Tema: Proverbios. Titulo: ¿Sabes cómo habla el impío? La lengua que Dios advierte en Proverbios 10:32 (y cómo evitarla) Texto: Proverbios 10:32. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. ES MALINTENCIONADA (10:6).
II. HABLA SANDECES (15:2).
IV. HIRIENTE (12:18; 16:27).
V. ES CHISMOSA
Proverbios 10:32 lo dice con una claridad que incomoda:
“Los labios del justo saben hablar lo que agrada; mas la boca de los impíos
habla perversidades.” No se trata solo de cómo habla alguien en público. Es lo
que murmura en la oscuridad. Es lo que comenta entre dientes. Es lo que suelta
cuando piensa que nadie escucha. Y Dios sí escucha.
El impío no solo dice malas palabras. Su problema no es
el vocabulario: es el veneno. Su lengua está comprometida con el mal. Cada
palabra suya tiene un propósito oculto. Aunque suene amable, su meta es herir,
dividir, manipular. Hay intenciones torcidas que se esconden detrás de una
sonrisa. Una lengua malintencionada no necesita gritar para ser mortal. A
veces, susurros matan más que gritos.
Esa lengua habla tonterías. No solo por falta de
inteligencia, sino por desprecio a la verdad. Se burla de lo sagrado.
Convierten la vulgaridad en comedia. Han hecho del doble sentido una costumbre,
como si el alma no se manchara por dentro con cada broma sucia. No es inocente
quien trivializa lo que Dios ha llamado santo. El impío se complace en hablar
basura, y quienes lo escuchan —y celebran— se intoxican con esa contaminación
verbal que va corrompiendo la pureza del alma.
Pero la lengua del impío no solo es sucia. Es peligrosa.
Trampas salen de sus labios. Es como un cazador que prepara el anzuelo verbal
perfecto para su víctima. Sabe cuándo mentir, cómo torcer una verdad, cómo
exagerar para manipular. Hay bocas que estafan, que seducen, que engañan sin
piedad. No siempre con palabras feas, pero sí con intenciones mortales. La
estafa empieza con una promesa dulce. El adulterio empieza con una frase
aparentemente inofensiva. La traición comienza con una conversación “inocente”.
Y cuando se mueve con ira, esa lengua hiere. Golpea. Echa
en cara. Insulta. Saca a relucir errores pasados. Resalta defectos. Lanza
palabras como flechas que perforan la dignidad de quien las escucha. No hay
cariño. No hay compasión. Solo un placer oscuro por destruir al otro desde la
comodidad de un comentario cruel. ¿Cuántos matrimonios se han enfriado por
palabras repetidas en momentos de rabia? ¿Cuántos hijos llevan años arrastrando
heridas causadas por frases que salieron de los labios de sus padres? Las
palabras no se las lleva el viento. Se las guarda el corazón.
La lengua del impío también es adicta al chisme. Habla de
otros como si fueran personajes en un teatro ajeno. Proverbios nos dice que el
chisme es “un bocado sabroso que se entra hasta lo íntimo del vientre”. Pero el
hecho de que sea “sabroso” no significa que sea bueno. También lo es el veneno
que mata lentamente. El chisme destruye amistades, quiebra la unidad, corrompe
la confianza. ¿Y sabes cuál es el mayor problema? Que el chismoso siempre tiene
audiencia. Porque a todos nos encanta escuchar lo que no deberíamos saber. El
impío lo sabe, y lo aprovecha.
No debería sorprendernos, entonces, que la vida del impío
esté llena de conflictos. Proverbios 18:6–7 dice que “los labios del necio
traen contienda; su boca llama a los golpes”. Quien usa mal su lengua cava su
propia ruina. Habla sin pensar, sin freno, sin temor. Por eso termina atrapado
por sus propias palabras. Es como el que enciende fuego en el campo seco: al
principio parece un juego, pero pronto se vuelve incontrolable.
Quizá tú no te consideres una persona impía. Tal vez vas
a la iglesia, cantas con entusiasmo y hasta enseñas. Pero hoy Dios te está
invitando a revisar tu boca. A evaluar tus palabras. A preguntarte: ¿cuál es la
verdadera intención detrás de lo que digo? ¿Cómo hablo de los demás cuando no
están presentes? ¿Qué clase de contenido disfruto repetir? ¿De qué está llena
mi boca… y por tanto, mi corazón?
Jesús dijo que “de la abundancia del corazón habla la
boca”. Si nuestras palabras están llenas de veneno, no basta con pedir perdón
por lo dicho. Necesitamos que Dios sane el corazón del cual salieron. Si tus
palabras destruyen, no es suficiente prometer que mañana hablarás mejor.
Necesitas un nuevo corazón.
Hay esperanza. Cristo puede cambiar la raíz, no solo el
fruto. Él puede poner un carbón encendido sobre nuestros labios, como lo hizo
con Isaías. Puede transformar una lengua sucia en una lengua que alabe,
consuele, edifique. Puede hacer que la boca del pecador se convierta en fuente
de bendición. El mismo que dijo “hágase la luz” puede decir hoy: “haz que esta
boca hable vida”.
No importa cuánto hayas fallado con tus palabras. No
importa cuántas veces tus labios han herido. Si te arrepientes, si vienes con
humildad, Él puede restaurarte. Y no solo eso: puede usarte. Porque cuando Él
transforma una lengua, transforma una vida. Y cuando transforma una vida,
transforma a quienes están alrededor.
Hoy es día de guardar silencio. No para ocultar, sino
para examinar. Haz una pausa. Pídele al Espíritu Santo que te muestre si tu
lengua ha estado sirviendo al impío que aún lucha dentro de ti. Y luego, deja
que el justo hable. Que el Espíritu tome el control. Que las palabras que
salgan de tu boca empiecen a sanar, a construir, a levantar.
La boca del impío habla perversidades… pero la boca del
redimido habla gracia. ¿Qué sale de la tuya?
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