✝️Tema: Compañerismo. ✝️Título: El hombre de la mano seca. ✝️Texto: Marcos 3:1–6. ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I. EL EJEMPLO DE JESÚS.
II ACTITUDES AL CONGREGARNOS.
III. LOS SENTIMIENTOS DE JESÚS.
La sinagoga era un crisol de intenciones aquel día. En un extremo, la presencia que irradiaba el amor que había creado las estrellas. En el otro, un grupo de hombres vestidos con la autoridad del intelecto y la ley, los escribas y fariseos, cuyos corazones eran como piedra labrada, duros y fríos, sellados contra la misericordia. Y entre ambos, en el silencio tenso del recinto, se encontraba un hombre. Un hombre cuya existencia misma era un grito. Tenía una mano seca, atrofiada, un miembro que había perdido su propósito, su fuerza, su vitalidad. Era una mano que no podía trabajar, no podía abrazar, no podía dar. Era la metáfora perfecta de la esterilidad del alma, la imagen de un potencial perdido, de una vida que se había encogido en la inmovilidad de la desesperanza.
El drama se había instalado. La mirada de Jesús no se posó en los críticos que acechaban, sino que se fijó en el hombre de la mano seca. Su corazón, un abismo de compasión, ya había dictado su veredicto. Él había venido a adorar, sí, pero su adoración nunca fue un acto de devoción aislado. Su adoración era la acción misma de amar y de sanar. Para Jesús, el compañerismo no era solo un evento; era un llamado a ser bendición para otros. Era la manifestación de que el ritual es efímero si no está cargado de un amor tangible, de una gracia que desborda.
Pero el centro de la escena no era Jesús, sino las dos actitudes humanas que se enfrentaban en ese espacio sagrado. Por un lado, la actitud de los escribas y fariseos. El texto nos dice que estaban "acechándole". Esta palabra no es casual. No estaban allí para participar, para adorar o para crecer. Eran espectadores, críticos, con la mirada aguda de un fiscal en un tribunal. Habían venido a juzgar a Jesús, a buscar una fisura en su teología, a encontrar la excusa para condenarlo por sanar en sábado. Su asistencia a la sinagoga no era un acto de fe, sino una maniobra táctica. Representan la dureza de corazón, la ironía trágica de quienes se acercan al templo para mirar al Salvador de reojo y encontrarle un defecto, en lugar de arrodillarse ante Él. Su crítica y su mirada fría les cegaron la posibilidad de presenciar un milagro. Su dureza de corazón era, en sí misma, una enfermedad más grave que la mano seca.
Por otro lado, la actitud del hombre con la mano seca. Él no tenía nada que perder, pero sí todo que ganar. Fue a la sinagoga con su necesidad a cuestas, con la vergüenza de su condición física. Pudo haber pensado: "Hoy no voy a ir. Es sábado. Me quedaré en casa. Quizás otros me juzguen. ¿Para qué ir si no puedo hacer nada útil? ¿Para qué exponerme?" Pudo haber sucumbido a las excusas que todos conocemos y que a menudo nos alejan de la comunidad. Las excusas del cansancio, del trabajo, de la apatía, del “no me siento digno”. Pero el hombre fue. Fue necesitado, sí, pero fue con una disposición que se revela en su obediencia.
Cuando Jesús lo vio, no le sanó de inmediato. Le dio una instrucción que era, en sí misma, una prueba de fe: "Levántate y ponte en medio". Imaginemos el peso de esas palabras. En un lugar donde la vergüenza se oculta y las debilidades se disimulan, Jesús lo llamó a exponer su debilidad ante todos, frente a los ojos curiosos, y frente a los ojos acusadores. Había una valentía en esa obediencia. Pudo haberse quedado sentado, avergonzado. Pudo haber murmurado una excusa. Pero en el versículo 5, vemos que se levanta y se pone en medio. Su fe no era una fe pasiva, era una fe obediente. Y por su fe obediente, por su disposición a seguir la instrucción de Jesús, su mano fue restaurada, “y le fue restaurada la mano”. Su sanidad no fue un golpe de suerte, sino la cosecha de su obediencia. Es la lección más profunda que nos deja este pasaje: la bendición, la sanidad, el milagro, a menudo se encuentra en el acto de obediencia, en el valor de exponernos en nuestra vulnerabilidad y en la fe de seguir la voz de Cristo, incluso cuando nos pide que nos levantemos y nos pongamos en medio.
Pero la historia no termina con el milagro. El texto de Marcos nos revela algo más, algo que a menudo pasamos por alto: el sentimiento de Jesús. Después de que la mano del hombre fue restaurada, Jesús miró a los escribas y fariseos "con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones". Esta es una de las descripciones más conmovedoras de la emoción de Cristo. Su enojo no era un berrinche humano, era un enojo justo, la indignación de un Dios ante la injusticia, ante la ceguera voluntaria de aquellos que preferían la letra de la ley a la vida de un hombre. Pero ese enojo estaba teñido de una tristeza profunda, una tristeza que brotaba de la compasión. Era la tristeza de un padre que ve a sus hijos alejarse de su amor, aferrándose a un legalismo que los hace ciegos. Era la tristeza de saber que ellos, con su actitud, habían perdido la oportunidad de participar en el milagro, de regocijarse en la sanidad. Su dureza de corazón les había robado la capacidad de ser bendecidos y de bendecir.
Así que este momento en la sinagoga es especialísimo, un drama universal que se repite en cada congregación, en cada reunión. La mesa está servida y el menú es el mismo: hay sanidad para el necesitado, hay una bendición para el obediente, y hay una tristeza para el corazón endurecido. No podemos ignorar la confrontación que este pasaje nos ofrece. ¿A quién nos parecemos más cuando nos congregamos? ¿Somos como Jesús, que va a adorar y a bendecir? ¿Somos como el hombre de la mano seca, que va con su necesidad y obedece con fe, dispuesto a recibir su milagro? ¿O somos como los escribas y fariseos, que vamos con una mirada de espectador y un corazón de crítico?
El compañerismo no es solo un lugar, es un estado del alma. Es el lugar donde las manos secas pueden ser restauradas, donde el corazón crítico puede ser quebrantado y donde la obediencia encuentra su recompensa. La invitación, entonces, sigue siendo la misma: ven a congregarte, pero no solo con tus pies, sino con tu corazón. Ven con la expectativa de ser bendecido, pero también con la disposición de ser una bendición. Y sobre todo, ven con la humildad de un hombre que, con su mano inútil, se atrevió a levantarse en medio de todos, porque sabía que el que estaba a su lado era el único que podía restaurarlo. No pierdas tu bendición por una excusa. El Salvador, el Sanador, está en medio de la reunión.
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