Tema: Servicio. Título: Características de Jefté. Texto: Jueces 11. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. HIJO DE UNA PROSTITUTA (Ver 1).
II. DESPRECIADO POR SUS HERMANOS (Ver 2).
III. DESPRECIADO POR SU PUEBLO (Ver 7).
III. PELIGROSO CRIMINAL (Ver 3).
IV. INDOCTO DE DIOS (Ver 30 – 31).
IV. LLENO DE RESENTIMIENTO (Ver 7)
Jueces 11 - Caracteristicas de Jefte
En el vasto y a menudo incomprensible teatro de la historia, las grandes narrativas se nos presentan con la claridad pulida de las estatuas de mármol. Vemos a los héroes en su gloria, a los santos en su pureza, a los líderes en la inmaculada trayectoria de su ascenso. Pero la verdad, la verdad que duele y consuela en igual medida, yace en la arcilla, en el lodo de las vidas que no encajan en el pedestal. Porque si hay una lección fundamental en la trama de la existencia, es que el plan divino no se escribe en la perfección de los pergaminos, sino en la imprevisibilidad de los corazones rotos y de las historias torcidas. La fe, si bien anhela el brillo de la luz, encuentra su más profunda expresión en las sombras, en los lugares de los que nadie espera nada. Nos hemos acostumbrado a buscar al siervo en el púlpito del virtuoso, en la humildad del bien intencionado, en la sabiduría del que ha dedicado su vida al estudio. Pero, ¿qué sucede cuando la elección recae sobre aquel que ha sido desechado, sobre el paria, sobre el inadaptado? La historia bíblica, con su brutal honestidad, nos lo muestra una y otra vez: la gracia no se asienta sobre el mérito, sino sobre la soberana y a menudo inexplicable elección de un Dios que ve el potencial en la desolación.
En el rincón más polvoriento del libro de los Jueces, emerge una figura tan inusual como conmovedora, un hombre cuyo nombre, Jefté, se asocia más con la amargura que con la gloria. Desde su primer aliento, su vida es una disonancia en la sinfonía de la rectitud. No es un hijo de la promesa, sino el producto de una aventura, el eco vergonzoso de un acto fugaz entre su padre, Galaad, y una prostituta. En la rigidez de una sociedad que valoraba la pureza del linaje, Jefté nace con un estigma que es a la vez una sentencia: es el hijo de nadie, un vástago sin raíces firmes. La narrativa lo sitúa en la casa de su padre, un detalle que, a pesar de su aparente normalidad, evoca un abismo de preguntas. ¿Qué pasó con su madre? ¿La vida que lo engendró lo abandonó tan rápido como lo concibió? La madre, ese primer puerto, ese refugio fundamental de amor y seguridad, está misteriosamente ausente. Jefté crece en un hogar donde el amor materno es un fantasma, una ausencia que grita en el silencio. Su infancia no es un jardín de inocencia, sino un desierto emocional, un terreno baldío donde el calor y la ternura nunca echaron raíces. La herida de su nacimiento no era solo una mancha social; era una cicatriz que se grabó profundamente en su alma, una carencia que lo definiría mucho antes de que él pudiera siquiera entenderla.
Pero la tragedia no viajaba sola. A la herida de su nacimiento se le sumó el veneno del desprecio familiar. En la casa de su padre, Jefté no encontró refugio, sino un campo de batalla. Sus hermanos, los hijos de la esposa legítima de Galaad, lo vieron no como un igual, sino como una afrenta, una amenaza a su herencia. Eran los hijos del amor planificado, de la legitimidad bendecida, y Jefté era el recordatorio viviente de un error que preferían olvidar. Lo persiguieron con una crueldad que solo la envidia y la avaricia pueden inspirar. El texto nos dice, con una simplicidad que esconde la inmensidad de la injusticia, que lo expulsaron de su hogar. El desprecio de sus hermanos no era una riña infantil; era un acto calculado de despojo, un destierro motivado por la codicia. Y lo más doloroso es el silencio de los adultos. Ni su padre, ni su madrastra, levantaron la voz para defenderlo. El padre que lo engendró lo abandonó por segunda vez, esta vez por omisión, permitiendo que la injusticia se consumara. Jefté, el niño sin madre, se convirtió en el hermano sin familia, un paria expulsado de la única casa que le quedaba. El dolor del destierro de la propia sangre es una de las agonías más profundas del alma humana.
Este rechazo no se confinó a las puertas de su casa. Se extendió, como una plaga silenciosa, a toda la comunidad. Cuando los ancianos de Galaad, sumidos en una crisis de desesperación, se vieron forzados a buscar a Jefté, la respuesta del futuro juez reveló la magnitud de su tormento. "¿No me aborrecisteis vosotros, y me echasteis de la casa de mi padre?", les preguntó. Es una pregunta que no espera una respuesta; es la voz del pasado, la acusación del niño herido que nunca se fue. Sus palabras nos revelan que no solo su familia, sino también su pueblo, lo había condenado al ostracismo. Lo habían odiado, lo habían menospreciado, lo habían considerado indigno de su presencia. La soledad de Jefté no era un estado, era una condición, un manto pesado que lo había cubierto desde su nacimiento. Vivía en un mundo que le había dado la espalda, un mundo que no solo lo había abandonado, sino que se había deleitado en su exclusión. La sociedad de la que formaba parte lo había marcado con una "A" de aborrecido, y él, en su soledad, había crecido para encarnar esa marca.
Y, como era de esperarse, el dolor se transformó en veneno. Jefté, abandonado, rechazado y despreciado, no se convirtió en un santo. Se convirtió en un criminal. El texto bíblico lo describe con una frialdad desarmante: reunió a su alrededor a una banda de “hombres ociosos”, de parias como él. Estos no eran nobles guerreros; eran los marginados, los descontentos, los que habían sido escupidos por la misma sociedad que los había engendrado. Jefté se convirtió en su líder, el general de un ejército de forajidos. Su vida de violencia era una manifestación de la herida que llevaba dentro, un eco de la brutalidad que había recibido. Se hizo famoso, no por su sabiduría, sino por su habilidad para la violencia. Su existencia se convirtió en una profecía autocumplida: el hombre que la sociedad había llamado escoria se había convertido en escoria. A la luz de su tormentosa vida, no se le puede juzgar con dureza. Su criminalidad no era una elección libre, sino la consecuencia de una existencia marcada por el abandono y el desamor.
A esta compleja amalgama de dolor y violencia se unió una profunda ignorancia de Dios, una ignorancia que tendría consecuencias trágicas. Jefté, un hombre que vivía al margen de la ley y de la fe, se vio forzado a negociar con el cielo en un momento de desesperación. Ante la inminente batalla contra los amonitas, se siente impotente. Sabe que la victoria no es suya. Y en su desesperación, hace un voto, una promesa que le revelaría su fatal desconocimiento de la ley divina. "Si en verdad entregares a los amonitas en mis manos", le dice a Dios, "cualquiera que saliere de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de los amonitas, será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto". Es un pacto oscuro, un eco de las prácticas paganas que rodean a Israel. Los amonitas, los cananeos, los moabitas ofrecían sacrificios humanos para aplacar a sus dioses sedientos de sangre. Pero el Dios de Israel, el Dios que había librado a su pueblo de la esclavitud, aborrecía tal práctica. Su ley prohibía, bajo pena de muerte, el sacrificio de los hijos. El voto de Jefté era una blasfemia, una negociación con el mal, pero él no lo sabía. En su ignorancia, creía que estaba ofreciendo lo más valioso que tenía, cuando en realidad estaba cometiendo un acto aborrecible. El corazón de Dios no es una báscula que pesa el valor de una ofrenda; es un refugio que aborrece la muerte y valora la vida. Jefté, en su ignorancia, no entendió este principio fundamental.
La batalla, en un giro del destino, es victoriosa. El Espíritu del Señor se apodera de él, y el paria se convierte en el libertador. La victoria es gloriosa, total y completa. Los amonitas son derrotados y el pueblo de Israel es liberado. Pero la celebración se ve empañada por la sombra de su voto. Jefté regresa a su casa en Mizpa, su corazón lleno de la exultación de la victoria, pero también de la pesada carga de su promesa. La primera persona que sale a su encuentro, bailando al son de los panderos y las danzas, no es un sirviente ni un esclavo, sino su única hija. El texto bíblico lo dice con una sencillez que es más devastadora que cualquier floritura: "era ella sola, su única hija; no tenía fuera de ella hijo ni hija". El lector se detiene, el aliento contenido, en la agonía de la escena. La alegría del padre se transforma en un grito de dolor, en una exclamación de desesperación. "¡Ay, hija mía! Me has abatido, y tú misma has venido a ser causa de mi dolor; porque le he dado mi palabra a Jehová, y no puedo retractarme."
El drama de la escena no solo reside en la tragedia del voto, sino en la nobleza de la víctima. La hija de Jefté, una joven que ha crecido sin madre, sin hermanos, en la sombra de un padre que era un forajido, se revela como un alma pura, una que comprende el significado de la promesa más que su propio padre. No le ruega por su vida; le pide un último deseo: que la deje ir a las montañas para llorar su virginidad con sus compañeras. Ella acepta su destino con una resignación que es tanto heroica como desgarradora. Es un sacrificio por su padre, por su pueblo, por la promesa que no fue suya. Jefté, el hombre que vivió sin afecto, presencia el amor más grande en el acto de la hija que va a perder. Cumple su voto. La historia termina con una nota de luto: las hijas de Israel conmemoran anualmente a la hija de Jefté. En un mundo de hombres que no cumplen sus promesas, Jefté cumple la suya, sin importar el costo, y la tragedia es el precio de una lealtad mal entendida.
Y así, la historia de Jefté, con todo su dolor y su brutalidad, nos ofrece una lección crucial sobre el servicio. El Israel que clama a Dios por ayuda es un pueblo rebelde, lleno de resentimiento, que ha traicionado a su Dios. Y la respuesta de Dios es un hombre que es un reflejo de ese mismo pecado: el hombre que no solo fue despreciado por su familia, sino que también albergaba un profundo resentimiento hacia su pueblo. "¡¿Por qué, pues, venís ahora a mí cuando estáis en aflicción?!", les había preguntado. Sus palabras, cargadas de amargura, eran el eco de un corazón herido que clamaba por justicia. La venganza y la revancha eran las únicas monedas que conocía. Y, sin embargo, a pesar de sus heridas emocionales, a pesar de su pasado criminal y de su ignorancia de la ley, Dios lo elige. No espera a que Jefté se sane, a que se arrepienta, a que se convierta en un hombre mejor. No. Dios lo toma tal como es, un ser lleno de defectos, lo llena con Su Espíritu y lo usa para llevar a cabo Su propósito. La victoria de Jefté no es una victoria del hombre, sino un testimonio del poder de Dios, que puede tomar lo que es improbable, lo que es vil, lo que es desechado, y transformarlo en una herramienta de liberación.
Y esta es la gran verdad que nos interpela. Tal vez, al igual que Jefté, nos vemos como personas con demasiados defectos para servir a Dios. Con un pasado tormentoso, con cicatrices emocionales, con errores que creemos que nos descalifican para siempre. Tal vez otros nos han hecho saber su opinión, nos han dicho que no servimos, que no somos lo suficientemente buenos. Nos hemos acostumbrado a pensar que solo aquellos que han tenido una vida inmaculada, una educación teológica impecable o una personalidad perfecta pueden ser usados por Dios. Pero la historia de Jefté es una refutación categórica de esta idea. Es un recordatorio de que Dios no elige a los calificados, sino que califica a los elegidos. Él no necesita nuestra perfección; solo necesita nuestra disponibilidad. Si te dispones en su mano, Él puede tomar tu historia rota, tu pasado lleno de errores y tu corazón lleno de resentimiento, y transformarte en un servidor Suyo. La pregunta final, entonces, no es si eres digno de servir, sino si eres lo suficientemente valiente para aceptar el llamado a ser usado, sin importar lo que el mundo o tu propio pasado te hayan dicho.
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