Tema: Evangelismo. Título: El ministerio de la reconciliación. Texto: 2 Corintios 5: 18 – 21. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
(DOS MINUTOS DE LECTURA)
I. LO QUE FUIMOS (Ver 18ª)
II. LO QUE SE NOS ENCOMENDÓ (Ver 18b; 20a)
III. LO QUE PREDICAMOS (Ver 19ª; 21)
IV. LO QUE HACEMOS (Ver 20)
En el vasto y tumultuoso océano de la existencia humana, hay faros de verdad que nos orientan y nos dan propósito. A lo largo de la historia de la fe, hombres de letras han intentado capturar la esencia de nuestra misión. "Nuestra iglesia existe para predicar la Palabra de Dios a quienes no le conocen", dice un lema con la fuerza de un credo. Y en ese eco, resuena una verdad profunda: cada uno de nosotros no es un mero espectador en el drama de la redención, sino un actor principal, nacido para un propósito que trasciende la rutina del día a día. Hoy, nos adentraremos en las palabras de Pablo a los Corintios, un texto que no es solo una teología, sino un mapa del alma, un recordatorio de lo que fuimos, de la misión que se nos encomendó, del mensaje que predicamos y de la urgencia con la que debemos llevar a cabo esta sagrada tarea.
Para entender la inmensa magnitud de nuestro llamado, debemos primero mirar atrás, hacia el abismo de donde fuimos rescatados. Lo que fuimos es la premisa sobre la que se construye toda la esperanza. El apóstol Pablo nos lo dice con una claridad que duele: fuimos reconciliados con Dios. Esta palabra, "reconciliación", no es una simple reanudación de una amistad que se había enfriado. Es el cese de una hostilidad profunda, el desarme de una guerra declarada. Solo se reconcilia lo que está en conflicto, lo que se ha enemistado. Y esa, tristemente, era nuestra condición. Éramos enemigos de Dios. Esta es una verdad que a menudo se suaviza, se oculta tras eufemismos para no herir la sensibilidad del corazón moderno. Pero la Escritura es clara y sin concesiones. Nos enseña que el incrédulo, la persona que vive sin Cristo, se encuentra en un estado trágico y lamentable.
La Biblia, con su cruda honestidad, nos lo dice de manera inequívoca: estábamos muertos espiritualmente. No enfermos, no heridos, no simplemente alejados, sino muertos. El eco de esta verdad resuena en Efesios 2:1, donde se nos dice que estábamos muertos en nuestras transgresiones y pecados. La muerte espiritual no es un concepto abstracto; es la separación total de la fuente de la vida. Es un alma que, aunque respira, no tiene aliento para lo sagrado; que, aunque camina, no tiene dirección hacia el Padre. Éramos como sombras en un mundo de luces, incapaces de percibir la gloria de la gracia, la magnitud de la cruz. Nuestra existencia, a pesar de sus destellos de alegría, era una marcha inexorable hacia la nada.
Pero no solo eso. Éramos también hijos de ira. En Efesios 2:3, se nos revela una verdad aún más dolorosa: por naturaleza, éramos objetos de la ira divina. Esta no es una ira caprichosa, sino una respuesta justa y santa a un corazón que se rebeló contra su Creador. Era un destino inevitable, una herencia de nuestra condición caída. Nuestro entendimiento estaba oscurecido, nuestra vida, separada de la vida de Dios. El corazón, endurecido, era incapaz de sentir la presencia de Aquel que lo había creado. Es el triste retrato de un ser que, en su ceguera, camina hacia el precipicio, sin saber siquiera que la caída es inminente. Y sin embargo, en esta vasta y desoladora soledad, en esta lamentable condición de muerte y enemistad, la iniciativa no provino de nosotros. El plan de Dios, proclamado con urgencia en el Salmo 50:22, era el de una restauración, un llamado a regresar. Y en el acto más sublime de amor que el universo ha conocido, Dios tomó la iniciativa. A través de Cristo, él nos volvió a la amistad con Él. La reconciliación no fue un logro de nuestra parte, sino un regalo inmerecido que se nos ofreció. Fuimos, en el abismo de nuestra condición, un proyecto de su amor.
Habiendo entendido la tragedia de nuestro pasado, podemos ahora comprender la magnitud de lo que se nos encomendó. Si fuimos enemigos de Dios, ¿en qué nos hemos convertido? El contraste es tan dramático que nos deja sin aliento. De objetos de ira, de almas muertas, fuimos transformados en ministros de la reconciliación. La palabra "ministro" aquí no se refiere a un título eclesiástico, sino a la esencia misma de nuestra existencia. Fuimos hechos siervos en la tarea más noble y urgente: la de reconciliar a la humanidad con su Creador. En ese sentido, somos una especie de mediadores, puentes humanos entre un Dios santo y una humanidad rebelde. Es una comisión que nos eleva más allá de nosotros mismos, dándonos un propósito que trasciende la mera existencia.
Pero Pablo va más allá. No solo somos ministros, sino que somos embajadores de Cristo. Esta metáfora, tan rica en significado, implica dos verdades fundamentales. La primera es que hemos dejado de ser ciudadanos de este mundo. Un embajador es siempre un extranjero, un representante de una nación diferente en un territorio foráneo. Nuestra verdadera ciudadanía, nos recuerda el apóstol en otra epístola, está en los cielos. Somos extranjeros en esta tierra, peregrinos que marchan hacia su hogar celestial. Esta verdad nos libera de las ataduras de este mundo, de sus vanidades, de sus ambiciones, de sus búsquedas infructuosas. Nos da una perspectiva eterna, una lente a través de la cual vemos la vida con la urgencia del que sabe que no tiene raíces permanentes aquí. La segunda verdad es que somos representantes de Cristo en la tierra. Un embajador no habla por su cuenta, no defiende sus propias ideas. Su voz es la voz de su rey, su misión es la misión de su nación. De la misma manera, nosotros somos la voz de Cristo, sus manos, sus pies, sus representantes en un mundo que desesperadamente necesita escuchar el mensaje de su amor. Pasamos de ser enemigos a ser ministros y embajadores. Es la transformación más radical y gloriosa que el alma puede experimentar.
Y si somos embajadores, la pregunta que sigue es: ¿qué predicamos? La respuesta es tan clara como la luz del sol: la palabra de la reconciliación. Esta palabra es el corazón mismo del evangelio, las buenas noticias que transforman la vida, que rompen las cadenas, que sanan las heridas. El contenido de este mensaje es la esencia de nuestra fe, y se puede resumir en dos verdades irrefutables. La primera es que somos enemigos de Dios a causa de nuestros pecados. En una cultura que nos dice que todos somos inherentemente buenos, esta verdad es a menudo ofensiva. La gente nos dirá: “Yo no soy pecador, soy una buena persona”. En ese momento, nuestra tarea, como embajadores, no es entrar en una discusión filosófica, sino ayudarlos a entender su condición a la luz de la ley de Dios. Preguntarles si alguna vez han mentido, robado, codiciado. Ayudarles a ver que, a los ojos de un Dios santo, un solo pecado es suficiente para romper la amistad y la armonía. El pecado no es un error menor, sino una rebelión contra el Creador, una declaración de independencia que nos condena a la separación.
Pero la segunda verdad, y la más gloriosa, es que Cristo murió para reconciliarnos con Dios. El versículo 21 es el corazón palpitante de nuestra misión. Nos dice que Cristo era sin pecado, inocente, santo, perfecto. Sin embargo, en el acto más sublime de amor sustitutorio, Dios lo trató como un pecador, y en la cruz, el juicio que nos correspondía a nosotros cayó sobre Él. Cristo nos sustituyó. Llevó nuestra culpa, nuestra vergüenza, nuestra muerte, para que nosotros, que no teníamos nada más que ofrecer que nuestro pecado, pudiéramos ser hechos justos ante Dios. El evangelio no es un llamado a un simple cambio de comportamiento, sino a una entrega total a la obra de la cruz. Es el mensaje de que, a través de la muerte de Cristo, nuestra guerra con Dios ha terminado. La reconciliación no es un premio que ganamos por nuestra bondad, sino un regalo que aceptamos por nuestra fe. Es el mensaje de que Dios, en su inmenso amor, tomó nuestro lugar para que nosotros pudiéramos tener su vida. Es la oferta de paz que se extiende a un mundo que vive en guerra consigo mismo y con su Creador.
Habiendo comprendido todo esto, la pregunta final es: ¿qué hacemos? La respuesta de Pablo es un llamado a la acción que resuena con una urgencia que no podemos ignorar. "Rogamos en nombre de Cristo: reconcíliense con Dios". La palabra “rogar”, en su original griego, dexios, es la misma palabra que se usa para exhortarnos a rogarle a Dios en nuestras oraciones más profundas. Es un ruego que sale del alma, que se derrama con la misma pasión que le pediríamos a Dios por una necesidad desesperada. No es un simple consejo, no es una sugerencia casual. Es una súplica, una llamada apasionada. Literalmente, debemos rogarle a la gente. A veces, la fe se ha vuelto tan estéril, tan complaciente, que hemos olvidado el poder de una súplica sincera. Hemos cambiado el ruego por la indiferencia, la urgencia por la pasividad. Hemos creído que nuestro papel es solo el de ser un buen ejemplo, y hemos olvidado que también se nos ha llamado a abrir la boca, a derramar el corazón, a extender la mano de la reconciliación.
El ministerio de la reconciliación es un compromiso que exige toda nuestra vida, toda nuestra pasión, toda nuestra fe. No es una tarea de un solo día, sino la misión de toda una vida. Es un compromiso vital para todo creyente. Como embajadores de Cristo, debemos compartir el mensaje del evangelio con la urgencia del que sabe que el tiempo se acaba. La gran comisión no es un peso, sino nuestro privilegio más grande, la oportunidad de ser parte de la obra más hermosa de la historia: transformar vidas, restaurar relaciones con el Creador. Es un ruego que no se puede callar, una pasión que no se puede extinguir. En cada palabra, en cada gesto, en cada lágrima, debemos rogarle a la gente que se acerque a Dios. Porque el amor que nos reconcilió es demasiado grande para ser guardado para nosotros mismos.
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