Tema: El temor a la muerte. Titulo: Explicacion romanos 14: 10 - 11 Texto: 2 Corintios 10:5: Romanos 14:10. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. ¿QUIÉN PARTICIPARÁ?
II. ¿CUÁL SERA EL PROPÓSITO?
III. ¿CÓMO NOS PREPARAMOS?
Hay un horizonte final en la travesía de cada vida, un
punto de convergencia donde el río del tiempo se encuentra con el océano de la
eternidad. Es la verdad más antigua, aquella que susurra el polvo bajo nuestros
pies y la hoja que se desprende del árbol en otoño: la certeza de la caducidad
terrenal. Pero para el que ha anclado su barca en la promesa, la conclusión de
la vida en este cuerpo no es el silencio temido, sino el umbral hacia la
revelación, el encuentro definitivo con la Verdad que siempre nos ha sostenido.
Este viaje nos lleva, inexorablemente, a un escenario que la Escritura nos
obliga a contemplar con solemnidad y esperanza: el Tribunal de Cristo, el Bema
divino, no un sitio de condenación para los redimidos, sino el lugar de la
cuenta final, la auditoría del alma. Es una imagen poderosa, un llamado a la
introspección que trasciende el murmullo de lo cotidiano. Ante esta certeza, la
pregunta no es si iremos, sino cómo nos presentaremos. Por ello, es imperativo
que entendamos la naturaleza de este tribunal, su propósito y, sobre todo, la
preparación que se exige hoy para aquella mañana.
La palabra sagrada resuena con una voz que no admite
excepciones: "Todos" compareceremos. No hay jerarquía que nos libre
de este llamado, ni condición terrenal que nos exima de la citación. A menudo,
en la vorágine de la fe organizada, se comete el error de imaginar este juicio
como exclusivo para aquellos que han sostenido el cetro del púlpito, para los
heraldos y los pastores, para aquellos cuyos nombres han resonado en las plazas
de la evangelización. Se piensa que la responsabilidad de la cuenta es un fardo
reservado solo para los grandes obreros, para los arquitectos de
iglesias o los líderes visibles. ¡Qué ingenuidad! La Escritura disipa esta
cómoda ilusión. El tribunal se extiende, como la vasta luz de la gracia, sobre todo
creyente, sea su labor visible como una ciudad en la colina o humilde como el
pan compartido en secreto. El ama de casa que ha orado en silencio por sus
hijos, el obrero que ha rehusado la corrupción en su puesto, el anciano que ha
ofrecido un rostro sereno en el dolor: todos, sin distinción, están programados
para aparecer y rendir cuentas de las obras hechas en este cuerpo. Es una
rendición individual, un uno por uno que nos desnuda de toda máscara colectiva
(Romanos 14:12).
Esta cita con la eternidad es, además, inevitable, una
necesidad tallada en la estructura del pacto. El cristiano, en su discurrir
diario, puede caer en la somnolencia, viviendo su vida como si la existencia
fuese una línea sin retorno o rendición. Pero la verdad es que cada hijo de
Dios está intrínsecamente ligado a la comparecencia final. Es la culminación
lógica del amor que se nos ha entregado. Hemos sido comprados por un precio, y
la vida que ahora vivimos ya no nos pertenece, sino que es un mayordomazgo, un
préstamo precioso. ¿Cómo podríamos imaginar, entonces, que el Amo no vendría a
examinar la cosecha? La inminencia de este tribunal es el motor silencioso de
la santificación; es la conciencia de que cada palabra, cada suspiro de bondad,
cada omisión, está siendo registrado con una perfección innegable.
Porque en la sala de esta corte celestial, no habrá lugar
para la defensa orquestada. No será un debate legal donde el ingenio humano
pueda maquillar la verdad. Cada acción será expuesta, y cada omisión,
recordada. Aquí entendemos la solemnidad de que Dios, en Su cielo, guarda
registros perfectos. No un registro de pecados, pues esos han sido lavados en
el mar del olvido gracias al Calvario, sino un registro de la calidad de
nuestras obras, la sustancia de la obediencia, el oro puro que resultó de la
fe. No se nos juzga por el acceso a la vida eterna, que es un don inmerecido,
sino por la fidelidad con que administramos esa vida. La certeza de que todo
será contado, delante de todos los santos de Dios, nos infunde ese temor del
Señor que no es pánico ante el castigo, sino la reverencia profunda ante la
pureza de Su escrutinio.
Entonces, ¿cuál es el drama, el gran sifting, el propósito
de este encuentro más allá del umbral? Es la justicia distributiva del Creador
que premia la fidelidad y, con dolor, señala la vanidad de lo temporal.
Hablamos de recompensas, de coronas tejidas no con laurel perecedero, sino con
la luz imperecedera. El Nuevo Testamento nos dibuja cinco de estas coronas,
cada una un testimonio lírico de una virtud sostenida en la tierra, un eco
eterno de una batalla ganada en el tiempo fugaz.
En primer lugar, se halla La Corona Incorruptible,
destinada a aquellos que exhibieron una fidelidad indoblegable al Señor (1
Corintios 9:25). Son los atletas del alma que corrieron la carrera con
disciplina espartana, absteniéndose de lo que corrompe, sacrificando el placer
momentáneo por la gloria de la meta. Es la recompensa del que entendió que la
vida de fe es una maratón y no un sprint, y que la disciplina espiritual es el
único precio de la libertad.
Luego resplandece La Corona de la Vida (Santiago 1:12).
Esta no se entrega a los que no conocieron la lucha, sino a aquellos que,
sumergidos en el fragor de la tentación, soportaron y vencieron. Es la corona
para la persona que, en el silencio de su interior, en la cámara secreta de su
corazón, se negó al cebo del enemigo. Es el galardón de la resistencia, de la
perseverancia en la prueba, el laurel que proclama que la fidelidad es más
fuerte que el fuego de la seducción.
Con una alegría desbordante, encontramos La Corona del
Regocijo (1 Tesalonicenses 2:19). Es la corona del ganador de almas, del
sembrador que, con lágrimas y a veces con escarnio, lanzó la semilla del
evangelio. Es el reconocimiento a la pasión por el perdido, a esa labor que se
multiplica en la eternidad, donde cada alma rescatada es una joya incrustada en
la diadema del obrero. Es el eco de la alegría divina por el hijo pródigo que
retorna, una alegría que el creyente fiel comparte.
Más adelante, en el horizonte de la expectación, aguarda La
Corona de Justicia (2 Timoteo 4:8). Esta será dada a aquellos que no solo
creyeron en la promesa del regreso de Jesús, sino que anticiparon y vivieron a
la luz de Su Segunda Venida. Son los que mantuvieron la lámpara encendida, cuya
vida era una postura de perpetua vigilancia, de pureza constante, sabiendo que
el Rey está a las puertas. Su justicia no es la propia, sino la de Cristo
manifestada en una vida de santa expectación.
Finalmente, está La Corona de Gloria (1 Pedro 5:4). Este
es el reconocimiento a los ministros fieles, a los pastores que no apacentaron
al rebaño por ganancia deshonesta, sino con el corazón del Buen Pastor. Es la
corona para aquellos que se entregaron con mansedumbre y abnegación para liderar
y alimentar al rebaño de Dios, no tiranizando, sino sirviendo como ejemplos
vivos de la verdad que predicaban. Es la gloria reservada para el siervo que
fue fiel en lo ajeno.
Pero el gran sifting no solo arroja luz sobre las
recompensas; también expone la sombra de la pérdida. A pesar de que el
cristiano ya no debe temer el infierno, hay cosas muy importantes que sí
debemos temer en relación con el Tribunal. La Escritura nos habla del "temor
del Señor" (2 Corintios 5:11), un temor que nos impulsa a vivir con una
conciencia aguda de nuestra responsabilidad.
El primer temor es el de estar avergonzados por no ser
encontrados viviendo para el Señor Jesús durante Su Segunda Venida (1 Juan
2:28). ¡Qué tragedia incalculable sería, no la de perder la salvación, sino la
de encogerse de hombros y bajar la mirada ante la inmaculada presencia de Quien
lo dio todo! La vergüenza de haber desperdiciado el tiempo, de haber negociado
la fe por la comodidad, de haber vivido una vida de tibieza en lugar de un
incendio por Su nombre.
El segundo temor, más tangible para el obrero, es el de sufrir
pérdida de recompensa porque nuestras buenas obras hayan sido meramente temporales
y no eternas (1 Corintios 3:15). El apóstol nos da la imagen del juicio como un
fuego. La obra del creyente se construye con materiales: oro, plata, piedras
preciosas (obras hechas con motivos puros, alineadas con la Palabra) o madera,
heno, hojarasca (obras carnales, motivadas por el ego, la fama o el beneficio
propio). La esencia del juicio es que el fuego pasará sobre nuestra obra. El
oro no se inmuta; la hojarasca es consumida. El creyente se salva, "aunque
así como por fuego," pero todo lo que construyó con materiales vanos se
desvanece en humo. Es el dolor de ver el trabajo de toda una vida transformado
en cenizas. El Tribunal no quita el cielo, pero revela la sustancia de la vida
que vivimos en la tierra.
Ante esta visión, la única respuesta racional y
espiritual es la preparación. El Tribunal de Cristo es, ante todo, un llamado a
la reflexión profunda, a la auditoría personal que debemos realizar en el
silencio de nuestra alma. Esta preparación se enfoca en dos puntos cardinales: nuestros
motivos y nuestros métodos.
Es esencial practicar la reflexión en nuestros motivos.
¿Por qué hacemos lo que hacemos? Esta pregunta es la llave maestra para la
eternidad. Una obra, por más espectacular que parezca a los ojos humanos, si es
impulsada por el deseo de ser visto, de recibir el aplauso, de acumular poder o
de satisfacer el propio ego, es, a los ojos del Tribunal, madera destinada al
fuego. Nuestro motivo principal, la única brújula que apunta a lo eterno, debe
ser la gloria de Dios (1 Corintios 10:31). Cuando el corazón está puro, el
servicio más pequeño, el vaso de agua ofrecido en Su nombre, se convierte en
oro puro. El Tribunal examinará el porqué de la acción, más que la
acción en sí misma. Es una purificación del manantial desde donde brota nuestra
existencia.
Y, finalmente, debemos reflexionar en nuestros métodos.
¿Cómo hacemos lo que hacemos? Nuestros métodos, es decir, la manera en que
llevamos a cabo nuestra vocación y nuestro servicio, deben estar en perfecta armonía
con la Palabra de Dios. No basta con tener un buen motivo si los métodos son
carnales, manipuladores, o si violan el principio de amor y verdad. ¿Estamos
buscando la gloria de Dios a través de la mentira piadosa o del atajo mundano?
¿Estamos edificando el reino con estrategias empresariales o con la humildad y
el poder del Espíritu Santo? Nuestros métodos deben ajustarse a la Palabra de
Dios, asegurando que el cómo honre al quién. La integridad en el
proceso es tan vital como la pureza en la intención. La santidad en el camino
garantiza la eternidad del destino.
La vida del creyente es un tapiz en constante tejido, y
el Tribunal de Cristo es el telar que finalmente revelará el diseño completo.
Cada hebra de nuestra existencia será sometida a la prueba, y solo lo que fue
tejido con la intención de la gloria de Dios y con el hilo de Su verdad
permanecerá. El fin de la muerte, por lo tanto, no es el final de la cuenta,
sino el inicio de la recompensa para los fieles y, para el que descuidó la
obra, la dolorosa pérdida.
Por ello, la conclusión no es un punto final, sino un
llamado a la acción inmediata. Todo creyente comparecerá ante el Tribunal de
Cristo para rendir cuentas y recibir recompensas por las obras hechas para Su
gloria, o sufrir la pérdida de estas. La vida no es un ensayo, y el tiempo es
el capital más precioso que se nos ha confiado. La preparación exige que
vivamos cada jornada con una conciencia aguda de la eternidad que se cierne.
Implica la reflexión y la purificación de motivos y métodos para asegurar que
toda acción sea eterna y no temporal, elevando la calidad de nuestro servicio a
la categoría de oro, plata y piedras preciosas, evitando así la vergüenza en Su
venida. Que el Espíritu Santo sea hoy el Fuego que purifica, para que en aquel
día, nuestra obra, probada por la Verdad, resuene como un himno de gloria y
fidelidad. El Tribunal no es una amenaza para el amado, sino la promesa de la
recompensa para el siervo fiel. Vivamos, pues, en la luz de esa gloria que
viene.
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