Tema: 1 Reyes. Titulo: La dedicación del templo de salomón. Texto: 1 Reyes 8: 12 - 53. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
Introducción:
A. Lograr que el pueblo de Dios tenga una vida consistente de oración no es tarea fácil, el Pastor que logre que su congregación ore ha logrado mucho, muchísimo, por eso me gustan estos pasajes porque nos enseñan a orar y nos motivan a ello.
B. Oremos hoy junta a Salomón y aprendamos sobre lo que podemos decir a Dios al orar, entonces, podemos:
(Dos minutos de lectura)
I. ALABAR (ver. 23, 27, 60).
A. Alabar a Dios es recordar sus atributos, es rendirle un homenaje a él por lo que el es. En este texto Salomón recuerda algunos de esos atributos de Dios y en ello le rinde un homenaje. El recuerda:
1. La singularidad de Dios: Este atributo esta expresado en las palabras "no hay Dios como tú, ni arriba en los cielos ni abajo en la tierra". Si se pregunta que quiere decir eso de: "la singularidad de Dios", Salomón lo acaba de expresar en esas palabras, sencillamente quiere decir que Dios es unico en su genero, en su especie.
2. El amor de Dios: Cuando Salmón habla de la misericordia nos esta señalando hacia el amor de Dios. hacia su bondad, su capacidad de sentir compasión, en este caso hacia aquellos que le son fieles.
B. Es bueno al comenzar nuestra oración alabar a Dios, ya que, esto nos ubica en lo que vamos a hacer, nos sintoniza con el momento pero no solo ello y más importante aun nos permite meditar en el ser a quien vamos a dirigir nuestra oración.
II. RECORDAR (ver. 24 - 26, 56).
A. Salmón, también al inicio de su oración recuerda las promesas de Dios y con ello la capacidad de nuestro Señor para cumplirlas, esto es lo que quiere decir también "guardar el pacto" (ver. 23). Específicamente Salomón recuerda las promesas que Dios había hecho a David su padre sobre sus hijos en el trono de Israel, al mismo tiempo Salomón ve en el mismo el cumplimiento de dichas promesas.
B. Empezar nuestra oración recordando lo que Dios nos ha prometido y dandole gracias por las ocasiones donde hemos visto el cumplimiento de tales promesas es importante porque esto vivifica nuestra fé, como usted ya sabe una fé viva es vital en la oración eficaz.
III. PEDIR (ver. 28 - 53).
A. Podemos a su vez, sin ningún tipo de temor acercarnos a Dios para hacer nuestras peticiones, las cuales pueden ser de diversos tipos, Salomón pide por:
1. Ser oído (ver. 28 - 30). Pedimos porque Dios nos permite ser el tipo de personas que el oye, pedimos porque podamos hacer el tipo de oración que logra resultados.
2. Ser perdonados: Según Salomón, las derrotas (ver. 33, 46 - 53), la escasez (ver. 35), la enfermedad (37 - 39) tienen su causa primaria en el pecado, de tal modo que si el pueblo ora arrepentido, Salomón pide que estas cosas sean quitadas de ellos.
B. Es verdad, no siempre pero si muchas veces las derrotas, la pobreza y la enfermedad son producto del pecado, de tal forma que buscar arrepentimiento puede librarnos de ello, aunque la forma de obrar en estos casos queda en la potestad de Dios, en su voluntad para nosotros.
IV. CONSAGRARNOS (ver. 57 - 58).
A. Por ultimo, Salomón pide porque Dios haga de los israelitas un pueblo consagrado a él, pide por:
1. Un corazón inclinado hacia Dios.
2. Un andar recto en su caminos.
3. Un guardar sus mandamientos, estatutos y caminos.
B. Al acercarnos a Dios no olvidemos pedir por estas mismas cosas para nosotros y para los demás.
Conclusiones:
La oración de Salomón nos enseña a reconocer los atributos de Dios, recordar sus promesas y acercarnos a Él con peticiones sinceras. Su enfoque en la alabanza y el arrepentimiento es vital para una vida de oración efectiva. Al reflexionar sobre nuestra propia oración, es fundamental identificar en qué aspectos podemos imitar a Salomón, buscando siempre un corazón inclinado hacia Dios y un compromiso genuino con sus mandamientos. La dedicación del templo no solo fue un evento histórico, sino un llamado a la comunidad para vivir en constante conexión con su Creador.
VERSIÓN LARGA
La dedicación del templo de Salomón.
Existe un silencio más elocuente que cualquier discurso, una quietud que precede al clamor de un alma que se arrodilla. En el corazón de la experiencia humana, antes de la palabra, antes del gesto, yace un anhelo de conexión, una sed incesante por lo sagrado. Los sabios de todas las épocas, en su infinita búsqueda, han intuido esta verdad. "Dondequiera que Dios halla un corazón que ora,… este corazón hallará un Dios que escucha la oración", susurró Matthew Henry, y en esa simple frase se esconde la cartografía de un milagro. Anónimo fue quien nos recordó que, si “cuando el hombre obra, Él obra, pero cuando el hombre ora, ¡Dios obra!”, en un eco que nos invita a dejar de lado la arrogancia de nuestra autosuficiencia. La oración es la respiración de la esperanza, el puente que une nuestro desespero con la gracia infinita. Es la distancia entre un problema y su solución, una distancia tan breve como la de nuestra rodilla al suelo. Y en este reconocimiento, en esta humilde aceptación de nuestra propia finitud, encontramos el punto de partida para una de las epopeyas espirituales más grandiosas de la historia: la dedicación del templo por el rey Salomón, un acto que fue mucho más que un rito; fue una lección magistral sobre el arte de orar, un mapa para el alma que anhela el diálogo con lo eterno.
Antes de que la palabra se eleve al cielo, el alma debe primero postrarse en alabanza. Salomón, en la cima de su sabiduría y en el pináculo del esplendor de su reino, no se acerca a Dios con una lista de peticiones, sino con un corazón desbordado de asombro. Su oración no es un monólogo, sino un eco de la verdad que ha comprendido. “No hay Dios como tú”, proclama, con una certeza que resonaba en los muros de mármol y cedro. En esa frase tan concisa, Salomón nos revela la singularidad de Dios, un atributo que lo separa de todos los ídolos de la tierra, de todas las deidades forjadas por la mano del hombre. Es un Dios sin par, sin igual, un ser que no puede ser medido ni contenido por el vasto lienzo del cielo ni por la firmeza de la tierra. Este reconocimiento inicial no es una formalidad, sino una reorientación del ser. Nos permite meditar en el ser que vamos a dirigir nuestra oración, nos sintoniza con el momento y nos ubica en la humildad que precede a la verdadera conexión. Nos recuerda que no estamos hablando con un ser limitado, sino con el Creador de todo, con la fuente de todo poder, de toda belleza, de toda existencia.
Y en esa misma alabanza, Salomón no olvida el amor que subyace en el ser de Dios. Cuando habla de la misericordia, no se refiere a un mero acto de perdón, sino a la esencia misma de un Dios cuyo corazón siente compasión por el que le es fiel. Es la revelación de un amor que se derrama sobre aquellos que guardan su pacto, un amor que es la fuente de todo consuelo y la esperanza en medio del juicio. Al comenzar nuestra oración con un tributo a esta misericordia, no solo honramos a Dios, sino que también preparamos nuestro propio espíritu para recibir su gracia. Es un acto de fe, una declaración de que no estamos aquí por nuestros méritos, sino por el inmenso amor que Él siente por nosotros. La alabanza no es un añadido, sino la base misma de la verdadera oración. Es el primer aliento de un alma que reconoce su lugar en el cosmos, un ser pequeño ante la inmensidad, pero amado con una intensidad que trasciende todo entendimiento.
Después de la alabanza, la oración de Salomón se convierte en un acto de memoria. No solo recuerda a su Dios, sino que le recuerda a Dios sus propias promesas. “Tú has cumplido la promesa que hiciste a tu siervo David, mi padre”, proclama con una voz que es a la vez un eco del pasado y una anticipación del futuro. En ese momento, en la majestuosa quietud del templo, Salomón no solo ve el presente, sino que también ve el cumplimiento de una promesa que se remonta a generaciones. El pacto, ese acuerdo sagrado entre Dios y su pueblo, no era solo una ley, sino un hilo dorado que unía el pasado con el presente. Recordar estas promesas, y más aún, dar gracias por su cumplimiento, es un acto de fe que nos enraíza en la fidelidad de Dios.
En nuestras propias vidas, a menudo, estamos tan abrumados por el presente que olvidamos el pasado. Olvidamos las veces que Dios nos sacó del pozo, las ocasiones en que nos sostuvo cuando la tierra se movía bajo nuestros pies. Olvidamos las oraciones respondidas, los milagros silenciosos que han tejido el tapiz de nuestra existencia. Pero recordar no es solo un ejercicio mental, sino un acto espiritual que vivifica nuestra fe. La fe, esa certeza de lo que se espera, esa convicción de lo que no se ve, es la moneda de la oración. Y nada la fortalece más que la memoria. Cuando recordamos que Dios es el mismo ayer, hoy y siempre, que sus promesas son tan firmes como la roca, nuestra oración deja de ser un grito desesperado y se convierte en una conversación llena de confianza. Es el momento en que el alma se da cuenta de que la oración no es un intento de cambiar la mente de Dios, sino una oportunidad para alinear nuestro corazón con su voluntad.
Una vez que el alma ha alabado y ha recordado, entonces, y solo entonces, está lista para pedir. Con la certeza de que Dios es quien es, y con la confianza en que Él cumple sus promesas, podemos acercarnos con nuestras peticiones sin temor. La oración de Salomón se convierte en un río de súplicas que brotan de un corazón sincero. Sus peticiones no son egoístas, sino que abarcan las necesidades de su pueblo en todas las facetas de su vida. Pide por el perdón, reconociendo que la derrota, la escasez y la enfermedad a menudo tienen su raíz en el pecado. Es una petición que va más allá de la superficie, un reconocimiento de que el mal que nos aqueja no es solo una circunstancia, sino una consecuencia de nuestra propia rebelión.
En la humildad de su súplica, Salomón nos enseña que la oración es el camino hacia la sanación. Nos invita a buscar el arrepentimiento, a confesar nuestras faltas, a reconocer que no siempre sabemos pedir lo que conviene. Y nos muestra que la solución a nuestros problemas no siempre está en un cambio de circunstancia, sino en un cambio de corazón. Si bien es cierto que la forma de obrar de Dios queda en Su potestad, el camino hacia la liberación a menudo comienza con un corazón humillado y arrepentido. La enfermedad puede ser sanada, la pobreza puede ser revertida, y la derrota puede ser transformada en victoria, pero la puerta a esa transformación es el arrepentimiento. El altar de la oración es el lugar donde depositamos no solo nuestras peticiones, sino también nuestros pecados, sabiendo que en el corazón de un Dios de misericordia no hay condena para quienes buscan su perdón.
Finalmente, la oración de Salomón culmina en un acto de consagración. Él no solo pide por el bienestar de su pueblo, sino que pide por la santidad de sus corazones. Pide porque Dios les dé un corazón que se incline hacia Él, un corazón que anhele andar en sus caminos, un corazón que guarde sus mandamientos, sus estatutos y sus decretos. Es una súplica que va más allá de las circunstancias, una petición por una transformación del ser. La consagración no es solo un acto externo de dedicación, sino una disposición interna del alma, un deseo de vivir una vida que sea un reflejo de la gloria de Dios. Es el reconocimiento de que la verdadera bendición no está en lo que recibimos, sino en lo que nos convertimos.
Y en este punto, la oración de Salomón se convierte en un espejo para el alma. Nos pregunta qué estamos pidiendo en nuestras oraciones. ¿Estamos pidiendo solo por nuestras necesidades, o también por una vida que le honre? ¿Estamos pidiendo solo por un milagro, o también por un corazón que esté dispuesto a vivir en obediencia? La dedicación del templo no fue el final del camino, sino el comienzo. Fue un llamado a vivir en una conexión constante con el Creador, a hacer de nuestras vidas un templo vivo, un lugar donde su gloria pueda habitar. La oración, entonces, no es solo un momento del día, sino la respiración constante de un alma que ha sido consagrada a Dios. Es el hilo que une el cielo con la tierra, la súplica de un corazón que anhela la santidad, el eco de una vida que ha encontrado su propósito en el amor y la obediencia. Así, la oración de Salomón, tan antigua y tan poderosa, nos enseña que el camino hacia la victoria, el camino hacia una vida de propósito y bendición, no comienza con el pedir, sino con el alabar, el recordar, y el consagrarnos a un Dios que es, en su inmensa y singular gloria, digno de toda nuestra fe, de todo nuestro amor, y de toda nuestra adoración.
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