Tema: Los milagros de Jesús. Título: La suegra de Pedro. Texto: Lucas 4: 38 – 39. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
La fatiga de la luz, esa es la verdadera medida del espíritu. Acababa de salir el Maestro de la vorágine de la sinagoga de Capernaúm, donde la palabra se había alzado como un martillo y el espíritu inmundo, al ser desalojado de su inquilino humano, había gritado con la voz del reconocimiento y la derrota. El poder no es solo una exhibición; es un gasto, una combustión. Y es en el reposo, en el retiro a lo doméstico, donde se manifiesta la necesidad más íntima, la que no clama con violencia, sino que arde en silencio. Jesús entra en la casa de Simón, el pescador que pronto sería llamado la Piedra, y allí, el escenario se reduce del teatro público a la humilde geografía de la alcoba. Es la transición del estruendo de la liberación al susurro de la fiebre, una enfermedad que no ataca el alma con demonios sino al cuerpo con el calor simple y devastador.
Y es precisamente en este umbral donde la contingencia humana se encuentra con la trascendencia. La suegra de Pedro se consumía. No era la lepra que aísla o la ceguera que desespera; era una "gran fiebre," un incendio interior que consume la vida lentamente, robando la fuerza para levantarse, para seguir. Es la enfermedad ordinaria, la que conocen todas las casas, la que nos recuerda que somos, en última instancia, criaturas de barro y tiempo. Y el texto, en su parquedad evangélica, nos ofrece el primer y más crucial movimiento de la fe, el que define el carácter de toda la empresa espiritual: el ruego.
No sabemos quién de los presentes tomó la iniciativa, si fue Simón, el hijo, o Andrés, el hermano, o si fue el joven Juan, cuya mirada aún era fresca. Pero la acción fue colectiva, un murmullo de cuatro o cinco voces que se unieron para hablar a Jesús sobre ella. “Le rogaron por ella,” dice el narrador, y en esa sencillez reside la profunda dignidad de la intercesión. No se le exigió un milagro; no se le recordó una promesa pública. Simplemente se le presentó la necesidad, desnuda y urgente, envuelta en la confianza de que el que acaba de expulsar a un demonio tendría también poder sobre la termodinámica del cuerpo humano.
Este acto de rogar es la más honda confesión de la fe. Es admitir la propia bancarrota, el fin de la medicina doméstica, el fracaso del paño húmedo. Es el reconocimiento de que hay fuerzas que exceden nuestra capacidad de manejo, y que el único recurso viable es apelar a Aquel cuya autoridad trasciende la enfermedad misma. Es una forma de amor que se convierte en acto litúrgico, un puente vocal tendido entre la miseria de la tierra y la suficiencia del Cielo. Y la Escritura nos advierte, con una seriedad casi hiriente, que esta tarea de intercesión no es una opción sentimental, sino un deber existencial.
Existe una geometría oculta entre la soberanía divina y la oración humana. Algunos, envueltos en la quietud de una teología demasiado cerebral, argumentan que si Dios ya ha determinado lo que ha de ser, entonces el ruego es una redundancia, un ejercicio piadoso pero inútil. ¡Qué vasta incomprensión de la gracia! Dios, en Su infinita sabiduría, ha elegido que ciertas corrientes de Su poder, ciertas dispensaciones de Su bondad, fluyan únicamente a través del estrecho canal de la voz humana que clama. Hay cosas que solo ocurrirán si oramos. Nuestra voz, nuestra súplica imperfecta, es la llave que gira en la cerradura del almacén celestial. El que pide no es un mendigo pasivo; es un colaborador activo en la redención del mundo.
Y esta facultad de ser oído no es universal. El pacto establece fronteras, no por capricho de un déspota cósmico, sino por la realidad de una relación comprometida. Se ha prometido que Dios escucha a Sus hijos, a aquellos que, por la fe, se han injertado en el árbol de la gracia. La oración del justo tiene un peso diferente, una resonancia distinta. Es la voz familiar que el Padre reconoce entre el clamor anónimo del mundo. Aquel que no es Suo puede ser oído por Su misericordia general, sí, pero no tiene la seguridad del acceso. Para el creyente, en cambio, la oración es una certeza, no un juego de azar. Es el código de acceso al corazón de la voluntad. La intercesión, pues, no es sólo el acto de rogar por otros, sino el recordatorio de la posición privilegiada—y por lo tanto, la inmensa responsabilidad—que se nos ha otorgado. Nos han concedido la peligrosa y gloriosa tarea de ser los puentes sobre los que otros cruzan de la enfermedad a la sanidad, de la desesperación a la esperanza.
El segundo momento de esta breve y colosal historia es la acción de sanidad. Y aquí nos encontramos con un fenómeno que perturba la pulcritud de la lógica humana: Jesús sana de manera diferente. Cuando cotejamos los tres testigos—Mateo, Marcos y Lucas—la escena se enriquece, pero también se complica, como si la verdad fuera una joya que debe ser vista desde múltiples ángulos para captar su refulgencia completa.
Mateo, el pragmático, dice que Jesús "le tocó la mano." Un gesto de contacto físico, una transferencia de la vida de lo puro a lo impuro, de lo sano a lo enfermo. La acción es simple, directa, casi médica. Marcos, el narrador dinámico, añade la energía del movimiento: "la levantó de la mano." Es un acto de dignidad restaurada, de sacar a la mujer del letargo de la cama y reintegrarla de inmediato a la vida activa. La sanidad no es un evento pasivo; es una resurrección a la acción.
Pero es Lucas, el médico, el que añade la profundidad del misterio y el lenguaje de la autoridad: "Jesús se inclinó hacia ella y reprendió a la fiebre." El Maestro se inclina: un gesto de humildad profunda ante el sufrimiento, el movimiento de la Encarnación misma. Y luego, la palabra, el mandato imperioso: reprendió. La fiebre no es vista como un mero desequilibrio químico, sino como una entidad con voluntad, una fuerza hostil que debe ser confrontada y silenciada.
¿Contradicciones? Solo para el espíritu que exige una sola fotografía estática de la verdad. Para el corazón que ama el misterio, son complementos gloriosos. Lo que sucedió en ese breve y sagrado instante fue, probablemente, una sinfonía de gracia: Jesús, con la mirada de la compasión, se inclinó, Su mano se extendió para tocar y levantar, y de Su boca salió la orden que desmanteló la enfermedad. El toque, el levantamiento y la reprensión no son opciones separadas, sino una demostración plena de la autoridad de Dios sobre el cuerpo, el espíritu y la materia.
Este acto múltiple es, para el creyente, una lección profunda sobre la inagotable variedad de la obra divina. Dios no está encadenado a un solo método. Su poder es una fuente que fluye en múltiples causes, y la fe debe estar atenta a reconocer Su mano en todas ellas.
Existe, por un lado, la sanidad que irrumpe como un rayo en la noche: la sanidad milagrosa, instantánea. El cuerpo se reajusta, la célula se regenera, el dolor se disuelve en el instante de una orden. Es la intervención directa, el recordatorio de que Él está por encima de las leyes que Él mismo creó. Esta es la sanidad que nos asombra y nos da el aliento para creer en lo imposible.
Luego está la sanidad paulatina, la que se despliega como un amanecer lento. Es la gracia que se dosifica en el tiempo, la mejora que exige paciencia, que obliga a la fidelidad diaria. El creyente, al pasar por este proceso, aprende el valor de la perseverancia, el arte de vivir en el proceso de la sanación, donde la fe no es sólo un grito, sino un largo y sostenido susurro.
Y, quizás la forma más desafiante para el espíritu simplista, es la sanidad que llega a través del médico, la ciencia, el medio humano. Esta es la santificación de lo ordinario. Dios no desprecia la inteligencia ni el conocimiento que Él mismo ha infundido en el hombre. El médico, con su bisturí o su receta, no es un rival de Dios, sino a menudo Su herramienta más precisa. Rechazar la ayuda médica en nombre de una "fe" que es en realidad presunción, es despreciar el don de la providencia. Dios sana a través de la física y la química, a través de la experiencia acumulada y la ciencia del cuerpo. La fe del creyente se demuestra no en el rechazo de los medios, sino en la confianza de que el poder que mueve el universo es el mismo poder que guía la mano del cirujano o que potencia la acción de una simple pastilla.
Esta pluralidad de métodos nos obliga a abandonar la rigidez. La fe no es una fórmula mágica que garantiza el mismo resultado con los mismos pasos. Es una relación viva y dinámica. Lo importante no es cómo sana, sino que Él es la Fuente de toda sanidad. Nuestro papel es rogar, recibir, y nunca limitar la capacidad de Dios a nuestra propia comprensión.
Si la sanidad es la obra de la Gracia, la respuesta humana es la obra de la Verdad. Y aquí llegamos al tercer pilar de la historia, la conclusión obvia y a la vez la más difícil de nuestra vida espiritual: debemos agradecer no solo con palabras, sino con la acción que reorienta nuestra existencia.
Los tres evangelistas, que difieren en el detalle del toque, coinciden con perfecta armonía en el resultado. La suegra de Pedro, "se levantó y les servía." No hubo un periodo de convalecencia, no hubo un momento de duda o de asombro pasivo. La sanidad no fue solo un evento físico; fue un mandato moral. Fue instantánea y completa, y su primera manifestación no fue una danza o un testimonio público, sino la simple y humilde restitución al servicio doméstico.
El milagro, para esta mujer, no fue un final, sino un nuevo comienzo, una dotación de energía destinada no al ocio, sino al deber. Ella había sido liberada de la fiebre para poder servir la mesa, para atender a los que la habían intercedido, para cuidar del Hombre que la había sanado. Su gratitud fue su vida misma, convertida de paciente en anfitriona, de postrada en sierva.
Esta es la respuesta obvia, la única respuesta que tiene sentido ante la gracia inmerecida. ¿Cómo se agradece un milagro? No con la emoción pasajera que se disuelve tan pronto como la crisis pasa. Se agradece con la dedicación, con la entrega de la vida que ha sido redimida. Recibimos la sanidad para poder servir, el perdón para poder amar, la liberación para poder obedecer.
Pero la enfermedad espiritual es astuta, y la respuesta humana, con frecuencia, se desvía en tres caminos trágicos.
Hay, primero, aquellos que se vuelven adictos al milagro. Son los que transforman la fe en una búsqueda incesante de lo espectacular, los que solo se sienten vivos en el borde del precipicio, anhelando la próxima intervención dramática. Para ellos, el milagro no es la evidencia de la soberanía de Dios, sino el combustible de su propia adrenalina espiritual. Su vida de fe es una carrera de obstáculos donde sólo el fuego y el trueno tienen valor. Rechazan lo ordinario, el pan de cada día, y en su búsqueda frenética de lo extraordinario, se olvidan del servicio silencioso y constante, que es el verdadero tejido de la vida cristiana.
Luego están los que se quedan sentados y agradecidos. Son los que reciben el perdón y la sanidad, y se instalan en una cómoda pasividad. El milagro es un recuerdo precioso, una medalla al cuello. Pero el asiento es confortable, y el mundo que necesita intercesión, y que necesita el servicio, sigue girando sin ellos. Su gratitud se convierte en una emoción estéril, una satisfacción interior que no se derrama en el esfuerzo. Olvidan que la fuerza recién adquirida es un capital que debe invertirse en el reino, que la mano que fue tocada y levantada no fue para sostener una copa de vino, sino para tomar la escoba o para tender un pañuelo al que llora. La parálisis del agradecimiento es una forma de ingratitud.
Y, finalmente, en el más trágico de los giros, están aquellos que se apartan de Dios. Son los que confunden la bendición con el Benefactor. Una vez que la crisis ha pasado, y la salud o la fortuna han sido restauradas, se dan cuenta de que la vida de pacto exige más que el simple ruego; exige la obediencia, la renuncia y el discipulado. Y así, el alivio se convierte en la excusa para el distanciamiento. El que fue salvado se marcha, con el botín de la gracia en la mano, y se olvida del Dador. Es la ingratitud que roza la traición, el olvido del pozo después de haber saciado la sed.
La suegra de Pedro nos redime de estas desviaciones. Ella nos enseña la verdad radical: la sanidad es para el servicio. La liberación de la enfermedad se traduce inmediatamente en la liberación para la misión. Ella se levantó y sirvió. Su vida, en ese instante, se convirtió en un acto de culto práctico, la respuesta perfecta a la gracia. No fue a buscar otro milagro, ni se sentó a contemplar el que había recibido. Ella tomó su lugar en la economía del hogar y del reino, demostrando que la fe, cuando es real, se convierte en manos laboriosas.
En la sencillez de esta escena—cinco hombres, una mujer postrada, un ruego, un toque, una reprensión—se destila la esencia de la vida con Cristo. Es la geografía de la gracia, la coreografía del pacto.
Nos muestra el poder irreductible de la intercesión de los creyentes. Nos obliga a levantar los ojos de nuestro propio dolor y a llevar la necesidad del prójimo ante el único que puede resolverla. Es un llamado a la valentía de la voz, a la audacia de creer que nuestro ruego tiene peso en la balanza.
Nos enseña a la vez, que el Maestro es el Señor de la variedad, que Su autoridad se ejerce en múltiples elipsis: a veces con el rugido del milagro, a veces con el lento suspiro del tiempo, y a veces con la precisión santificada de la medicina. La fe madura aprende a buscar Su mano en todas las manifestaciones, sin despreciar la forma en favor del poder.
Y sobre todo, nos confronta con la verdad de la gratitud activa. La vida cristiana no es una silla de ruedas que nos lleva a un asiento cómodo; es un proceso que nos devuelve a nuestros pies, para que podamos entrar de nuevo en la densa, difícil, y gloriosa tarea del servicio. La prueba final de que hemos sido tocados por la Gracia no es la ausencia de la enfermedad, sino la presencia de las manos dispuestas. El milagro, en su sentido más pleno, es la transformación del receptor pasivo en un siervo activo. Que nuestra vida, como la de aquella mujer anónima, sea el testamento constante de que el toque de Jesús nos ha levantado para servir.
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1 comentario:
Algo tan sencillo como una fiebre a veces es un impedimento para servir a Jesús de la forma apropiada. Hay pequeños malestares que nos atan y nos mantienen fuera de combate. Por eso no solo en las cosas graves, sino también en las sencillas debemos rogarle al Señor que las quite para poder servirle cada día mejor y con agradecimiento.
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