Tema: Misiones. Título: Fundamentos de la obra
misionera. Texto: Hechos 13: 1 – 3. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez
Ruiz.
I. TENER EL LLAMADO (Ver 13:2)
II. TENER UNA IGLESIA (Ver 13:3).
III. TENER UN LUGAR (Ver 13: 4
– 5).
Todo comienza con el Llamado, ese acto soberano y a veces terrible que irrumpe en la paz de la adoración. Imaginemos la iglesia en Antioquía, un crisol de naciones, un puerto seguro. Allí estaban los profetas y maestros: Bernabé, cuyo nombre ya era un eco de consuelo; Simón, el Negro; Lucio de Cirene, portando la memoria de África; Manaén, que había compartido el pan en la infancia con Herodes, y el fiero Saulo, el perseguidor convertido en apóstol. Ayunaban, no como un ejercicio de penitencia estéril, sino como una ofrenda de vacío, buscando el hueco necesario en el alma para que el eco de Dios pudiese resonar sin distorsiones. Y fue en ese silencio hambriento, en esa comunión profunda, que el Espíritu Santo pronunció el nombre de dos hombres: Bernabé y Saulo. "Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado." La Misión, en su origen más puro, no es una elección de la voluntad humana, sino una elección divina. Es fácil, en el fervor del cristianismo, confundir la pasión personal con el destino eterno. Podemos ser cristianos con una pasión ardiente, capaces de venderlo todo y de predicar con fuego en cualquier esquina. Y el Señor, en Su gracia, puede tomar esa ofrenda y usarla para un viaje, para un tiempo limitado, para un ministerio local. Pero el misionero, en el sentido más trascendental y fundacional, es aquel que ha sido apartado, seleccionado con la precisión de un orfebre que elige el oro más puro para la corona.
El llamado no es solo una invitación; es una separación. El Espíritu no dice: "Acepten la oferta de Bernabé y Saulo," sino "Apartadme," lo cual implica un corte, una destinación irrevocable. El alma llamada siente cómo el mapa del mundo se superpone al mapa de su propia existencia, y ya no hay vuelta atrás. ¿Cómo saber, entonces, si la pasión que nos mueve es el simple deseo de hacer el bien, o el peso glorioso de un destino impuesto por el Altísimo? La señal más clara es la resonancia, ese eco interior que afirma: "Soy elegido para este menester." Pero el llamado también trae consigo sus propias credenciales, marcadas no por certificados, sino por cicatrices. Pienso en tres evidencias, tan rudas como la madera del púlpito y tan esenciales como el aire. La primera, por supuesto, es un amor irrefrenable por las misiones, un dolor profundo por la geografía no alcanzada, una sed de almas que supera cualquier placer terrenal. La segunda, la más difícil de forjar, es un carácter recio, templado en la fragua de la disciplina y el desengaño, capaz de sostenerse cuando todo lo demás se desmorona. El misionero debe ser como una roca en el desierto, inmutable ante el sol y la tormenta.
Y la tercera evidencia, ligada a la segunda, es la disposición a soportar la incomodidad y el sacrificio en un lugar lejano, en la periferia, allí donde el confort se disuelve y solo queda la fe desnuda. No se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación hacia la renuncia. Es en la carencia donde se prueba la autenticidad del llamado, donde el alma aprende a alimentarse no de pan, sino de la Palabra que la envió. Recuerdo mi propia historia, un susurro que se hizo oración a temprana edad: "Quiero ser misionero." Lo deseaba con la fuerza que solo la juventud puede conferir a un ideal. Me veía a mí mismo en latitudes inexploradas, con la Biblia como única compañía y un mapa rasgado como guía. Oré, me preparé, me ofrecí. Pero la providencia de Dios es un río que a veces desvía su cauce por caminos que la geografía humana no comprende. Él no me guio a la selva, sino a la ciudad; no a la tienda de campaña, sino al púlpito fijo. La Misión, aprendí con una punzada de humildad, no es solo un acto de ir, sino un acto de obediencia al lugar donde Él te planta. Mi pasión era sincera, mi disposición era real, pero el llamado específico para el "menester misionero" fue dado a otros. Y en ese reconocimiento, en esa aceptación de mi propio campo de batalla, encontré la paz y la certeza de que mi vocación, aunque diferente, era igualmente sagrada. La lección práctica es brutal: el llamado del misionero es una gracia especial, y el resto de la Iglesia está llamada a ser el soporte que sostiene esa gracia.
Y este es, precisamente, el segundo fundamento ineludible: Tener una Iglesia. El relato de Hechos 13 es un milagro de dependencia mutua. La Misión, aunque se cumple en la soledad del campo de batalla, nace, se nutre y es lanzada desde el seno de la comunidad. El versículo uno nos presenta la escena: la Iglesia que estaba en Antioquía. Bernabé y Saulo no salieron como aventureros solitarios o como emprendedores espirituales auto-ungidos. Fueron separados, sí, por el Espíritu, pero también enviados por la Iglesia. La imposición de manos que se describe en el versículo tres no fue un ritual de bendición casual, sino la transferencia de autoridad, el aval de la comunidad, el compromiso tangible de un cuerpo de creyentes que decía: "Tu vida es nuestra vida, tu misión es nuestra misión, y te sostenemos con nuestras rodillas dobladas." Es un acto de fe compartido, un sacrificio colectivo.
La iglesia de Antioquía comprendió su rol en esta gran sinfonía. Su labor no terminaba en la despedida emotiva en el puerto. En primer lugar, estaba el compromiso de la supervisión y el apoyo. El misionero, al ser humano, necesita guía, recursos, y la certeza de que su trabajo es reconocido y validado por la autoridad que lo envió. En segundo lugar, y quizás lo más vital, estaba la oración. El versículo veintiséis del mismo capítulo nos recuerda cómo Pablo y Bernabé regresaron a Antioquía, el lugar donde "los habían encomendado a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido." La oración de la iglesia no era solo un buen deseo de despedida; era el cable umbilical que conectaba el fuego de la predicación en Chipre o Iconio con la seguridad del templo en Antioquía. Cada paso dado por Pablo era sostenido por un coro silencioso de intercesión. El misionero necesita saber que cuando la desolación le golpee en el rostro, hay una comunidad orando por él. Que cuando la tentación se haga intensa, hay una iglesia que lo cubre con la armadura de la fe.
La Misión es, por naturaleza, una deuda de rendición de cuentas. El versículo veintisiete lo confirma con una sobriedad hermosa: Bernabé y Pablo rindieron un informe de lo que Dios había hecho en su viaje. No se trataba de un informe financiero (aunque también es necesario), sino de un testimonio de la obra de Dios. Este ciclo de enviar, sostener en oración y recibir el informe cierra el círculo de la Misión. Le da al misionero un sentido de conexión y pertenencia, y a la iglesia, la alegría y la motivación para seguir invirtiendo. Los misioneros son las manos extendidas de la Iglesia hacia las naciones, y la Iglesia es el corazón latente que bombea la sangre de la vida y el recurso hacia esas manos. Apoyar a un misionero, orar por él, proveer para él, es en la práctica, ser un misionero sin tener que cruzar el mar. Es la realización del amor en su forma más sacrificial y global.
Finalmente, el tercer fundamento es Tener un Lugar. La Misión es una vocación que se ancla en la geografía, en el polvo de una tierra específica. Una vez que la iglesia los despidió con ayuno y manos impuestas, el Espíritu Santo tomó el control de la brújula. No fue un viaje elegido por la belleza del paisaje o la facilidad del acceso. Nos dice el texto (v. 4-5) que fueron a Seleucia, un puerto, un punto de transición entre la estabilidad conocida y el inmenso mar. De allí, partieron a la Isla de Chipre, un territorio familiar para Bernabé, y desembarcaron en Salamina, donde la labor comenzó de inmediato en las sinagogas. El misionero es, por definición, un viajero cuya ruta está dictada no por la comodidad de un GPS, sino por la guía sutil pero firme del Espíritu. El llamado nunca es abstracto; siempre es territorial. Necesita un nombre, un mapa, una coordenadas.
La ruta se desplegó ante ellos con nombres que hoy resuenan como hitos de fe: Antioquía de Pisidia, Perge, Listra, Iconio. Cada lugar representaba un desafío diferente, una cultura nueva, una oposición feroz. Pero cada lugar era el destino designado para ese momento preciso. Recuerdo el inicio de nuestra propia historia con el Vichada. Hace muchos años, la oración de un joven pastor pedía a Dios la oportunidad de evangelizar indígenas, una imagen romántica de la Misión, forjada quizás en lecturas de pioneros. Y un día, en la puerta de una reunión pastoral, un Señor anónimo repartía panfletos, un trozo de papel que se convirtió en el mapa de nuestra vocación. Él pedía ayuda para viajar al Vichada. Fue un encuentro casual, pero una providencia divina. Aquel panfleto se convirtió en el punto de contacto que nos conectó con los indígenas Guahibos y Piapocos. La Misión no vino a buscarnos con trompetas en la cumbre de una montaña, sino a través de un simple papel en una puerta. El Espíritu opera con esa economía de lo pequeño, usando lo trivial para apuntar hacia lo eterno.
El Vichada es el lugar que hoy nos llama, un territorio donde la fe se cruza con la historia de los Guahibos (alrededor de 23 mil, con su idioma Sikuani) y los Piapocos. Es un lugar que nos habla de la inmensidad de la tarea y de la huella profunda de aquellos que nos precedieron. Allí, en la selva y los llanos de Colombia, se fundó un legado de coraje. Recordamos la obra monumental de Sofia Muller, una mujer cuyo nombre debería grabarse en el mármol de la fe misionera. Ella no solo fundó más de setenta iglesias en medio de la adversidad, sino que también realizó alrededor de veinte traducciones bíblicas, llevando la luz de la Palabra a las lenguas que no tenían voz para Su nombre. Nuestro viaje al Vichada, del 10 de diciembre al 5 de enero, no es el inicio de una historia, sino la continuación de una epopeya que comenzó con el llamado de esa mujer pionera. El misionero es un heredero, un eslabón en una cadena de fe que se extiende a través de los siglos. Ir al lugar es honrar ese legado, es pararse sobre la tierra ya arada por el sacrificio de otros. Es transformar el paisaje anónimo en Tierra Santa.
La Misión es el eco de un corazón que arde y la respuesta de un cuerpo que se mueve hacia la necesidad. Es una triada ineludible: la elección irrevocable del Llamado, la sustentación visible y ferviente de la Iglesia, y la dirección precisa del Lugar. Sin el llamado, la Misión es solo filantropía; sin la Iglesia, es un acto solitario y vulnerable; sin el Lugar, es una intención vacía, un mapa sin destino. Estamos llamados a ser parte de esta obra transformadora. Si el Espíritu no te ha apartado para ir, te ha apartado para sostener a los que van, para doblar tus rodillas por ellos y para proveer los recursos que les permitan transformar la selva en jardín, y el corazón perdido en templo. ¿Estamos dispuestos a asumir nuestro rol, a desprendernos de nuestra comodidad y a invertir nuestra vida en ese imperativo divino? La Misión no es un programa, sino el aliento mismo de la Iglesia.
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