Tema: Jueces. Título: La Historia Silenciosa de un Héroe Improbable Texto: Jueces 3:31. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. DEBEMOS TOMAR CARTAS.
II. NO IMPORTA QUIENES SOMOS.
III NO IMPORTA LO QUE USEMOS.
IV. IMPORTA LA VALENTÍA.
De esta corta información, de este fragmento de existencia, aprendemos lecciones que se despliegan como un mapa antiguo, revelando senderos ocultos en el paisaje de nuestra propia vida. Lecciones sobre la inercia y la acción, sobre la identidad y el propósito, sobre las herramientas y la voluntad, sobre el miedo y la valentía. Son verdades que no gritan, sino que se asientan suavemente en el alma, invitándonos a la reflexión, a la introspección.
El tiempo de Samgar. Un tiempo de desolación, de caminos abandonados, de aldeas que se encogían sobre sí mismas, temblorosas bajo la sombra de la opresión. Jueces 5:6-7 nos pinta un cuadro sombrío, casi apocalíptico, de la situación del pueblo. "En los días de Samgar hijo de Anat, en los días de Jael, los caminos estaban desiertos, y los que andaban por las sendas se apartaban por los senderos tortuosos." Las rutas principales, esas arterias que conectaban la vida, el comercio, la comunidad, se habían vuelto trampas mortales. La gente abandonaba Israel, no por elección, sino por la imperiosa necesidad de sobrevivir. Huían, ya por el yugo pesado de los Filisteos, que se cernían como una nube oscura sobre la tierra; ya por la astucia cruel de los Cananeos, que acechaban en cada recodo; ya por la amenaza omnipresente de los asaltantes, que surgían de la nada para robar lo poco que quedaba, la dignidad, la esperanza. La vida cotidiana se había convertido en una odisea de miedo, cada salida, un riesgo. El pozo, el campo, el mercado, todo se había vuelto un lugar de peligro. Las ciudades amuralladas, antes refugios, ahora parecían jaulas. El corazón del pueblo se había encogido.
El caso es que la situación era extrema, un nudo apretado de desesperación y parálisis. La mayoría de sus compatriotas, los hijos de Israel, se habían resignado, se habían encogido, habían aceptado la tiranía como un destino ineludible. Se habían vuelto invisibles, susurros en la oscuridad, esperando que la tormenta pasara, que la opresión se disipara por sí misma. Pero Samgar se levantó. En medio de esa quietud forzada, de esa apatía contagiosa, algo en él se encendió. No huyó. No se apartó de los caminos. No se escondió en los senderos tortuosos. Se levantó a combatir. ¿Qué fuerza, qué impulso, qué voz interna lo movió a desafiar la marea de la desesperación?
Se nos presentan, a menudo, situaciones en la vida que deben ser enfrentadas. No podemos, no debemos, cerrar los ojos ante la injusticia, ante el sufrimiento, ante la decadencia que nos rodea, tanto en el mundo como en el pequeño universo de nuestra propia alma. El Señor nos ha estado hablando, a través de las historias de hombres y mujeres, sobre la gente común y la gente extraordinaria. Y aquí tenemos otro ejemplo, nítido y doloroso, de esa distinción. La gente común, abrumada por el miedo, por la comodidad, por la falta de visión, se sale de los caminos, huye, se retira a la seguridad de la inacción. Se convierten en sombras que se deslizan por la periferia de la vida, esperando que otros libren sus batallas. Pero la gente extraordinaria, esos seres que, a pesar de su propia fragilidad, escuchan un llamado más profundo, se quedan para luchar. No son necesariamente más fuertes, ni más sabios, ni más privilegiados. Son aquellos que, en el momento de la verdad, eligen la acción sobre la inercia, la valentía sobre el miedo, el compromiso sobre la apatía. Es una elección, una decisión que se gesta en la quietud del corazón, en el cruce de caminos donde el alma se encuentra con su destino. Y esa elección, por pequeña que parezca, puede cambiar el curso de la historia, no solo para una nación, sino para el propio espíritu.
Y luego, la pregunta que se cierne sobre la figura de Samgar como una neblina de misterio: ¿quién era este hombre? Su nombre, Samgar, y su procedencia, "hijo de Anat", nos susurran que muy probablemente no era israelita, sino un extranjero, quizás un cananeo, un forastero convertido, un alma que había encontrado su lugar en un Dios que no era el suyo por nacimiento. En un libro que celebra la genealogía, la pureza de la línea, la elección de una nación, Samgar emerge como una anomalía, un eslabón inesperado en la cadena de la liberación.
Hemos visto, a lo largo de este libro de Jueces, cómo Dios, en su infinita y a veces desconcertante sabiduría, usa instrumentos improbables. El menor de los hermanos, el que no tenía derecho a la primogenitura, el que se escondía en la cueva. El zurdo, el que parecía menos apto para la batalla, el que usaba su desventaja como una ventaja oculta. Y ahora, tenemos aquí a un extranjero, alguien que no pertenecía al círculo íntimo, alguien cuya identidad, quizás, era un enigma incluso para sí mismo. Cada uno de nosotros somos, en cierto modo, instrumentos improbables. No somos perfectos, estamos llenos de fallas, de dudas, de historias que nos avergüenzan. No encajamos en los moldes preestablecidos de lo que creemos que un "héroe" o un "siervo de Dios" debería ser. Pero Dios, en su misteriosa economía, quiere y puede usarnos. No busca la perfección, sino la disponibilidad. No busca la pureza de la línea, sino la pureza del corazón. No busca la fuerza del brazo, sino la fe que mueve montañas.
Es una verdad liberadora, una que rompe las cadenas de la autocrítica y la inseguridad. No importa quiénes somos a los ojos del mundo, ni de dónde venimos, ni qué errores hemos cometido. Lo que importa es nuestra disposición a ser usados por Él. En la vasta orquesta de la creación, cada instrumento, por humilde que sea, tiene su melodía. Y Samgar, el extranjero, el hijo de Anat, nos recuerda que la gracia de Dios no conoce fronteras, ni linajes, ni prejuicios. Su llamado resuena en los rincones más inesperados, y su poder se manifiesta a través de los vasos más inverosímiles. Somos, cada uno de nosotros, un milagro en potencia, una historia aún por escribir, una herramienta en las manos de un Dios que ve más allá de nuestras limitaciones, que ve el oro en el barro, la luz en la oscuridad.
Y luego, la herramienta. La aguijada de bueyes. No una espada forjada en el fuego de la batalla, ni una lanza pulida para la guerra, ni un arco tenso con flechas mortales. Lo que usó Samgar para vencer a los Filisteos, para matar a seiscientos de ellos, fue un instrumento de labranza, una herramienta de la vida cotidiana, del trabajo en el campo, del sudor de la frente. Era una "aguijada de bueyes", un palo largo, robusto, usado por los labradores para guiar a sus animales en el arado. Medía alrededor de 2.50 metros, una extensión formidable, y tenía un diámetro de unos 2 centímetros, lo suficientemente grueso para ser empuñado con fuerza. En una de sus puntas, tenía una especie de espátula de hierro, con la que se quitaba el exceso de tierra del arado, limpiando el camino. Y en la otra, una punta afilada, con la que se controlaba la velocidad de los bueyes, pinchándolos suavemente para que avanzaran o se detuvieran. Un objeto dual, de trabajo y de control, de limpieza y de dirección.
El punto es que para lograr sus propósitos, para tejer su voluntad en la trama del mundo, Dios no solo usa hombres improbables, sino también instrumentos improbables. Pensemos en la vara de Moisés, un simple cayado de pastor, transformado en un instrumento de poder que dividió un mar, que hizo brotar agua de una roca, que se convirtió en una serpiente ante Faraón. Pensemos en el joven de los panes y los peces, un niño con un almuerzo modesto, cinco panes de cebada y dos peces pequeños, que en las manos de Jesús se multiplicaron para alimentar a miles. La lógica humana busca la grandeza, la sofisticación, el poder inherente en el objeto. Pero la lógica divina invierte esa perspectiva. El poder no reside en el instrumento en sí mismo, sino en la mano que lo empuña, y en el Dios que lo capacita, que lo dota de una fuerza que trasciende su naturaleza.
Esto nos habla directamente a nosotras, a nuestras propias "aguijadas de bueyes". A menudo, miramos nuestras habilidades, nuestros recursos, nuestros talentos, y los consideramos insuficientes, demasiado mundanos, demasiado ordinarios para los grandes propósitos de Dios. Creemos que necesitamos algo más grande, más impresionante, más "espiritual" para ser usados por Él. Pero la historia de Samgar nos susurra una verdad liberadora: no importa lo que usemos. Lo que importa es que lo pongamos en las manos de Dios. Un testimonio sencillo, una palabra de aliento, un pequeño acto de servicio, una oración sincera, un talento modesto, una habilidad que consideramos insignificante. En las manos de Dios, lo ordinario se vuelve extraordinario. Lo débil se vuelve fuerte. Lo improbable se vuelve el instrumento de la victoria. Es una invitación a la humildad, a la entrega, a la confianza en que Él puede tomar lo poco que tenemos y multiplicarlo para Su gloria, para la liberación de Su pueblo.
Y finalmente, la cualidad que lo definió, la esencia de su ser en ese momento crucial: la valentía. El apelativo "hijo de Anat" puede indicar que Samgar era de Bet-anat en Galilea, un lugar geográfico. Pero esto parece poco probable dado su nombre, que también es extranjero, que resuena con una sonoridad ajena a la tradición israelita. Es más probable que esta expresión se remitiera a Anat, la diosa cananea de la guerra, hermana y esposa de Baal. "Hijo de Anat" probablemente aquí significa "un hombre como Anat", es decir, "un guerrero" de "clase militar", un hombre forjado para la batalla, con un espíritu indomable.
Esto explicaría su arrojo, su valentía, esa audacia que desafió la lógica y el miedo. La Biblia nos dice que mató a 600 Filisteos. No sabemos si en una sola batalla, en un torbellino de furia y justicia, o en varias escaramuzas a lo largo del tiempo, en una resistencia constante y agotadora. Sin embargo, lo de resaltar, lo que se graba en la memoria, era su valentía. No era la valentía de la imprudencia, sino la del propósito. La valentía de quien ve la injusticia y se niega a aceptarla. La valentía de quien, con una herramienta de labranza, se enfrenta a un ejército armado.
No importa quiénes seamos, ni qué usemos, ni de dónde vengamos, ni cuán insignificantes nos parezcan nuestras herramientas. Pero algo que sí importa, algo que es crucial en la vida, en la carrera de la fe, es lo valientes que seamos. La valentía no es la ausencia de miedo, sino la decisión de actuar a pesar del miedo. Es la fuerza interior que nos impulsa a tomar cartas en el asunto, a no huir de las situaciones que deben ser enfrentadas, a no escondernos cuando la verdad exige ser defendida. Es la disposición a levantarse cuando todos los demás se sientan, a hablar cuando todos los demás callan, a luchar cuando todos los demás se rinden.
Para el cristiano, la valentía no es una cualidad innata de unos pocos elegidos, sino una gracia que se cultiva en la dependencia de Dios. Es la valentía de vivir una vida que no se conforma a los patrones de este mundo, de defender la verdad en un mundo que abraza la mentira, de amar en un mundo lleno de odio, de perdonar cuando el corazón clama por venganza. Es la valentía de ser diferente, de nadar contra la corriente, de confiar en lo invisible cuando lo visible grita desesperación. Samgar, el juez silencioso, el extranjero con la aguijada de bueyes, nos recuerda que la verdadera valentía no reside en el tamaño de nuestra espada, sino en la firmeza de nuestro espíritu, en la convicción de nuestro propósito, y en la fe inquebrantable en un Dios que nos llama a ser más de lo que creemos ser.
La breve historia de Samgar, ese destello en el libro de Jueces, revela verdades poderosas que resuenan en el alma de cada creyente. Nos enseña que debemos enfrentar los desafíos, que no podemos huir de las situaciones que claman por nuestra acción, que la inercia es una forma de derrota. Nos muestra que Dios usa a personas y herramientas improbables para Sus propósitos, que nuestra identidad o nuestros recursos no son una barrera para Su poder, sino un lienzo sobre el cual Él pinta Sus milagros. Y, crucialmente, nos recuerda que lo que realmente importa en la vida, en la batalla espiritual, en la construcción del Reino, es la valentía. Como cristianos, somos llamados a ser guerreros, no con espadas de acero, sino con la espada del Espíritu, con la verdad, con el amor. Somos llamados a no quedarnos quietos ante la adversidad, a no ceder al miedo, a no permitir que la desesperación nos paralice. Debemos levantarnos, tomar cartas en el asunto, con lo que tengamos en nuestras manos, confiando en que Dios nos equipa para la lucha, que Él nos da la valentía para enfrentar lo que parece imposible. En la historia de Samgar, encontramos un eco de la verdad eterna: la victoria no es para los más fuertes o los mejor armados, sino para aquellos que, con fe y valentía, se atreven a creer que con Dios, lo improbable se vuelve posible
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