Tema: El Espíritu Santo. Título: AVIVANDO Texto: 2 Timoteo 1: 6 – 8. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
II. ¿POR QUÉ AVIVAR EL FUEGO?
IV. ¿COMO AVIVAR EL FUEGO?
La fe, esa brasa que una vez ardió con la fuerza de un incendio incipiente en lo más profundo de nuestra alma, a menudo se encuentra en peligro de convertirse en ceniza. En el frenesí de un mundo que nos distrae con sus promesas efímeras y sus ruidos insustanciales, el fuego sagrado de nuestra devoción puede languidecer, sus llamas pueden reducirse a un tenue resplandor que apenas ilumina la oscuridad. Si un alma sincera, un buscador de la verdad, se acercara y me preguntara: “Quiero ser cristiano y mantenerme en el camino, ¿qué me aconsejas?”, mi respuesta no sería un laberinto de rituales o un listado de prohibiciones. Sería una única y urgente súplica, un grito del alma que resuena a través del tiempo y el espacio: “¡Aviva el fuego! Mantente ocupado en avivar el fuego”. Porque la vida cristiana no es un estado estático, sino un acto continuo de avivar las brasas del corazón, de permitir que la llama de la gracia se convierta en una hoguera que consume todo lo que es insustancial y nos deja con la esencia de lo que somos en Cristo.
El apóstol Pablo, con la sabiduría que solo puede nacer del sufrimiento y la revelación, le ruega a su amado discípulo Timoteo en su segunda epístola: "Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos." La palabra "fuego" no es una metáfora casual; es un símbolo arcaico y universal de la presencia de Dios. Desde la zarza ardiente en el desierto que habló a Moisés, hasta las lenguas de fuego que descendieron sobre los discípulos en el día de Pentecostés, el fuego ha sido la firma divina de la revelación y el poder. Así, al leer esta exhortación, nuestra mente se asocia inmediatamente con el Espíritu Santo. Esta conexión se refuerza aún más con el uso de la palabra "don", que en el Nuevo Testamento a menudo se refiere a la dádiva del Espíritu Santo, y con la mención de la imposición de manos, un rito que, en las primeras comunidades de fe, era el conducto a través del cual el Espíritu era recibido para el servicio.
Por lo tanto, la exhortación de Pablo es una invitación a la llenura del Espíritu Santo, a que Timoteo no se contente con la mera presencia del Espíritu, sino que busque la plenitud de Su poder. Para entender esta verdad, debemos hacer una distinción fundamental, una diferencia tan crucial como la que existe entre un río seco y un torrente que desborda sus orillas. Hay una morada del Espíritu Santo y hay una llenura del Espíritu Santo. La morada es el milagro inaugural que ocurre en el corazón del creyente en el momento de su conversión. El Espíritu entra, hace Su morada y sella al creyente para la eternidad. Es un acto de gracia irreversible, una posesión permanente que nos transforma en templos vivos del Espíritu. Juan 20:22 nos lo revela cuando Jesús, después de Su resurrección, sopló sobre sus discípulos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo". Esta es la vida del Espíritu en nosotros, el nacimiento de una nueva creación.
Pero la llenura del Espíritu es una experiencia posterior y recurrente. Es el desborde de Su presencia, la manifestación de Su poder que nos capacita para el servicio, para la misión, para la vida en un mundo hostil. Hechos 2:1-5 nos narra el momento fundacional de esta experiencia en Pentecostés, cuando los creyentes fueron "llenos del Espíritu Santo" y hablaron en lenguas. Pedro, en el capítulo 4, lleno del Espíritu, habló con una audacia que lo liberó del miedo. En Hechos 8, los samaritanos, después de creer y ser bautizados, recibieron la llenura del Espíritu para el servicio de la fe. Y Pablo, en Efesios 5:18, nos ofrece la metáfora más elocuente de la llenura: "No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu". La embriaguez con vino controla al individuo; el Espíritu, en su plenitud, también nos controla. La principal diferencia entre la morada y la llenura es que la primera es un evento único y permanente, mientras que la segunda es una experiencia intermitente, que se da muchas veces, una brisa que necesitamos sentir una y otra vez para no perder el rumbo. De lo que Pablo le habla a Timoteo, y por extensión a nosotros, no es de la morada, sino de la llenura del Espíritu, esa hoguera que debe ser avivada continuamente.
Pero, ¿por qué es tan vital avivar el fuego? Si el Espíritu ya reside en nosotros, ¿por qué necesitamos esta renovación constante? La respuesta, aunque no explícita en el texto, se deduce de las circunstancias. El Espíritu de la profecía, que nos habla en las entrañas mismas de la palabra, susurra que Timoteo había permitido que el fuego se apagara. La llenura, como el aceite en una lámpara, se consume; el ímpetu se disipa. Y la señal más clara de esta pérdida es la aparición del miedo y la cobardía, esas sombras que acechan al alma que se ha quedado sin luz. Timoteo, enfrentando una oposición creciente en un mundo contumaz, podría haber cedido a la apatía, a la timidez, a la cobardía. Y es ahí donde el avivamiento se vuelve una necesidad urgente, un acto de supervivencia espiritual.
Avivar el fuego, entonces, no es un mero ritual místico, sino una estrategia para lidiar con la persecución y lidiar consigo mismo. En el versículo 8, Pablo le ruega a Timoteo que no se avergüence del testimonio de nuestro Señor. La cobardía, esa plaga del alma, es la negación de la fe en un mundo hostil. Y la única fuerza capaz de disipar esa cobardía es el Espíritu Santo. Él nos da el poder para resistir, la audacia para proclamar la verdad en medio de la adversidad. Pero la persecución no es el único enemigo del alma. El más insidioso de los enemigos a menudo reside dentro de nosotros mismos. El desánimo, la duda, la autocompasión; todos ellos son muros que se levantan para sofocar la llama del espíritu. En el versículo 7, Pablo nos recuerda que el Espíritu no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. Al avivar el don, Timoteo avivaría consigo las virtudes que eran esenciales para su misión.
Timoteo, sin duda, poseía bellas virtudes. La lealtad que Pablo admiraba en él, la fe sincera que había heredado de su madre y su abuela, eran el cimiento de su carácter. Sin embargo, estas virtudes, por sí solas, no eran suficientes. La lealtad puede ser inactiva, la sinceridad puede ser impotente. El llamado que Dios le había dado no requería solo un corazón bueno, sino un espíritu que rebosara de fortaleza, de disciplina y de un amor tan vasto que pudiera abrazar el dolor del mundo. El fuego del Espíritu, en su plenitud, le daría el poder para resistir, la disciplina para mantenerse en el camino y el amor para pastorear las almas que Dios había puesto bajo su cuidado. La vida cristiana no se trata de nuestra virtud inherente, sino de la virtud divina que el Espíritu Santo infunde en nosotros.
Y aquí llegamos a la tercera pregunta, la más personal y urgente: ¿Quién debe avivar el fuego? La respuesta de Pablo es inequívoca: Timoteo. El apóstol no le escribe a su madre, a su abuela, ni a sus líderes para que oren por él. No le dice a Timoteo que Dios tomará la iniciativa de llenarlo. La responsabilidad recae directamente sobre los hombros de Timoteo. El Espíritu Santo no forzará la llenura; es el creyente quien debe crear las condiciones, quien debe abrir la puerta del corazón. El Espíritu es un caballero, un susurro que se respeta a sí mismo y a la voluntad humana. Él no invadirá un espacio que no ha sido cedido. Timoteo tenía que tomar las riendas de su propia vida espiritual, tenía que hacerse responsable de su crecimiento y de su misión. La fe, en su esencia, es un acto de voluntad. La llenura, en su esencia, es el resultado de una decisión personal.
El pastor, el líder de la iglesia, el amigo, el cónyuge, todos ellos pueden orar por nosotros, pueden exhortarnos, pueden ayudarnos a ver la necesidad. Pero al final del día, es nuestra mano la que debe tomar el fuelle para avivar las brasas. El avivamiento no es un evento que ocurre en la comunidad sin nuestra participación. Es un acto personal que se manifiesta en la vida comunitaria. Es un río que nace de una fuente individual y se une a un torrente colectivo. Y el Espíritu no nos llenará si no comenzamos nosotros mismos, si no tomamos la iniciativa de buscarle con todo nuestro ser.
Lo cual nos lleva a la pregunta final, la más práctica: ¿Cómo avivar el fuego? El texto de 2 Timoteo no nos da la respuesta de forma explícita. Se asume que Timoteo, como discípulo de Pablo, ya sabía cómo hacerlo. Pero la sabiduría de Pablo, como un hilo de oro que une sus epístolas, nos da la clave en Efesios 5:18. Allí, la traducción de la Biblia de las Américas (BLA) nos ofrece una visión más profunda: "No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu." Pero otras traducciones, como la Biblia Latinoamericana (BLS) y la Conferencia Episcopal Española (CEE2011), nos dan un matiz aún más revelador: "No se emborrachen... Más bien, permitan que el Espíritu Santo los llene y los controle..." y "sino dejaos llenar del Espíritu". Estas traducciones nos indican que la llenura no es algo que ganamos, sino algo que permitimos, algo a lo que nos rendimos. El Espíritu está siempre presente, siempre dispuesto, siempre anhelante de llenarnos. La pregunta no es si Él está dispuesto, sino si nosotros estamos dispuestos a dejarnos llenar.
Para permitir la llenura del Espíritu, el creyente debe crear las condiciones necesarias en su vida. No son un conjunto de rituales, sino una disposición del corazón, una preparación del terreno para que el Espíritu siembre Su fruto en nosotros. Hay cuatro aspectos fundamentales de nuestra fe que se entrelazan y se abren a esta llenura. Primero, debemos tener una fe que no sea una simple creencia intelectual en la existencia de Dios, sino una confianza activa, una rendición total de la voluntad. La fe es la mano que se extiende para recibir lo que Dios ya ha ofrecido; es un acto de rendición que nos libera del control de nuestra propia vida y nos permite ser guiados por el Espíritu. Luego, está el clamor del alma, la oración, que no es un monólogo, sino una conversación, una comunión íntima con el Creador. Es en la quietud de la oración donde nuestra alma se abre, donde nuestras defensas se desmoronan y donde el Espíritu encuentra un espacio para obrar, porque la oración no es solo un acto de pedir, sino de recibir, la clave que abre el canal de la gracia. Además, debemos confrontar el pecado, la barrera más grande para la llenura del Espíritu, que es como leña mojada que no permite que el fuego arda. La llenura no puede coexistir con un corazón que se aferra a la transgresión; por eso, el arrepentimiento genuino y la confesión son los actos que quitan el obstáculo, que purifican el terreno y que permiten que la gracia fluya sin interrupción. Finalmente, y quizás lo más crucial, todo esto nos lleva a una decisión, que no es un accidente místico, sino una elección consciente. Es el momento en que nos rendimos por completo, cediendo el control de cada aspecto de nuestra vida al Espíritu Santo, diciendo con un corazón sincero: "Señor, no mi voluntad, sino la Tuya."
En resumen, avivar el fuego del Espíritu Santo es la responsabilidad personal y el privilegio más grande del creyente. Esta llenura, que se puede agotar en el ajetreo de la vida, nos capacita con poder, amor y dominio propio para enfrentar los desafíos del mundo y cumplir nuestra misión. Es el antídoto contra la cobardía, la cura para la apatía. La obra del Espíritu en nosotros no es para hacernos más pasivos, sino para darnos el poder para ser agentes de cambio en un mundo que desesperadamente necesita Su luz.
Que nuestra adoración no sea una mera expresión de labios, sino un estilo de vida que se manifiesta en cada decisión que tomamos. Que nuestra vida, como un fuego encendido, sea un faro que atraiga a otros hacia la luz de la verdad. Que cada paso que demos, cada palabra que pronunciemos, cada pensamiento que tengamos, sea una ofrenda a la gloria de Dios. Y que en el silencio de nuestra alma, escuchemos la voz del Espíritu que nos llama a una aventura de fe, a una vida de plenitud, a una existencia que arde con un fuego que no puede ser apagado.
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