Tema: La correcta adoración. Título: atar y desatar. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. MATEO 12: 22 – 29.
II. MATEO 18: 15 – 20.
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El primer faro en nuestro viaje de descubrimiento se encuentra en el Evangelio de Mateo, en el capítulo 12. En ese pasaje, nos encontramos en el epicentro de una confrontación. Un hombre, ciego y mudo por el cautiverio de un demonio, es sanado por Jesús, y su voz, por primera vez, resuena en el aire. La multitud, maravillada, se pregunta: "¿No será este el Hijo de David?". Pero la envidia de los fariseos, esa amarga hierba que sofoca la fe, los lleva a una acusación absurda y blasfema. "Este expulsa a los demonios por medio de Beelzebú, el príncipe de los demonios". Era una acusación nacida de la ceguera espiritual, una negación de la luz ante la evidencia del milagro. En ese momento, Jesús, con una calma que revelaba su autoridad divina, no solo defendió su ministerio, sino que también desmanteló el argumento de sus oponentes con una lógica tan irrefutable como la misma ley de la física.
Jesús les ofrece tres argumentos, cada uno una estocada a la raíz de su acusación. Primero, les presenta el principio de la autodestrucción: un reino dividido contra sí mismo no puede prevalecer. Si Satanás estuviera expulsando a Satanás, su reino, ese imperio de caos y oscuridad, colapsaría bajo el peso de su propia contradicción. Es un principio de sentido común, una verdad que resuena incluso en los rincones más oscuros del alma humana. Luego, Jesús les lanza una pregunta que los deja sin respuesta: "¿Si yo expulso demonios por Beelzebú, por quién los expulsan los hijos de ustedes?". Un dardo directo a su hipocresía, un recordatorio de que sus propios seguidores realizaban exorcismos, y que su acusación, si fuera cierta, también los condenaría a ellos. Y, finalmente, el tercer argumento, el más glorioso y revelador, la clave para entender el pasaje: su capacidad para expulsar demonios era la prueba de que el reino de Dios había llegado a la tierra. No era un acto de un hombre poderoso, sino la manifestación de un reino celestial irrumpiendo en el tiempo.
Y es en el versículo 29 donde a menudo se comete el error de la interpretación. Jesús habla de "atar al hombre fuerte para poder saquear su casa". Aquí, el "hombre fuerte" no es otro que Satanás, y el acto de atarlo no es una instrucción para los creyentes, sino una descripción de la misión de Cristo. Con la fuerza de un guerrero cósmico, Jesús ha entrado en la casa del enemigo, ha atado al hombre fuerte y ha despojado de su dominio a las fuerzas del mal. Esta no es una tarea que se nos haya delegado, sino un hecho consumado que Él mismo ha llevado a cabo. La traducción de la Nueva Traducción Viviente lo capta con una claridad cristalina: “¿quién tiene suficiente poder para entrar en la casa de un hombre fuerte como Satanás y saquear sus bienes? Solo alguien más fuerte, que pueda atarlo, puede hacerlo”. Esta es una referencia a la autoridad suprema de Cristo, no a un poder que se nos otorga para manipular lo espiritual. El creyente no necesita intentar atar lo que ya ha sido atado. La guerra espiritual no se trata de hacer lo que solo Cristo puede hacer, sino de reconocer la victoria que Él ya ha obtenido sobre el mal y vivir en la libertad que esa victoria nos ha dado. La adoración correcta, entonces, comienza con la humilde comprensión de que nuestra autoridad no es una fuente de poder, sino un reflejo de la victoria que ya ha sido ganada en la cruz.
El segundo faro, a menudo confundido con el primero, brilla en Mateo 18. Aquí, el contexto no es una confrontación con demonios, sino un llamado a la reconciliación y a la vida en comunidad. En este texto, Jesús nos enseña cómo lidiar con el pecado en la vida de un hermano, cómo buscarlo, cómo confrontarlo, cómo, en última instancia, buscar su restauración. Y en medio de esta instrucción para la vida en comunidad, Jesús usa las palabras "atar" y "desatar" en un sentido que ha sido gravemente malinterpretado. Estas palabras, en su origen, no tienen nada que ver con demonios o bendiciones. Eran términos rabínicos utilizados para referirse a la prohibición y la autorización de ciertas acciones o doctrinas dentro de la comunidad judía. Cuando Jesús dice que lo que atamos en la tierra será atado en el cielo, y lo que desatamos en la tierra será desatado en el cielo, no está dando un poder de coacción sobrenatural, sino un mandato a la comunidad de fe para tomar decisiones sobre la vida de sus miembros en el ámbito de la disciplina y la doctrina.
Es crucial notar que en este pasaje, a diferencia del anterior, no se menciona a Satanás. El enfoque está en la resolución de conflictos, en la búsqueda de la santidad en la vida de un hermano, en la importancia de la comunión. No hay evidencia, ni en los evangelios ni en el resto del Nuevo Testamento, de que los apóstoles o los primeros cristianos utilizaran estas expresiones para atar demonios o para manipular bendiciones. En su contexto original, "atar" y "desatar" se usaban para declarar la validez o invalidez de una enseñanza o para decidir si alguien debía ser admitido o, si fuera necesario, expulsado de la comunidad. En el versículo 17, cuando Jesús habla de tratar a alguien como un gentil o un publicano, está hablando de una exclusión de la comunidad, un acto que es el último recurso en el proceso de disciplina. Así, "atar" se refiere a la autoridad de la iglesia para tomar decisiones que tienen consecuencias espirituales, mientras que "desatar" se refiere a la autoridad para perdonar y restaurar. La adoración, entonces, en este contexto, no es una práctica individual, sino una experiencia comunitaria que se manifiesta en la reconciliación, en el perdón y en la vida en armonía.
Al considerar estos dos pasajes, se hace evidente que la adoración correcta no puede basarse en prácticas que carecen de fundamento bíblico. El corazón de la adoración no es el poder que creemos tener, sino la autoridad de Cristo que nosotros reconocemos. Cuando entendemos que solo Él tiene el poder para atar al hombre fuerte y despojarlo de su dominio, nuestra adoración se transforma en una respuesta de gratitud. Dejamos de ser actores que intentan forzar un resultado, y nos convertimos en espectadores asombrados de la victoria ya consumada de Cristo. Nuestra adoración se centra en Él, en su obra redentora, en su soberanía. No es un intento de controlar lo espiritual a través de palabras y declaraciones, sino una rendición total de nuestro ser a la voluntad de Aquel que ya ha ganado la batalla. La verdadera adoración se manifiesta en el reconocimiento de la autoridad de Dios en cada aspecto de nuestra vida. Es una afirmación de fe en su poder y soberanía, no un intento de manipularlo. Es un reflejo de nuestra relación íntima con el Señor, una danza sagrada de entrega y confianza.
La confusión que ha rodeado la práctica de "atar y desatar" ha llevado a una profunda distorsión de la fe. Muchos creyentes han caído en la trampa de pensar que tienen el poder de controlar lo que sucede a su alrededor solo a través de palabras y declaraciones, como si la fe fuera una fórmula mágica y no una relación. Esta mentalidad ha dado lugar a un evangelio superficial, donde la fe se centra en el poder en lugar de la persona. Una de las consecuencias más tristes de esta confusión es la frustración que sobreviene cuando los resultados no llegan. Cuando el énfasis se pone en la palabra hablada como una herramienta de control, se corre el riesgo de perder de vista la soberanía de Dios y su propósito en nuestras vidas. La fe, en su esencia más pura, no es un intento de manipular a Dios, sino una confianza en Él, incluso en la oscuridad, un acto de entrega a su tiempo perfecto. Y en esa pérdida de perspectiva, la adoración se vuelve vacía, un simple intercambio donde buscamos lo que podemos obtener de Dios en lugar de buscarlo por quien es Él. La adoración se convierte en un ritual utilitario, un medio para un fin, y la relación se ahoga en la desesperación de la manipulación fallida.
La verdadera adoración, por el contrario, es una respuesta a la gracia. No nace de nuestra capacidad para hacer o decir, sino de la comprensión de la magnitud del amor de Dios y de su sacrificio por nosotros. Cuando contemplamos la cruz, cuando entendemos que Él nos amó a pesar de nuestra imperfección, nuestra adoración se convierte en un acto natural de gratitud. No es un intento de ganar su favor, sino un reconocimiento de lo que Él ya ha hecho por nosotros. Es un acto de humildad que nos lleva a un lugar de rendición, donde entendemos que no tenemos el poder para atar o desatar, sino que dependemos por completo de la gracia de Dios.
Y esta adoración, nacida de la gracia, tiene un aspecto comunitario que nos une en un solo espíritu. Como creyentes, estamos llamados a adorar juntos, a edificarnos unos a otros, a vivir en unidad. En el contexto de Mateo 18, Jesús nos enseña que la adoración no solo es individual, sino que se manifiesta en la forma en que nos relacionamos con los demás, en la forma en que perdonamos, en la forma en que buscamos la reconciliación. La adoración colectiva es una poderosa herramienta que nos permite experimentar la presencia de Dios de manera más intensa. En la unidad de la comunidad, somos alentados y fortalecidos, y nuestra adoración se convierte en un testimonio vivo para el mundo, un reflejo de la diversidad y la unidad del cuerpo de Cristo. Es en la comunión con nuestros hermanos donde la adoración se hace tangible, donde el amor se convierte en acción.
En conclusión, el concepto de "atar y desatar", en el contexto popular, ha sido una de las mayores desviaciones de la adoración bíblica. Ha confundido la autoridad de Cristo con el poder del creyente, y ha transformado la fe de una relación en una fórmula. Al examinar los pasajes de Mateo 12 y Mateo 18, vemos con claridad que la autoridad para atar y desatar pertenece únicamente a Cristo. Nuestra adoración, entonces, debe centrarse en reconocer su soberanía y autoridad. La adoración verdadera es una respuesta a la gracia de Dios, un acto de gratitud que fluye de un corazón que ha sido transformado por el amor de Cristo. No es un intento de manipular lo espiritual, sino una entrega total a su voluntad. Cuando nos alejamos de prácticas sin fundamento y nos enfocamos en una relación íntima con Dios, nuestra adoración se convierte en un faro que ilumina nuestro camino y el de otros. La adoración es un viaje de descubrimiento, entrega y transformación, donde cada paso es un acto de rendición a la voluntad de Dios y un reconocimiento de su gracia en cada aspecto de nuestra vida. Que nuestra adoración sea un testimonio vivo, un eco eterno de Su amor en este mundo.
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