Tema: Números. Título: La Biblia lo advirtió: ¿Usamos el poder de nuestras palabras para crear una tragedia o un milagro? Texto: Números 14: 1 – 10. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LLORO (Ver 1).
II. QUEJA (Ver 2)
IV. ENDURECIMIENTO (5 – 10).
Cuando hablamos del poder de la palabra, no nos sumergimos en las especulaciones místicas de la declaración o la profecía como actos de creación ex nihilo, ni en la fantasía de anular realidades con el mero sonido de nuestra voz. No. Nos referimos, con una certeza que roza lo ineludible, a la capacidad inherente de las sílabas, de los fonemas articulados, de las frases tejidas con intenciones y miedos, para esculpir y deformar el paisaje emocional, mental y espiritual de aquellos que nos escuchan, de aquellos que nos siguen. Es un poder tangible, casi visceral, que se manifiesta en la estela de cada expresión. En el corazón de esta antigua historia, el informe, esa cadena de palabras, de los diez espías se desplegó como una plaga, desatando consecuencias emocionales tan terribles y sísmicas que el alma del pueblo mismo se desgarró.
Veamos, entonces, con una mirada implacable y una reflexión que se niega a eludir la incomodidad, cómo esta fuerza oscura de la palabra se manifestó.
El primer torbellino que las palabras desataron fue el llanto. El versículo 1, con su escueta precisión, traza el cuadro de una aflicción colectiva, un lamento que no fue un suspiro efímero, sino una marea creciente que anegó la noche entera. La tristeza, profunda y penetrante, no se contuvo en gemidos silenciosos; estalló en gritos, un coro de desesperación que se elevaba hacia el vasto cielo del desierto. Aquí reside una verdad, a menudo olvidada en la ligereza de nuestro hablar cotidiano: las palabras que escapan de nuestros labios poseen el potencial insidioso de sembrar una amarga tristeza, una desolación que se incrusta en el corazón de quienes las reciben, como una espina. Son arquitectos invisibles, capaces de levantar muros de desolación o de derribar pilares de esperanza en el alma ajena.
Inmediatamente, como una metástasis de la aflicción, el llanto mutó en queja. El versículo 2 nos revela cómo el veneno del mal informe se deslizó en el torrente sanguíneo del pueblo, alterando su percepción de la realidad, distorsionando su gratitud. Los hijos de Israel, presos ahora de una nostalgia mórbida, comenzaron a añorar la esclavitud de Egipto, esa tierra de servidumbre, e incluso la muerte misma en la desolación del desierto. Un absurdo, un sinsentido que solo puede germinar en la tierra fértil de la desilusión propagada por palabras. Aquellas palabras envenenadas de los espías no solo destilaron descontento, sino que corroyeron la gratitud, ese pilar fundamental de la fe. Nos recuerdan, con una resonancia escalofriante, cómo nuestras propias palabras pueden ser los vehículos de la ingratitud, cómo pueden erosionar el reconocimiento de las bendiciones divinas y cultivar un amargo descontento en aquellos a quienes se dirigen. Son como un ácido lento, pero implacable, que disuelve la dulzura de la vida.
Y de la queja, en un descenso inexorable hacia el abismo, surgió la rebelión. Los versículos 3 y 4 narran la culminación de esta espiral descendente. Las quejas, antes dirigidas a líderes humanos, ahora se elevan, con una audacia impía, directamente contra Dios mismo. Cuestionan Sus motivos, Su bondad, Su propósito. La lógica retorcida del miedo les susurraba que Dios los había traído al desierto solo para la muerte, para ser presa de otras naciones. Una visión grotesca, una caricatura blasfema de la verdad divina. Y la culminación de esta locura: la conspiración para nombrar un nuevo líder, para revertir la senda de la liberación, para regresar al yugo de Egipto. Aquí, la verdad se revela con una brutalidad que nos hiela la sangre: nuestras palabras, con su poder sutil pero devastador, pueden ser los catalizadores de la rebelión. Pueden sembrar la duda en el corazón de otro, llevándolo a cuestionar los motivos más puros de Dios, a dudar de Sus propósitos, a construir altares de desconfianza en el desierto de su propia alma. Son agentes de la disidencia espiritual, capaces de desorientar y desviar del camino recto.
Finalmente, la manifestación más escalofriante de este poder destructivo de la palabra: el endurecimiento. Al escuchar la cacofonía de este lamento, de esta queja, de esta rebelión, el texto nos presenta dos reacciones diametralmente opuestas, dos respuestas que definen la esencia de la fe y la apostasía.
Primero, la profunda humildad de Moisés y Aarón. Ellos, los pilares de la guía divina, se postraron. Una postura no de debilidad, sino de una sabiduría forjada en el crisol de la comunión con Dios. Sabían, con una certeza que cortaba el alma, que las palabras y las acciones del pueblo eran una provocación directa a la ira divina, un desafío a la santidad misma de Dios. Su postración no era resignación, sino intercesión, un clamor desesperado ante la magnitud de la ofensa.
Segundo, la reacción apasionada y dolorosa de Josué y Caleb. Ellos, los testigos de la verdad, rasgaron sus vestiduras, un gesto ancestral de dolor o indignación profunda. Su alma se desgarraba ante la ceguera y la obstinación de sus hermanos. Y en medio de la marea de la incredulidad, se alzaron como faros de esperanza, sus palabras, diametralmente opuestas al veneno de los diez espías, eran un ungüento para el alma herida del pueblo:
"La tierra es muy buena." Una verdad simple, brutalmente negada por el pesimismo imperante. Habían visto la misma tierra, pero sus ojos estaban ungidos por la fe.
"Si el Señor se agrada de nosotros..." Un recordatorio vital de la condición de la bendición, un llamado a la obediencia y a la confianza. Contrastaba con la narrativa de imposibilidad que los espías habían tejido con sus palabras de miedo.
"Los comeremos como pan." Una imagen de victoria audaz, una fe que ve a los gigantes no como amenazas insuperables, sino como alimento, como oportunidades para la manifestación del poder de Dios. ¡Qué contraste con la auto-percepción de "cucarachas" que los otros habían inculcado!
El informe de Josué y Caleb era una invitación al coraje, a disipar el temor, a depositar la confianza inquebrantable en el Dios Todopoderoso. Su mensaje era un bálsamo de fe. En cambio, el mensaje de los diez espías era una invitación a la tragedia, una profecía autocumplida de derrota. Es un patrón que se repite dolorosamente en la historia humana: a menudo, es más fácil desanimar que inspirar, es más fácil creer a la multitud, a la voz del consenso negativo, que a la voz minoritaria que clama esperanza y verdad.
¿Cuál fue la reacción final de este pueblo, ya tan profundamente afectado por la palabra de incredulidad? El versículo 10 nos lo revela con una brutalidad sobrecogedora: en lugar de acoger las palabras de vida de Josué y Caleb, buscaron apedrearlos. Habían descendido a un estado de endurecimiento tan profundo, tan petrificado por el temor y el pesimismo, que ya no podían, no querían, oír otra cosa que no fuera la resonancia de su propia desesperación.
Aquí reside una advertencia que nos atraviesa el alma: nuestras palabras pueden llevar a las almas a tal estado de endurecimiento, a una desesperanza tan abismal, que no solo pierdan completamente la fe, sino que lleguen a desear apedrear, a silenciar violentamente a aquellos que, con un amor y una fe inquebrantables, osan hablarles de esperanza y de una visión más allá de su propia oscuridad.
Las palabras, en su esencia más profunda, no son meros sonidos que se disuelven en el aire. Son semillas, lanzadas con intenciones, conscientes o inconscientes, que germinan en el suelo del alma humana, capaces de edificar monumentos de esperanza o de erigir fortalezas de desesperación. La incredulidad y el pesimismo, propagados por la voz, pueden sembrar una tristeza tan amarga que el llanto se haga una constante, una ingratitud que corroe la alegría, y una rebeldía que ciega ante la bondad divina. Es un poder que, si no se domina por la fe y el discernimiento, puede llevar al endurecimiento del corazón, a la pérdida irremediable de la promesa, y a la perpetuación de un exilio autoimpuesto. Que, en la quietud de esta tarde, y en cada amanecer que se nos conceda, elevemos nuestras voces, no para resonar con la desesperación del mundo, sino para inspirar una fe inquebrantable, para sembrar semillas de esperanza y para ser instrumentos de la vida, cueste lo que cueste, para la gloria de Aquel que es la Palabra misma.
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