Tema: Éxodo. Titulo: La Verdad Innegociable: Descubre Cómo Los Mandamientos Define Tu Existencia. Texto: Éxodo 20: 8 – 13.
I. GUARDA EL SÁBADO (Ver 8 – 11).
II. HONRA A TUS PADRES (Ver 12).
III. NO MATES. (Ver 13)
El mandamiento de guardar el sábado, esa invitación al cese, al shabbat, al descanso sagrado, no es un capricho de un Dios ocioso. Es una cesación que resuena con el ritmo primigenio de la creación, con el aliento de Yahvé mismo cuando, al concluir Su obra en seis días, se detuvo, no por agotamiento, sino por la plenitud del reposo en la perfección de Su hacer. Cada siete días, el israelita, en su labor, en su sudor, en su afán, debía apartar este tiempo. Y no solo el hombre libre; también sus animales, la bestia de carga que compartía su fatiga, y el extranjero que habitaba en sus puertas, aquel sin lazos de sangre con la promesa. Una razón humanitaria, sí, una pausa necesaria para que la fatiga no se convirtiera en esclavitud, para que el cuerpo recordara su fragilidad y su necesidad de renovación. Pero más allá de lo terrenal, una razón profundamente religiosa: la adoración. Un tiempo para recordar al Creador, para centrar la mirada en el Autor de todo lo que es, lo que fue y lo que será. El sábado era también el eco de una liberación, el recuerdo de las cadenas rotas en Egipto, un memorial de la mano poderosa que arrancó a un pueblo de la esclavitud, del látigo del faraón (Deuteronomio 5:15). Era, además, un signo visible del pacto de la ley, una marca indeleble en la relación entre Yahvé y Su pueblo (Éxodo 31:13, 16-17). Un mandamiento que parecía preexistir a la misma escritura en piedra, sugerido en el “acuérdate” (Ex. 16:23), un llamado a la memoria de algo ya conocido, ya practicado, ya inscrito en el orden de las cosas, como el maná que caía doble el sexto día para que el séptimo fuera reposo.
Y aquí, en este punto, emerge la pregunta que a menudo inquieta la conciencia moderna: si guardar el sábado es un mandamiento, un pilar del decálogo, ¿por qué nosotros, los cristianos, no lo guardamos con la misma observancia, con el mismo rigor? La respuesta no es una evasión, sino una evolución, un cumplimiento que trasciende la letra para anclarse en el Espíritu. El cristiano no guarda el sábado de la misma manera que el pueblo judío porque la revelación se ha desplegado, el velo se ha rasgado. Ni Jesús, en su ministerio terrenal, ni los apóstoles, en la edificación de la Iglesia naciente, mandaron a los creyentes gentiles a guardar el sábado con las mismas prescripciones mosaicas. Al contrario, la Epístola a los Colosenses, en su sabiduría profunda, nos susurra que el sábado y otras observancias son "sombra de lo que ha de venir; mas el cuerpo es de Cristo" (Colosenses 2:16-17). La carta a los Hechos, en su narrativa del nacimiento de la comunidad, nos muestra una Iglesia que, bajo la guía del Espíritu Santo, despoja a los gentiles de cargas innecesarias, liberándolos de la ley mosaica para abrazar la gracia (Hechos 15:19-20). Los primeros cristianos se reunieron, no en el sábado judío, sino en el primer día de la semana, el domingo, ese día nuevo, ese amanecer que resonaba con la victoria más grande de la historia: la resurrección de Jesús. En Hechos 20:7, la comunidad se congrega para "partir el pan" en el primer día. Y en Apocalipsis 1:10, Juan se encuentra "en el día del Señor", una expresión que la tradición cristiana ha asociado desde siempre con el domingo, el día en que la luz de Cristo disipó las tinieblas de la muerte. Así, el descanso del sábado, su significado profundo, se transfiguró en el descanso que hallamos en Cristo, Aquel que es nuestro reposo, nuestro cumplimiento de la ley. No es una abolición, sino una sublimación; no una negación, sino una realización en la Persona que da sentido a toda la ley.
Con el quinto mandamiento, ese que nos invita a honrar a nuestros padres, la voz de Dios se vuelve desde el horizontal infinito hacia lo vertical, hacia las relaciones tangibles que tejen el entramado de nuestra existencia terrenal. La primera tabla de la ley, esa que precede a toda otra instrucción, trató de nuestra relación horizontal, de nuestro deber con el Creador, con el Trascendente, con el Dador de vida. La segunda tabla, por contraste, se sumerge en la intrincada red de nuestra relación vertical, es decir, de nuestro deber con nuestros semejantes, con aquellos que comparten este breve paso por el mundo, comenzando, de manera reveladora, por la célula más íntima de la sociedad: la familia.
Este mandamiento, el quinto, nos manda a honrar a nuestros padres. Honrar no es solo obedecer ciegamente, no es un mero acto de sumisión mecánica. Honrar es mucho más. Es tener en alta estima, es mostrar un respeto profundo que emana del reconocimiento de su rol, de su sacrificio, de su autoridad delegada. Es estar sumisos a sus enseñanzas, a sus consejos, a su sabiduría acumulada, incluso cuando no la comprendemos plenamente. Es obedecerlos, sí, en todo lo que no contradiga la ley de Dios. Y esto debe ser hecho con ambos: papá y mamá. En una sociedad antigua, donde los derechos de la mujer prácticamente no existían, donde la figura paterna eclipsaba a menudo la materna, el mandamiento de honrar a la madre es un acto de inclusión notorio, una afirmación divina de la igualdad de su rol y dignidad.
Notemos también que esta primera parte de la segunda tabla de la ley ubica como primer mandamiento, el deber familiar, específicamente el que se tiene para con los padres. Me parece que aquí existe una analogía profunda, un eco reverberante del primer bloque de mandamientos. El primer mandamiento del primer bloque fue ubicado allí por ser el más importante en cuanto a nuestra relación con Dios, el fundamento de toda espiritualidad: la exclusividad de Yahvé. De la misma manera, este mandamiento, el de honrar a los padres, está ubicado al comienzo del segundo bloque de la ley porque es el más importante de nuestras relaciones con el prójimo. Es la piedra angular, el cimiento sobre el cual se construyen todas las demás relaciones humanas. Esto se debe a que la familia es el componente fundamental de la sociedad, el microcosmos donde se aprenden los valores, donde se moldea el carácter, donde se experimenta el amor y el conflicto. Una buena calidad de vida familiar, una que comienza por la honra a los padres, conlleva inevitablemente a una buena sociedad, a una nación fuerte, a un tejido social sano. La disolución de la familia es la disolución de la sociedad.
Para los hebreos, los padres eran, en cierto sentido, los representantes de Dios en la vida familiar, la primera autoridad, el primer reflejo de la soberanía divina. Por ello, quien los maldecía, quien los deshonraba con palabras o acciones, debía morir exactamente como aquel que maldecía a Dios mismo (Éxodo 21:15, 17). Por ello, es maldito quien los maldiga a ellos (Deuteronomio 27:16). Hay un peso, una gravedad, en este mandamiento que no podemos ignorar. También vemos aquí que este es el primer mandamiento con promesa, una promesa que va más allá de la mera obediencia, un incentivo divino para la fidelidad filial. Se promete a quienes lo cumplan que: "Para que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra" (Efesios 6:3, citando y confirmando la promesa). Esto se refiere, entre otras cosas, a que no morirán prematuramente, como en el caso de aquellos que desobedecían violentamente, como lo citado en Éxodo 21:17. Y además, "les irá bien" (Deuteronomio 5:16), una promesa de prosperidad no solo material, sino en el sentido más amplio de una vida bendecida, una existencia de paz y florecimiento. Lo vemos cumplirse en nuestros días, en términos generales, de una manera que es casi innegable: quienes cumplen este mandamiento, quienes honran a sus padres con amor y respeto, suelen experimentar una vida más plena, más estable, con menos conflictos y más oportunidades de bienestar. Si deseamos que nos vaya bien en la travesía de la vida, ya sabemos lo que debemos hacer según este texto bíblico. La obediencia a este precepto no es una carga, sino un camino hacia la bendición.
Y así, la voz divina se eleva de nuevo, cortante y directa, para pronunciar el sexto mandamiento: No mates (Ver 13). Pero aquí, la traducción es crucial, vital para entender la profundidad de la ley. Para nosotros, en el hebreo original, sería más preciso decir: "No asesinarás". Este mandamiento no ordena la abolición total de la muerte en todas sus formas, sino que prohíbe, con la mayor de las gravedades, quitar la vida intencionalmente a otra persona, de forma ilícita, con premeditación o malicia. Porque la vida es SAGRADA, un don inalienable de Dios, un aliento que no nos pertenece. Por ello, quien mata a otro, quien usurpa la prerrogativa divina, recibirá también la pena de muerte. Porque la vida es SAGRADA, inestimable. Porque el Señor es quien nos da la vida (Job 33:4: "El espíritu de Dios me hizo, Y el soplo del Omnipotente me dio vida."). Y es Él, solo Él, quien ha determinado nuestros días (Job 14:5: "Ciertamente sus días están determinados, Y el número de sus meses está cerca de ti; Le pusiste límites, de los cuales no pasará."). Esto significa que Dios es Señor soberano, el Dueño de la vida y de la muerte, y es Él quien determina el día exacto en que moriremos. Por lo tanto, no debemos usurpar la autoridad de Dios, no podemos arrojarnos un derecho que no nos pertenece. Eclesiastés 8:8a, con su sabiduría antigua, lo sentencia: "Nadie es dueño de su espíritu ni lo puede detener porque nadie es dueño de la muerte…". La vida no es nuestra propiedad, sino un préstamo divino.
Por ello, con una lógica inquebrantable que emana de esta verdad fundamental, es malo el aborto. El aborto es un asesinato, un acto de privación de vida intencional, por donde se le mire, sin importar las circunstancias atenuantes que el mundo intente presentar. Aun cuando este sea por violación, una tragedia atroz; aun cuando haya malformación, una dificultad inmensa; o riesgo de muerte para la madre, una situación desgarradora. En la balanza de la vida divina, NADIE TIENE DERECHO SOBRE LA VIDA de otro ser humano, especialmente de aquel que es indefenso e inocente.
Por ello también, la eutanasia (esa acción u omisión que acelera la muerte de un paciente desahuciado, con su conocimiento o sin él, con la intención de evitar sufrimiento y dolor, bajo el pretexto de la compasión) también es un asesinato. Porque, de nuevo, SOLO DIOS TIENE DERECHO SOBRE LA VIDA. La compasión humana no debe traducirse en la usurpación de la prerrogativa divina.
Aun así, la pena de muerte está avalada por Dios en ciertos contextos bíblicos; no es un asesinato en el mismo sentido que un homicidio ilícito, pues Él mismo la instituyó como parte de la justicia retributiva para crímenes capitales en Su ley. No podemos nosotros pretender tener una moral más alta que la de Dios mismo, o juzgar Sus mandatos con criterios puramente humanos (Génesis 9:6, Éxodo 21:12-14). Al leer las Escrituras, nos damos cuenta de que Pablo mismo, inspirado por el Espíritu Santo, escribe en Romanos 13:1-7 sobre la autoridad del Estado para castigar a los malhechores, incluso con la espada. Fíjese que asesinar siempre es matar, sí, pero no siempre matar es asesinar. Si se actúa en defensa propia, para proteger la propia vida o la de un ser querido, no es asesinato (Éxodo 22:2). Matar por proteger a un inocente que está siendo agredido no es pecado, ni matar por accidente, sin intención ni malicia, en el contexto del Antiguo Testamento (Deuteronomio 19:5), donde se establecían ciudades de refugio para tales casos. La ley divina es precisa, y distingue entre la malicia intencional y las circunstancias extraordinarias.
Por último, y quizás lo más revelador para nuestra conciencia moderna, Jesús en su interpretación magistral de este texto, añadió algo más, llevando el mandamiento a la profundidad del corazón (Mateo 5:22). Allí enseñó que el odio, ese veneno silencioso que corroe el alma; el rencor que se aferra a las heridas del pasado; el resentimiento que se alimenta de la amargura; la cólera injusta, que estalla sin control ni razón; y los insultos destructivos, esas palabras que buscan aniquilar la dignidad del otro, también son una forma de asesinato. Son el asesinato del espíritu, la muerte de la relación, la aniquilación de la imagen de Dios en el prójimo, y merecen la pena del infierno, porque emanan del mismo corazón oscuro que lleva al acto físico. Así, el mandamiento de "no asesinarás" se extiende más allá de la sangre derramada para abrazar el vasto e intrincado paisaje de las intenciones del corazón, de las palabras pronunciadas en la oscuridad, de los pensamientos que anidan en el alma. La ley de Dios, en la mirada de Cristo, es una ley del espíritu, que exige la pureza del corazón y la rectitud de la intención.
Así, la palabra, esa brisa que viene de lo alto, se asienta sobre nosotros, sobre el aire que respiramos, sobre la tierra que pisamos, como una conclusión inevitable, no un cierre, sino un umbral hacia lo que aún debe ser vivido, sentido, comprendido en la intimidad del corazón. Los mandamientos, esos pilares grabados no solo en piedra, sino en el firmamento de la existencia misma, revelan, con una claridad a veces hiriente y a veces consoladora, la esencia misma de nuestra relación con lo Divino y, por extensión, con el prójimo. No son meras prohibiciones, no son solo reglas frías dispuestas para ser quebradas o seguidas a regañadientes, sino principios que se encarnan, que forjan el carácter, que esculpen el alma, que delinean los contornos de una sociedad justa, una comunidad que respira el aire de la gracia y la verdad. La vida, esa dádiva inmensa, no se reduce a una secuencia de días; es el escenario donde estos preceptos se despliegan, donde la elección se hace tangible, donde el espíritu se alza o se doblega.
Guardar el sábado, o, como lo hemos aprendido, comprender el reposo en Cristo que trasciende la ley para anclarse en la gracia; honrar a los padres, esa raíz de toda sociedad sana, esa base de todo respeto y orden; y respetar la vida, ese don sagrado que no nos pertenece, son más que meras reglas para la supervivencia. Son principios que forjan el carácter, que moldean el alma para la eternidad. El cumplimiento de estos mandamientos, no desde la coacción de la ley, sino desde la obediencia que nace de la fe y la gratitud por la gracia de Cristo, promete bienestar y una vida plena, lejos del engaño de la falsa libertad y del rencor paralizante, lejos del odio que corroe. Es un camino de alineación, una danza sagrada de nuestra existencia con la voluntad divina, una melodía que resuena con la armonía del cielo. Y al final de este camino, o al principio de cada nuevo día, la promesa permanece, la paz se asienta, y la vida se despliega en toda su plenitud, una vida que no es nuestra, sino un regalo, un eco del amor inagotable de Dios.
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