Tema: 40 días de ayuno y oración. Titulo: ¡Atención! Tu oración nunca será igual: "LA HORA QUE CAMBIA EL MUNDO", Un Método para Orar que lo Transforma Todo Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I. ESPERA SILENCIOSA. (Salmo 46:10)
II. CONFESIÓN. (Salmo 139:23)
III. ALABANZA. (Salmo 63:3)
IV. ORACIÓN SATURADA DE BIBLIA. (Jeremías 23:29)
V. VELAR. (Colosenses 4:2)
VI. INTERCESIÓN. 1 Timoteo 2:1,2
Mas hoy, queridos compañeros de viaje, el camino se ilumina, la brújula se calibra, y esa inquietud, esa pregunta silente, hallará respuesta, se desvanecerá como la escarcha bajo el sol. Nos adentraremos en los secretos de la conversación con el Creador, desvelando no solo qué decir, sino cómo el alma puede elevarse, paso a paso, en un diálogo que transforma, que remodela el mundo desde las profundidades de la habitación más humilde. Lo que se desdoblará ante nosotros no es una fórmula fría, no, sino un método, una invitación a la danza, basada en las sabias sendas trazadas en aquel libro que lleva por nombre "La hora que cambia al mundo", donde el autor, con la delicadeza de un orfebre, nos propone una cadencia, un ritmo para el alma que se dobla en oración, una sinfonía de seis movimientos, cada uno de cinco minutos, que al final, cuando el último eco se desvanezca, habrá tejido un tapiz de una hora, una hora santa, que tiene la potencia de mover montañas y de susurrar el nombre de Dios en los rincones más recónditos del universo.
El primer paso, el primer aliento en esta danza sagrada, es la espera silenciosa, esa quietud que el Salmo 46, versículo 10, nos invita a abrazar con su eco eterno: "Estad quietos, y conoced que yo soy Dios." En este umbral de la oración, el tiempo se ralentiza, el murmullo incesante de los pensamientos se aquíeta, y el alma busca su centro, como una hoja que se posa suavemente sobre la superficie de un estanque. Es un momento para despojarse del tumulto del día, de las prisas, de los ecos del mundo que aún vibran en la mente, para relajar el cuerpo, sí, pero más aún el espíritu, para silenciar el clamor de las preocupaciones, las listas pendientes, los ruidos de la existencia que nos cercan. En este lapso sagrado, la mente no divaga sin rumbo, no, sino que se concentra, se enfoca con una deliberada intención en quién es el Ser al que nos vamos a dirigir, no el padre preocupado, no el jefe exigente, no el amigo comprensivo, sino el Señor de la Creación, el Soberano de los cielos y la tierra, el Aliento que sostiene la vida, el Amor que lo abarca todo. Es un reconocimiento, una reverencia previa, un acto de humilde asombro que prepara el terreno para todo lo que vendrá, como el silencio que precede a la primera nota de una gran sinfonía. En esa quietud, la presencia divina, a menudo velada por el fragor de nuestro propio ruido interno, comienza a revelarse, a susurrar su nombre en el fondo del alma.
Después de esa quietud inicial, ese ancla en la majestad de lo divino, el alma se inclina, se desnuda en el segundo movimiento: la confesión, un acto de humilde transparencia ante Aquel que todo lo ve, incluso las sombras que preferimos ocultar de nuestra propia mirada. Y el Salmo 139, versículo 23, se convierte en la guía, el faro que ilumina esos rincones oscuros que la prisa y la autojustificación suelen mantener en penumbra: "Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos." En este segmento de la oración, el reloj del alma retrocede apenas veinticuatro horas, un lapso breve pero revelador, un espejo que nos muestra los pasos dados, las palabras dichas o silenciadas, los pensamientos que germinaron en la mente. Es un tiempo para la introspección sincera, sin velos ni adornos, para recordar las veces en que, en este corto viaje de un día, caímos, tropezamos, cedimos a la tentación, cuando la palabra fue hiriente en lugar de bálsamo, cuando la acción fue egoísta en lugar de amorosa, cuando el pensamiento se desvió hacia lo impuro o lo vano. Y una vez que la luz de la conciencia ilumina esas caídas, esos deslices, la acción que sigue es simple, radical, sanadora: confesar los pecados, nombrarlos sin rodeos, con la humildad del que sabe que ha fallado, y, lo que es más importante, arrepentirse de ellos, un cambio de dirección del corazón, una decisión firme de abandonar el camino equivocado y volver al sendero de la voluntad divina. Es un vaciamiento sagrado, una purga del alma que la prepara para llenarse de la gracia y la misericordia que solo Él puede derramar.
Y una vez que el alma ha sido purgada por la confesión, vacía de su propio lastre, surge naturalmente el tercer movimiento, como un manantial de agua fresca que brota de la tierra sedienta: la alabanza. El Salmo 63, versículo 3, resuena en este momento como una melodía de éxtasis: "Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán." En este espacio de la oración, la mente se eleva por encima de las preocupaciones personales y se sumerge en las perfecciones de Dios, en la inmensidad de Su ser, en el despliegue glorioso de Sus atributos. Es un tiempo para meditar en Su grandeza, que abarca el universo entero y, sin embargo, se inclina para escuchar el suspiro de un corazón; en Su soberanía, esa mano firme que guía los destinos de las naciones y el vuelo de cada gorrión; en Su sabiduría, que diseña la intrincada belleza de una flor y la compleja armonía de las leyes cósmicas; en Su amor, ese océano sin orillas que se derramó en el Calvario por la salvación de la humanidad. Es un ejercicio de asombro, de reverencia, de pura admiración. Alabar a Dios, no por lo que hace o por lo que nos da, no, sino por ser Él quien es, por Su carácter inmutable, por Su santidad que nos sobrecoge, por Su fidelidad que jamás decae. Es expresar con palabras, con susurros, con gemidos, con la quietud del alma, esa admiración profunda, ese éxtasis del espíritu que se rinde ante la majestad de lo eterno. En este acto de alabanza desinteresada, el corazón se aligera, la perspectiva se ajusta, y el alma se expande en la contemplación de lo inconmensurable.
Luego, el cuarto movimiento, un paso que ancla la oración en la roca inquebrantable de la verdad revelada: la oración saturada de Biblia. El profeta Jeremías, en el capítulo 23, versículo 29, nos susurra la esencia misma de la Palabra de Dios: "¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra?" Aquí, en estos dos últimos segmentos de la oración, se hace evidente, con una claridad luminosa, la necesidad imperiosa del conocimiento de la Palabra de Dios. No podemos orar correctamente, no podemos dialogar con el Creador en la plenitud de Su voluntad, si ignoramos Sus promesas, Sus mandatos, Sus revelaciones. De ahí la urgencia, la necesidad vital de ser estudiantes de la Biblia, no solo lectores casuales, sino buscadores diligentes de sus tesoros, porque la Palabra es el mapa, el compás, el aliento que da forma a nuestras súplicas. En este momento de tu oración, el alma se sumerge en la memoria, en los versículos atesorados, en las promesas divinas que se han grabado a fuego en el espíritu, y ora basado en ellas, reclama la fidelidad de Dios, le recuerda Sus pactos, Sus juramentos. Si Él prometió consolar al afligido, se le pide consuelo; si prometió sabiduría al que la pide, se le pide sabiduría; si prometió Su presencia, se invoca Su presencia. Puedes ayudarte de recursos, sí, de concordancias, de estudios bíblicos, de todo aquello que te permita desenterrar las gemas de Sus promesas y convertirlas en el lenguaje de tu ruego. Es una oración poderosa, una oración que, al estar alineada con la voluntad divina ya revelada, se convierte en un clamor irresistible, una fuerza que se une al propósito eterno de Dios.
El quinto movimiento, una extensión de la fe que insiste, que persevera en el tiempo: velar. El apóstol Pablo, en Colosenses 4, versículo 2, nos exhorta con la calma de la sabiduría: "Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias." Aquí, la mente del orador vuelve, con una determinación renovada, a las peticiones antiguas, a esos ruegos que han sido elevados una y otra vez, a esas cargas que el corazón ha llevado ante el trono de la gracia en innumerables ocasiones. Y para esto, para este acto de recordación e insistencia, es de una importancia incalculable conservar un diario de oración, un registro humilde de cada clamor, de cada anhelo, de cada necesidad elevada ante el cielo. Porque la memoria humana es frágil, y el tiempo, en su implacable avance, tiende a difuminar los contornos de nuestras súplicas. Un diario de oración se convierte entonces en un mapa de la fe, un testimonio escrito de la paciencia y la perseverancia. En él, volvemos una y otra vez, cuantas veces sea necesario, a esas peticiones no respondidas aún, y insistimos en ellas, con la fe inquebrantable de quien sabe que la respuesta de Dios, aunque a veces demorada, siempre es perfecta, siempre es justa, siempre es buena. Es el acto de no desfallecer, de no cansarse de llamar a la puerta del cielo, de no cejar en el ruego hasta que la voluntad de Dios se manifieste.
Y el sexto y último movimiento, el culmen de esta hora de intimidad, el desborde del amor que se extiende más allá de sí mismo: la intercesión. El mismo apóstol Pablo, en 1 Timoteo 2, versículos 1 y 2, nos ofrece la amplitud de esta invitación: "Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad." Es aquí donde la oración deja de ser un monólogo personal y se convierte en un coro, en un clamor por otros, por todo cuanto el corazón pueda abarcar, por los que sufren en la oscuridad de la enfermedad, por los que se debaten en la desesperación de la pobreza, por los que persiguen a la iglesia y los que la defienden, por los gobernantes y los desposeídos, por las naciones en conflicto y las almas perdidas. En este punto, la noción de los cinco minutos parece desvanecerse, porque el corazón, una vez que ha probado la dulce carga de la intercesión, siente el impulso de prolongar este acto de amor, de extender la súplica por cada necesidad, por cada alma que el Espíritu Santo ponga sobre la conciencia. Aquí, es vital darle libertad al Espíritu Santo, permitir que Su voz nos guíe, que Su carga se convierta en nuestra carga, que Su amor desborde los límites de nuestro propio ego y nos impulse a orar por aquello que Él mismo anhela en Su corazón. Es un acto de profunda humildad y de amor sacrificial, una expansión del alma que se une a la agonía de Cristo por el mundo, un acto que, más allá de toda duda, cambia la faz de la tierra.
Así, queridos compañeros de esta odisea de la fe, nunca más, nunca jamás, podrán elevar la excusa, el murmullo de la ignorancia, "no sé qué decir cuando oro." El mapa está desplegado, la brújula en mano, y el camino, paso a paso, ha sido revelado. Desde la quietud reverente de la espera, pasando por la limpieza purificadora de la confesión, el ascenso jubiloso de la alabanza, la autoridad arraigada en la Palabra, la perseverancia incansable del velar, hasta el desborde compasivo de la intercesión, cada minuto es una nota en esa sinfonía que se eleva al cielo, una melodía que no solo toca el corazón de Dios, sino que, en su misteriosa y bendita alquimia, transforma el nuestro, y sí, en el inmenso tapiz de la existencia, comienza a cambiar el mundo.
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