BOSQUEJO
Tema: 1 Reyes. Titulo: Los materiales del templo de Salomón. Texto: 1 Reyes 5: 1 - 18. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
Tema: 1 Reyes. Titulo: Los materiales del templo de Salomón. Texto: 1 Reyes 5: 1 - 18. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. PERSONAS (ver 6).
II. DETERMINACIÓN (ver. 5).
III. DINERO (ver. 10 - 11).
Imagina las colinas bañadas por el sol, el sonido de la cantera, los cedros libaneses, antiguos y orgullosos, cayendo bajo las hachas. Pero antes de que la primera piedra fuera labrada, antes de que la fragante madera comenzara su largo viaje, ¿qué se agitaba verdaderamente en el polvo y el calor? Personas. No solo unos pocos, no meramente los pocos devotos, sino multitudes. La escritura susurra sobre ellos: treinta mil reclutados, trabajando en turnos bajo el sol abrasador, un mes en el bosque, dos meses regresando a sus vidas, sus familias, sus sueños. Luego, el inmenso peso de setenta mil cargadores, sus espaldas encorvadas bajo la carga del sueño de Dios, y ochenta mil canteros, sus cinceles cantando contra la roca, dando forma a la tierra cruda en geometría sagrada. Y sobre todos ellos, tres mil trescientos capataces, sus voces un coro constante y guía, tejiendo los hilos dispares del trabajo en un tapiz único y con propósito.
Parece casi demasiado obvio decirlo, ¿verdad? Que para cualquier gran obra, para esta obra tan sagrada, se necesitan manos. Sin embargo, incluso en nuestro murmullo moderno de fe, donde los campos están maduros para la cosecha, los segadores siguen siendo pocos. Es el lamento antiguo, resonando desde los labios de Cristo mismo: "La mies es mucha, pero los obreros pocos". A menudo, nos quedamos en la periferia, admirando la grandeza de la visión, quizás incluso orando por su cumplimiento, pero rara vez pisamos el polvo, ofreciendo nuestros propios tendones, nuestro propio sudor, nuestro propio tiempo precioso. Olvidamos que la Iglesia, este organismo vivo y que respira de fe, no es un espectáculo para ser observado, sino una construcción en la que se debe trabajar. Cada uno de nosotros, una piedra potencial, una madera potencial, un portador potencial del peso sagrado. La fuerza del Templo de Salomón no residió solo en su oro y su gloria, sino en las innumerables manos, vistas e invisibles, que lo hicieron realidad. ¿De qué carga rehuimos llevar por el edificio de la gracia, por la propagación de la luz en un mundo tan hambriento de ella?
Y luego, la tranquila resolución del rey. Salomón, no un hombre de bravuconería en el campo de batalla, sino de sabiduría, de una certeza interior profunda e inquebrantable. La palabra, un martillo golpeando la piedra, resuena a través del texto sagrado: "He determinado edificar una casa al nombre de Jehová mi Dios." No "Espero", ni "Podría considerar", sino un decreto, forjado en el crisol de su corazón. Esto no fue un capricho fugaz, un pasajero antojo de ambición real. Esto fue una determinación, una decisión tan inquebrantable que moldearía montañas, transportaría bosques y movilizaría naciones. El diccionario, ese árbitro seco y preciso del significado, lo llama "tomar la decisión de hacer lo que se expresa". Pero en la voz de Salomón, era más que una mera definición; era una fuerza viva, el motor mismo de su gran designio.
¿Podemos nosotros, que buscamos trabajar en la misma viña divina, comprender verdaderamente la gravedad de tal palabra? Construir la obra de Dios, reparar lo roto, predicar la esperanza, consolar a los afligidos, requiere más que buenas intenciones, más que un celo fugaz. Demanda una determinación tan feroz como un viento del desierto, una decisión tan inflexible como los antiguos cedros mismos. Es el "sí" inquebrantable susurrado en la noche oscura de la duda, la resolución de hierro que enfrenta los obstáculos no como muros, sino como invitaciones a la innovación. Es el espíritu que dice: "He puesto mi mano en el arado y no miraré atrás". ¿Estamos nosotros, hombres y mujeres de fe, cultivando tal resolución dentro de nuestras propias almas? ¿O vacilamos, arrastrados por cada brisa pasajera de conveniencia, nuestra determinación tan frágil como la tela de araña en una tormenta? El Templo, en toda su resplandeciente gloria, comenzó con una sola palabra inquebrantable: determinado.
Pero incluso con manos dispuestas y una voluntad inquebrantable, había otra corriente, innegable, que fluía a través de la empresa: el dinero. No una suma insignificante, sino los vastos y brillantes ríos de él. Hiram, el rey de Tiro, un rey pagano, pero un amigo, un socio en esta santa empresa. Dio, no de mala gana, sino con una generosidad que avergüenza al corazón indeciso. "Toda la madera de cedro y ciprés que deseaba", registra la escritura. No una porción medida, no una limosna a regañadientes, sino una abundancia fluida. ¿Y qué ofreció Salomón a cambio? Veinte mil coros de trigo, suficientes para alimentar ejércitos durante años, y veinte mil coros de aceite puro, un océano brillante de oro líquido. Estas no fueron meras transacciones; fueron un testimonio del costo colosal, la inmensa inversión, que una visión de la gloria de Dios exigía.
No rehuyamos esta verdad, por incómoda que a veces pueda parecer en nuestro discurso espiritual. La obra de Dios, en este mundo tangible y temporal, requiere recursos. Requiere dinero. No para la auto-engrandecimiento, no para la vana ostentación, sino para la infraestructura misma de la misión: para las manos que trabajan, para las herramientas que empuñan, para que el mensaje sea llevado, para que los hambrientos sean alimentados, para que los quebrantados sean sanados. Requiere generosidad, un espíritu de desapego de la acumulación, una voluntad de derramar, de compartir, de entregar lo que valoramos, para que el propósito mayor pueda florecer. ¿Dónde están los Hirames de nuestros días, aquellos cuyos corazones están tan conmovidos por la visión sagrada que dan no lo que se les pide, sino "todo lo que se desea"? ¿Están nuestras manos abiertas o apretadas alrededor de nuestras propias comodidades, nuestras propias seguridades? El Templo, este símbolo monumental de la presencia de Dios, no se construyó solo con susurros y buenas intenciones, sino con el sacrificio tangible de la riqueza, dada libre y abundantemente.
Así, mientras los ecos de los martillos se desvanecen y el aroma a cedro perdura en la mente, nos quedamos con las profundas y prácticas lecciones de la gran empresa de Salomón. La obra de Dios, en todas sus innumerables formas, es un llamado a la acción. Demanda personas, sus manos, su tiempo, su fuerza, no como siervos a regañadientes, sino como participantes dispuestos en un designio divino. Demanda determinación, una voluntad forjada en los fuegos de la convicción, inquebrantable y enfocada, capaz de ver lo invisible y construir lo no construido. Y demanda recursos, el generoso derramamiento de nuestra abundancia, nuestro dinero, nuestros talentos, nuestras vidas mismas, no como un impuesto, sino como una ofrenda de amor.
Mira el espejo de tu alma. ¿Cómo estás prestando tus manos, tu corazón, tu tesoro a la historia que se desvela de la gracia de Dios en el mundo? ¿Qué parte de este magnífico templo, aún en construcción, está esperando tu toque?
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