Tema: La muerte. Titulo: Dios en el cielo Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. ¿COMO ES EL CIELO PRESENTE?
II. ¿QUE OCURRE EN EL CIELO PRESENTE?
La Muerte. La palabra se pronuncia con un susurro que no admite réplica, un silencio ensordecedor que se instala en el corazón de la existencia. Es el gran paréntesis de nuestra narrativa, el momento en que el tiempo, tal como lo conocemos, se resquebraja. Para el creyente, para aquellos que han anclado su alma en una realidad que trasciende el horizonte visible, esta pausa no inaugura la nada, sino una expectación. Es por eso que la pregunta sobre cómo es el cielo presente y qué ocurre allí no es una mera curiosidad teológica, sino la arquitectura de nuestra esperanza más profunda. Es la llave que descifra la firmeza, casi obstinada, con que los primeros cristianos aguardaban el final de sus días terrenos.
No es hoy el momento de describir la visión final, la consumación del Reino, ese cielo futuro que los capítulos postreros de la revelación nos pintan con fulgurante detalle: la Ciudad descendiendo, la Morada definitiva, la erradicación del luto y la lágrima. No. Nuestra mente debe centrarse, con una disciplina casi monástica, en el estado intermedio, lo que la tradición ha llamado el cielo presente. Es ese umbral sutil, el lugar del espíritu entre el último aliento y el día de la resurrección gloriosa. Es un lugar que existe con una realidad tan ineludible como la silla vacía en la mesa de un hogar.
La Escritura, en su vasta economía de revelación, nos ofrece una gradación, una taxonomía de los cielos que nos ayuda a situar esta realidad espiritual.
Existe, por supuesto, el primer cielo, el que nos da sombra y nos ofrece la belleza volátil de lo cotidiano: el cielo atmosférico. Es el espacio donde el pájaro traza su camino y la nube se deshace en lluvia (Génesis 1:20; 7:11). Es el aire que respiramos, el techo azul y cambiante de nuestra experiencia.
Más allá, con una distancia que intimida al intelecto, se encuentra el segundo cielo, el sideral. Es la vasta extensión donde los cuerpos celestes trazan órbitas perfectas, donde se asientan las estrellas frías y los planetas mudos (Génesis 1:14-17). Es el universo que nos rodea, un testigo mudo de la magnitud de lo creado, una belleza matemática que nos empequeñece.
Pero nuestra verdadera búsqueda nos lleva a una dimensión completamente diferente, un salto cualitativo que el pensamiento terrenal apenas puede sostener. Hablamos del Tercer Cielo, el cielo espiritual. Este es un universo ajeno a la gravedad, al tiempo y a la corrupción que definen a los otros dos. Es la morada inmutable, la Casa del Bienaventurado Dios y el hogar de Sus ángeles (2 Corintios 12:2-4).
El Tercer Cielo es, ante todo, una realidad indescriptible. Es el lugar que desafía la sintaxis y la imaginación. Cuando el profeta Ezequiel intentó relatar su encuentro con el Trono de Dios y sus habitantes, se vio forzado a recurrir al lenguaje de la insuficiencia, a las palabras de precaución: "su apariencia", "semejanza", el repetitivo y humilde "como" (Ezequiel 1:5, 13, 16, 26-28). Era la confesión de que lo que vio no podía ser contenido por la lengua humana. La gloria excedía la capacidad del vocabulario.
El Apóstol Pablo, el otro testigo fundamental de este lugar, lo confirma. Al ser arrebatado a ese tercer dominio, no solo fue un espectador, sino un oyente de "palabras inefables, que no le es dado al hombre expresar" (2 Corintios 12:4). Es el silencio impuesto por el exceso de luz. El lenguaje, esa herramienta tan preciada de la comunicación humana, se declara inútil ante la magnitud de la revelación. Es un secreto custodiado por la gloria misma.
Sin embargo, en esa discreción, se nos han deslizado pequeños vislumbres, fragmentos de una verdad que nos sostienen. Sabemos, por ejemplo, que allí se asienta la Jerusalén Celestial (Hebreos 12:22). No una abstracción, sino una ciudad real en su esencia espiritual, el centro administrativo y el punto de encuentro de los espíritus de los justos hechos perfectos. Y en el corazón de esta metrópolis inmaterial, se yergue el Trono. El Apocalipsis lo revela no como una pieza de mobiliario, sino como el foco de toda autoridad y esplendor, rodeado de una belleza de piedras preciosas, un mar de cristal y una adoración incesante (Apocalipsis 4). Es el epicentro de la vida, el punto inmóvil alrededor del cual gira toda la existencia.
Si el cómo es un misterio velado, el qué ocurre es una declaración de actividad incesante. El cielo presente no es un panteón silente, sino un centro de operaciones divino. Es la sede de la voluntad de Dios, el lugar desde donde Su poder y Su presencia se manifiestan constantemente en el cosmos (Isaías 66:1; Mateo 5:16, 45, 48).
Consideremos, entonces, el trabajo de la Divinidad en este Tercer Cielo:
En primer lugar, la Obra del Padre. Su función es la de la soberanía activa y la gestión amorosa de Su creación. Desde el Trono, Él es el destinatario y el remitente.
El cielo es la fuente de las contestaciones a nuestras oraciones (2 Crónicas 7:14). Nuestras palabras, a menudo torpes, viajan sin peso hasta ese lugar, y desde allí regresa la intervención precisa, el consuelo en la sequía. Es el lugar de la comunicación constante.
Simultáneamente, el Padre ve toda la actividad del hombre (Salmos 14:2). No es un observador pasivo. Su mirada penetra cada rincón de la vida humana, evaluando la justicia, la hipocresía, la verdad. No hay esquina oscura que escape a este escrutinio celestial.
Esta observación tiene una consecuencia moral. Desde el cielo se revela Su justa ira contra "toda impiedad e injusticia de los hombres" (Romanos 1:18). El cielo es el asiento de la justicia perfecta; no hay relativismo moral bajo Su autoridad. La iniquidad no queda sin respuesta.
Pero esta misma justicia es la fuente de Su generosidad. Él abre las ventanas del cielo y manda bendiciones (Malaquías 3:10). La provisión, la gracia inmerecida, el sostén diario que nos mantiene, todo fluye a través de este portal celestial.
Luego, se encuentra la Obra del Hijo, la piedra angular de nuestra esperanza. Su presencia en el cielo es la conclusión lógica de la cruz.
Él entró en ese Santísimo, no como un sacerdote terrenal, sino con Su propia sangre, la prueba irrefutable de que la redención ha sido completada y aceptada por la eternidad (Hebreos 9:11-13). Su entrada es nuestro sello, nuestra garantía inamovible.
Actualmente, Él está intercediendo por nosotros ante el Padre (Romanos 8:34; 1 Juan 2:2). Es nuestro Abogado, Su voz es nuestra defensa constante contra el Acusador. Esta intercesión es el motor que nos mantiene en la gracia, un acto de amor incesante.
Al mismo tiempo, cumple Su promesa personal: nos está preparando un lugar (Juan 14:2). Esta no es una metáfora vacía. El Cristo glorificado está involucrado en una obra constructiva, diseñando el hogar eterno, asegurando el espacio que será nuestro.
Y, fundamentalmente, Él está sentado a la diestra del Padre (Hechos 7:55-56; Hebreos 10:12-13). Esta es la postura del Rey, la declaración de Su autoridad absoluta sobre todo nombre y todo poder. El cielo presente es Su sala del trono.
Finalmente, encontramos la Obra del Espíritu Santo, con una particularidad fascinante. Él está, indudablemente, en el cielo, representado como los "Siete Espíritus de Dios" delante del Trono (Apocalipsis 1:4; 4:5). Es parte de la esencia, de la atmósfera de gloria.
Sin embargo, las descripciones bíblicas no detallan una acción Suya confinada al cielo, sino que se le muestra operando en la Tierra (Apocalipsis 5:6). Esta distinción subraya la economía de la redención: mientras Cristo ascendió a reinar e interceder en el cielo, el Espíritu fue enviado a la Tierra para ser el agente de la presencia divina aquí, el Consolador, el Guía, la fuerza de la Iglesia. Su poder emana del Trono, pero Su labor se ejecuta en el corazón humano, en el campo de batalla de la fe.
Esta meditación sobre el cielo presente, con su austeridad y su revelación, nos obliga a redefinir nuestra percepción de la muerte. No es un salto incierto hacia la negrura, sino un acto de transición a ese dominio indescriptible. Es la entrada a la antesala donde el Padre nos escucha, el Hijo intercede por nosotros, y el Espíritu, cuya presencia irradia desde allí, nos ha capacitado para la jornada. La ansiosa espera de los primeros creyentes no era irracional; era la conclusión lógica de haber comprendido que la muerte es simplemente el regreso a la Casa, donde el Trono está activo y nuestra porción está asegurada. Que esta certeza apague el temor y encienda la expectación. Es la historia que nos sostiene.
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