Tema: Jueces. Título: La venganza que costó 42.000 vidas: Así fue el impactante final de Jefté. Texto: Jueces 12: 1ss. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LA ENVIDIA (Ver 1)
II. LA IMPRUDENCIA (Ver 4).
La semilla de la discordia se llama envidia, un veneno sutil que corroe desde adentro. La tribu de Efraín, poderosa y orgullosa, se creía merecedora de un protagonismo que no obtuvo. Cuando Jefté y los galaditas, con su audacia y su fe, se alzaron contra los amonitas y ganaron la batalla, Efraín no celebró. No hubo alegría por la liberación de su pueblo, solo una amargura profunda. Querían el brillo de la victoria para sí mismos, la ovación de la multitud, el lugar en el panteón de los héroes. La gloria de otro se les hizo insoportable. En lugar de unirse en el júbilo, se presentaron ante Jefté con una ira hiriente, reclamando con voz fuerte un honor que no habían ganado. Esa historia, contada y repetida, es la historia de Caín y Abel, la de Saúl y David, la de cada vez que el éxito de un hermano se convierte en la sombra que oscurece nuestra propia luz. La envidia, un monstruo de muchas cabezas, nos susurra que el bien ajeno es un mal propio, que el logro del otro es nuestra derrota. Y así, en las asambleas de fe, en los púlpitos y en los servicios, la envidia carcome el espíritu. Es la envidia por un don, por un llamado, por un reconocimiento, por una prosperidad. Es el veneno que nos hace desear lo que no tenemos y resentir que otros lo tengan, llevándonos a la tristeza o a la ira, a la desunión, a la crítica, a la murmuración. Porque, ¿qué es la envidia sino una negación del otro, un rechazo de su existencia, un deseo de borrarlo para ocupar su lugar? Y ese deseo es una afrenta directa al amor que nos ha sido mandado.
A la envidia le sigue la imprudencia, su hermana gemela en la destrucción. Jefté, con una sensatez admirable, intentó apaciguar los ánimos. Explicó, razonó, recordó a los efraimitas que él los había llamado y que ellos, por su propia voluntad, no habían acudido al combate. Pero la imprudencia no escucha, no razona, no ve más allá de su propia ira. Los efraimitas respondieron con un insulto, una ofensa que cortó como un puñal: “Vosotros sois unos arrimados de Efraín.” En esa frase se condensaba todo el desprecio, toda la arrogancia de una tribu que se sentía superior, que veía en los galaditas no a hermanos, sino a extranjeros, a parias. Y esa humillación, esa imprudencia cruel, desató una tormenta. Jefté, que había sido un faro de la fe, se dejó arrastrar por la misma marea de orgullo y de ira. Y así, de un reclamo envidioso y una respuesta imprudente, se encendió una guerra que costaría cuarenta y dos mil vidas. ¿Cuántas veces en nuestras propias vidas, en nuestras iglesias, hemos visto este mismo patrón? Un malentendido, una palabra mal dicha, una ofensa que no se perdona, un orgullo que no se doblega, y de pronto la grieta se abre, la comunidad se parte. Un espíritu conciliador es rechazado, una mano extendida es golpeada, y la destrucción se abre paso. Las palabras tienen el poder de construir y de derribar, de sanar y de herir. La imprudencia verbal es una espada afilada que se blande en la oscuridad, sin pensar en las heridas que dejará. Y esas heridas son a menudo más profundas y duraderas que las del cuerpo, porque se instalan en el corazón.
Y si la imprudencia es el fuego, la venganza es el incendio descontrolado. No contento con haber derrotado a los efraimitas en el campo de batalla, Jefté se dejó llevar por la ira y la necesidad de castigo. En un acto de crueldad y de desquite, ideó una prueba macabra. Los fugitivos de Efraín, al intentar cruzar el Jordán para huir, eran interceptados. Se les pedía que pronunciaran la palabra "Shibolet". Pero los efraimitas, por una particularidad de su dialecto, decían “Sibolet”. Y con esa sola palabra, con ese solo sonido, eran identificados y degollados sin piedad. Cuarenta y dos mil hombres, asesinados por el sonido de una letra. La venganza se había consumado. En la lógica perversa de la retribución, el pecado de la imprudencia se pagaba con un mar de sangre. Y este es el punto más oscuro y trágico de la historia. ¿Qué es la venganza sino una escalada infinita de dolor? Una herida que se devuelve con otra herida, que a su vez genera una tercera, y así sucesivamente. En la iglesia, en nuestras familias, en nuestros corazones, la venganza es un fantasma que acecha. Es la tentación de devolver mal por mal, de responder a un insulto con otro, a una injusticia con una mayor, a una herida con una cicatriz más profunda. Es el impulso de "desquitarnos", de hacer que el otro pague por el daño que nos ha hecho. Pero la venganza no sana, solo pudre. No restaura, solo destruye. No cierra heridas, solo las abre más. Y cuando la venganza toma el control, la misión de la iglesia, que es llevar el amor de Cristo al mundo, se detiene, se interrumpe, se ahoga en el grito de la discordia.
La historia de Jefté, con todo su dolor y su brutalidad, nos obliga a mirarnos a nosotros mismos. Nos pregunta, con la fuerza de un juicio inapelable, qué demonios nos habitan. ¿Cuál de estos males, la envidia, la imprudencia o la venganza, nos acecha y nos tienta? ¿Somos los galaditas que, victoriosos, se dejan arrastrar por la ira? ¿O somos los efraimitas, consumidos por una envidia que nos hace ciegos? La respuesta a estas preguntas no es fácil. Pero la historia, más allá de la tragedia, nos ofrece una salida, una alternativa, una esperanza. El creyente, el que se ha encontrado con la gracia de Cristo, tiene el deber sagrado de romper este ciclo de heridas y dolor. De rechazar la envidia, de dominar la imprudencia, de abandonar la venganza. En lugar de devolver un golpe, de ofrecer la otra mejilla. En lugar de alimentar el rencor, de cultivar el perdón. En lugar de buscar la venganza, de anhelar la reconciliación. Porque al final, la verdadera victoria no es la que se gana en el campo de batalla, ni la que se celebra con el grito de la sangre. La verdadera victoria, la que honra a Cristo, es la de la unidad, la de la paz, la del perdón. Es la victoria de la gracia sobre la ley, la del amor sobre el odio. Y en esa victoria, el testimonio de la iglesia se vuelve un faro de luz en medio de la oscuridad. La comunidad de fe, redimida, perdonadora, unida en el espíritu de Cristo, se convierte en la única respuesta posible a la tragedia de Jefté, en un recordatorio de que las guerras civiles pueden y deben terminar.
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