Tema: Jueces. Título: La clave que los padres de Sansón usaron para la crianza exitosa. Texto: Jueces 13: 1 – 14. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. DEBEN GUARDARSE (Ver 13).
II. DEBEN GUARDAR AL NIÑO (Ver 5).
III. DEBEN ENTENDER EL PROPÓSITO (Ver 5).
IV. DEBEN ORAR POR EL (Ver 8).
De repente, en medio de aquel desierto de la espera, el firmamento se rasgó con la luz de lo extraordinario. El mensajero no era de esta tierra. Era un varón, deslumbrante como un relámpago, que se posó ante ella con la voz de una profecía. Le anunció que el lamento de su esterilidad sería disuelto por la plenitud de la vida, que daría a luz un hijo. Pero esta no era una bendición sin un pacto. El niño nacería bajo un voto de nazareo, una consagración perpetua a Dios, y su destino, tejido en la trama de la eternidad, sería el de comenzar la salvación de Israel de las manos de sus opresores. La primera de las lecciones, entonces, emergió del polvo y la incredulidad, una verdad tan fundamental como la tierra misma: la crianza de un hijo, especialmente uno destinado a una tarea sagrada, comienza con el acto de guardarse. La voz del ángel le impuso a la madre una disciplina severa: no beber vino ni licor, no comer nada inmundo. La pureza del vientre, la santidad del cuerpo, se convertían en el primer santuario del propósito divino. La obediencia no era una restricción, sino un privilegio, la cimentación de un templo humano donde una vida excepcional sería incubada.
Este primer mandato trascendía el acto individual. La instrucción, reiterada, era para ambos cónyuges. La buena crianza de un ser con un destino trascendental se inaugura en la obediencia compartida de sus padres a los principios que les son dados. Es la aceptación de que la vida que se les ha confiado no es una propiedad, sino una encomienda. Es el entendimiento de que el futuro de un hijo no se labra en el capricho del momento, sino en la fidelidad a un plan más alto. En la proscripción del vino, en la renuncia a lo inmundo, el hogar de Manoa se transformaba en una réplica del desierto mismo: un lugar de disciplina y dependencia absoluta, donde la vida se nutría no de la abundancia del mundo, sino de la simple y pura voluntad divina.
El segundo principio se despliega con la misma delicadeza de una hoja que brota de la rama: deben guardar al niño. La promesa era que el niño sería nazareo desde su nacimiento, y esta consagración traía consigo mandatos que debían ser observados de por vida. Su cabello no conocería la tijera, pues era la corona de su pacto. Su boca no probaría el vino, pues estaba reservada para la pureza del propósito. Sus manos no tocarían cadáveres, pues su vida estaba separada de la contaminación del mundo y de la muerte. Estas no eran reglas arbitrarias, sino un cerco sagrado alrededor de una vida preciosa, un muro invisible que lo separaba para la tarea que le esperaba. Los padres de Sansón no debían solo cuidar de su cuerpo, sino ser los guardianes de su pacto. El peso de esta responsabilidad se posó sobre sus hombros, pues a ellos les tocaba inculcar y mantener la santidad de ese voto en los años más vulnerables de la niñez. En este acto de protección se revela la esencia de la proactividad de la que hablaría Covey siglos después: la asunción de la responsabilidad, la iniciativa consciente para moldear el ambiente en el que el niño crecería, para asumir el reto no solo de su nacimiento, sino de su formación. Ser proactivos no es reaccionar a las circunstancias, sino ser arquitectos de las condiciones para el florecimiento de una vida, es ser jardineros que protegen la planta del viento y el sol abrasador, conscientes de que su vigor no depende solo de la semilla, sino también del cuidado constante de quien la siembra.
Manoa y su esposa fueron llamados a entender el propósito que se cernía sobre la vida que aún no tenía forma. El propósito del niño era monumental: ser consagrado a Dios hasta el día de su muerte, y ser el instrumento que comenzaría la salvación de Israel. No se trataba de un hijo para llenar un vacío, sino de un salvador para su pueblo, una vida con un fin trascendente, un destino épico. Esta lección resuena en el alma de todo padre y madre: la misión de la crianza es la de descubrir el propósito de Dios para el hijo. No es nuestro trabajo moldearlo a nuestra imagen, sino a la de Aquel que lo creó. Es una tarea de observación y discernimiento, de buscar la voluntad divina en los dones y pasiones del niño, para guiarlos por el sendero que les ha sido trazado. La crianza, así entendida, se convierte en un acto de fe, un mapa a ser descifrado. Covey nos invita a tener una imagen mental clara de lo que queremos para nuestros hijos, un ideal de lo que se dirá de ellos al final de sus vidas. Esta visualización, este acto de imaginar el legado, no es un ejercicio de ambición, sino de un profundo amor y un compromiso con su propósito.
Pero la comprensión intelectual del propósito es insuficiente sin la fuente de toda sabiduría. Y así, el corazón de Manoa se postró en la oración. “Ah, Señor mío, yo te ruego que aquel varón de Dios que enviaste, vuelva ahora a venir a nosotros, y nos enseñe lo que hayamos de hacer con el niño que ha de nacer”. En la humildad de esta súplica, Manoa reconoce su propia insuficiencia. No pide más promesas, sino la sabiduría para cumplir las ya dadas. Es una oración modelo para todo padre: una petición de guía divina, un ruego por la iluminación del Espíritu para navegar las complejas aguas de la formación de una vida. Es en esta oración que Manoa afila la sierra de la que nos habla Covey, no solo en un sentido de renovación personal, sino como un principio de renovación parental. La crianza, como el liderazgo, es una tarea que desgasta el alma, que consume la energía física, mental, social y, sobre todo, espiritual. La oración es la fuente de agua viva que renueva el espíritu, el momento de conexión que afila el filo de la intuición y la sabiduría que se necesitan para la tarea. Manoa lo entendió: el poder para la tarea no residía en su propia fuerza, sino en la respuesta del Cielo a un corazón que buscaba ser enseñado.
Finalmente, la historia nos revela que la tarea más grande de todas no puede ser llevada a cabo en soledad, sino en unidad. La mujer de Manoa no guardó la visita celestial como un secreto, sino que se apresuró a compartirla con su esposo. Su esposo, lejos de dudar, le creyó y buscó la confirmación de la voluntad divina. No hubo celos ni competencia, solo una colaboración fluida. Juntos, se postraron ante el Ángel, juntos recibieron las instrucciones, y juntos, se prepararon para la llegada de su hijo. La crianza es una sinfonía, y cada padre es un instrumento diferente. Si uno toca una melodía y el otro otra, el resultado es una cacofonía que desgarra la armonía del hogar. La sinergia de la que Covey habla, ese principio en el que el resultado del todo es mayor que la suma de sus partes, se manifiesta de forma gloriosa en la colaboración de los padres de Sansón. En la matemática de la vida, 1+1 no es igual a 2, sino que en la unidad, en la complementariedad de sus dones y debilidades, se crea un tres que es la plenitud de una nueva vida.
Así, la historia de los padres de Sansón no es solo un prólogo a la vida tumultuosa de un héroe, sino una parábola eterna sobre el arte sagrado de la crianza. Su legado no es solo el del nacimiento de Sansón, sino la demostración de que la obediencia, la protección, el propósito, la oración y la unidad son los pilares sobre los que se construye una vida de significado. En el desierto de la esterilidad y la opresión, Manoa y su esposa cultivaron un jardín de propósito, una vida que, aunque imperfecta en su realización, fue concebida en la belleza de una obediencia compartida.
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