, crucialmente, sobre la importancia suprema de escuchar la voz de Dios. Su obediencia final, un acto de fe en medio de la ira y el deseo de venganza, evitó una guerra civil, un derramamiento de sangre que habría tenido consecuencias aún más devastadoras. Para evitar confrontaciones en nuestras propias vidas, en nuestras familias, en nuestras iglesias, debemos buscar la guía divina, no la nuestra propia. Debemos actuar con prudencia, con sabiduría, con amor, no con agresividad, no con la imposición de nuestra voluntad. La paz no se logra con la fuerza, sino con la obediencia a Aquel que es el Príncipe de Paz. Y en esa obediencia, encontramos no solo la solución a nuestros conflictos, sino también la verdadera libertad y la bendición de Dios. ¿De qué maneras evitarás confrontaciones desde este momento en adelante, escuchando la voz de Dios y obedeciendo Su dirección?
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