Tema: Génesis. Título: La prisión de José. Texto: Génesis 39: 13 – 40: 23.
Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I LA COMPAÑÍA DE DIOS (Ver 39: 21).
II LA EMPATÍA CON EL TRISTE (Ver 40: 6 – 7)
III LA RENUENCIA A ACEPTAR (Ver 40:14).
IV LA FIDELIDAD A LA VERDAD (Ver 9 – 13 - 18 – 22).
Sin embargo, la cárcel, ese lugar de encierro y desesperanza, sería, paradójicamente, un espacio muy especial en la vida de José. No un fin, sino un medio. No un castigo estéril, sino una escuela. Una escuela de vida, de fe, de carácter. Un crisol donde el oro de su espíritu sería purificado, donde las lecciones más profundas serían grabadas no en pergaminos, sino en el tejido mismo de su alma. Allí, en la quietud forzada, en la monotonía de los días que se arrastraban, José aprendería verdades esenciales, verdades que lo prepararían para el destino que le aguardaba, un destino que él, en su celda, aún no podía vislumbrar. Veremos, entonces, qué aprendió José en este lugar, qué lecciones nos ofrece su experiencia a nosotras, que a menudo nos encontramos en nuestras propias prisiones, sean estas de piedra o invisibles.
La primera y más fundamental de las lecciones, la que iluminaba la oscuridad de su confinamiento, fue la compañía de Dios. El versículo, un susurro de esperanza en medio de la adversidad, lo declara con una simplicidad conmovedora: "Pero Jehová estaba con José" (Génesis 39:21). No dice que Dios lo sacó de inmediato, ni que la injusticia fue revertida al instante. Dice que Dios estaba con él. Esta compañía no era una mera presencia pasiva, una observación distante. Era una presencia activa, dinámica, que se manifestaba en la misericordia que Dios le mostró, en su amor incondicional, en su benevolencia que se extendía incluso a través de los barrotes. Era el favor divino, una gracia que se derramaba sobre él, haciendo que el carcelero, el guardián de su encierro, lo tratara con bondad, le confiara responsabilidades, le otorgara una medida de autoridad dentro de los confines de la prisión. Es un eco del salmo que dice: "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo." Es la promesa que se cumple en la soledad más profunda, en la injusticia más flagrante. La presencia de Dios no elimina la prueba, pero la transforma. La celda sigue siendo una celda, pero con Él dentro, deja de ser un lugar de abandono y se convierte en un santuario, un aula.
Muchas de nosotras, en el peregrinaje de nuestra vida, tenemos que vivir la experiencia de la prisión. No siempre son muros de piedra y barrotes de hierro, pero pueden ser cárceles de enfermedad que nos confinan al dolor, prisiones de soledad que nos aíslan del mundo, encierros de la desesperación que nos roban la luz, o cadenas de la injusticia que nos atan a circunstancias que no merecemos. A menudo, como en el caso de José, estas pruebas llegan injustamente, sin razón aparente, sin que hayamos provocado su llegada. Sin embargo, en medio de la opresión, del dolor, de la incomprensión, nunca debemos olvidar esta verdad inmutable: Dios estará con nosotras en cada una de ellas. Isaías 43:2 nos lo susurra con la voz de la promesa: "Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti." En cada prisión que la vida nos imponga, Él hará cosas tan especiales con nosotras como las que hizo con José. Cada lágrima derramada, cada noche en vela, cada momento de incertidumbre, es un mensaje, un eco divino que resuena en el silencio: "Yo estoy contigo." Esta certeza no es una negación del dolor, sino un bálsamo para el alma, una fortaleza que nos permite no solo soportar, sino también crecer y florecer en los lugares más áridos. Es la presencia que nos sostiene cuando todo lo demás se desmorona, la luz que brilla en la más densa oscuridad.
La segunda lección, forjada en la interacción humana dentro de los muros, fue la empatía con el triste. Sucedió que el copero y el panadero del Faraón, dos figuras de gran importancia en la corte real, llegaron a la cárcel. El copero, un cargo de inmensa confianza, era quien preparaba y probaba el vino del Faraón, una garantía contra el veneno, un consejero cercano. Similar era el panadero, responsable de la comida del rey. Ambos, por haber delinquido contra su amo, se vieron despojados de su estatus y confinados. Al llegar allí, fueron puestos al cuidado de José, una ironía del destino que los unía bajo la misma sombra de la adversidad (comparar Génesis 39:1 con 40:4, donde Potifar, el mismo que lo encarceló, lo puso a cargo). Una mañana, José los vio. No solo los vio con los ojos, sino con el corazón. Los vio tristes. Sus semblantes, antes quizás altivos o preocupados por los asuntos de la corte, ahora reflejaban una profunda aflicción. Y José, a pesar de su propia situación, a pesar de estar pasando por una de las peores tribulaciones de su vida, no se quedó mirándolos en tal condición. No se encerró en su propio dolor, no se sumergió en la autocompasión. En lugar de eso, se movió. Se acercó y les preguntó: "¿Por qué parece hoy mal vuestros semblantes?" Una pregunta simple, pero cargada de compasión, un puente tendido en medio de su propia aflicción. Se atrevió a inquirir, a preocuparse, a buscar aliviar la tristeza que los acongojaba.
Cuando nos encontramos en nuestra propia prisión, sea cual sea su forma, es fácil olvidarnos de los demás. La tendencia humana, en medio del sufrimiento, es aislarnos, replegarnos sobre nosotras mismas, caer en el egoísmo y la autocompasión. El dolor puede ser un velo que nos impide ver más allá de nuestras propias heridas. Pero quizás, lo más terapéutico que podemos hacer cuando pasamos por pruebas, cuando la vida nos golpea sin piedad, es precisamente servir a los demás. Es extender una mano, ofrecer una palabra de consuelo, escuchar con atención, incluso cuando nuestro propio corazón está quebrantado. Esto nos ayudará a desenfocarnos de nuestro propio problema, a romper el ciclo de la rumia y la queja, y a comprender que tal vez hay personas en situaciones peores que nosotros, que nuestro dolor, aunque real, no es el único en el mundo. Al servir, al mirar más allá de nuestra celda personal, encontramos una perspectiva renovada, una fuerza que no sabíamos que poseíamos. Es en el acto de dar que recibimos, en el acto de sanar que somos sanadas. La empatía, en la prisión, se convierte en una llave que abre no solo las puertas de otros corazones, sino también las de nuestro propio espíritu.
La tercera lección, una manifestación de la resiliencia del espíritu humano cuando es sostenido por la fe, fue la renuencia a aceptar. Después de interpretar el sueño del copero, José le dijo unas palabras que nos indican algo muy importante: que él no estaba a gusto en esa cárcel y que estaba buscando la manera de salir de ella (Génesis 40:14). Lo primero, que no estaba a gusto, parece obvio y de hecho lo es. ¿Quién podría estarlo en un lugar así? Pero lo segundo, que no había renunciado a luchar, a vivir, a buscar una salida, eso no es tan obvio. José había estado por algún tiempo pasando tribulaciones, no sabemos cuánto con exactitud, pero lo que sí podemos decir es que no se había rendido. No había permitido que la desesperanza se apoderara de su voluntad. Su espíritu no se había quebrado.
Muchas veces, cuando nos hemos encontrado por muchos años en alguna situación postrante, en una enfermedad crónica, en un trabajo sin futuro, en una relación estancada, en una deuda que nos ahoga, renunciamos a salir de ella y nos conformamos. La resignación se convierte en un manto pesado que nos cubre, y la pasividad en una cadena invisible. Nada peor que eso. De ninguna manera podemos renunciar a buscar maneras de salir de nuestras tribulaciones. Tenemos que ser renuentes a aceptar alguna situación como definitiva, como el final de la historia, a menos que Dios mismo nos haya indicado que así es. La fe no es pasividad; es una fuerza activa que nos impulsa a buscar la liberación, a orar sin cesar, a actuar con sabiduría y persistencia. La esperanza, anclada en la promesa de Dios, nos prohíbe conformarnos con menos de lo que Él tiene para nosotras. José, en su celda, no se dio por vencido. No se adaptó a la injusticia como su nueva normalidad. Mantuvo viva la llama de la esperanza, la convicción de que su historia no había terminado allí, que Dios tenía un propósito mayor para su vida. Y esa renuencia a aceptar la derrota, a conformarse con la prisión, fue lo que lo mantuvo en movimiento, lo que lo preparó para el momento en que la puerta se abriría. Es un recordatorio de que nuestra actitud ante la adversidad es tan crucial como la adversidad misma.
La cuarta y última lección, un testimonio de integridad y obediencia, fue la fidelidad a la verdad. Cuando el copero cuenta su sueño a José, recibe una interpretación alegre, una profecía de felicidad y restauración (Génesis 40:9-13). Mas cuando el panadero le da su sueño, la interpretación es fatal, una profecía de muerte inminente (Génesis 40:18-22). Ambas interpretaciones, tanto la buena como la mala, son mensajes directos de Dios para estos dos hombres (Génesis 40:8), y las palabras de José son una afirmación clara de que es Dios, y solo Dios, quien puede interpretar los sueños, quien revela el futuro. Lo que se hace notar aquí, de manera poderosa, es que muy a pesar de su propia situación, a pesar de su deseo de salir de la cárcel, José está dispuesto a ser un mensajero fiel de Dios y a decir lo que sea que Él le dé, sin importar cuán doloroso o inconveniente sea el mensaje. Él pudo haber escondido el mensaje al panadero por miedo a las represalias, por conveniencia, por el deseo de agradar, o simplemente por evitar el dolor de entregar una mala noticia. Pero no fue así. José era un mensajero fiel, un canal puro de la voluntad divina. Su integridad no se corrompió por el encierro ni por la desesperación.
Muchas veces nos sucede que en medio de las tribulaciones, cuando la vida nos aprieta, cuando las promesas parecen lejanas, queremos dejar de servir a Dios, de ser sus mensajeros, de compartir su verdad. Nos desanimamos, nos sentimos agotadas, a veces hasta renegamos de nuestro llamado. La tentación de abandonar el ministerio, de guardar silencio, de priorizar nuestra comodidad sobre la obediencia, es fuerte. Pero no podemos cometer este error. Servimos a Dios como en el matrimonio: en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Nuestra fidelidad no depende de nuestras circunstancias, sino de la fidelidad de Aquel a quien servimos. José, en la prisión, sin saber cuándo saldría, sin garantía de que el copero lo recordaría, siguió siendo un profeta, un intérprete de los designios de Dios. Su voz, aunque confinada, seguía siendo la voz de la verdad. Y esa fidelidad, esa inquebrantable adhesión a la palabra de Dios, fue parte de su preparación, una prueba de su carácter para el liderazgo que le esperaba.
El eco de la celda en el alma de José nos habla hoy, con una voz que atraviesa los milenios. Nos susurra verdades esenciales para nuestro propio peregrinaje de fe. No dudes nunca que en medio de tus tribulaciones, de tus prisiones invisibles, Dios está contigo. ¿Lo has dudado alguna vez? ¿Has sentido la soledad del abandono, la frialdad de la distancia, cuando en realidad Él estaba allí, a tu lado, en cada aliento? No olvides nunca que en medio de la prueba, una de las buenas y mejores cosas que puedes hacer, una de las más liberadoras, es servir a los demás. ¿Lo haces? ¿Lo has hecho? ¿Has buscado el rostro afligido de tu prójimo cuando tu propio corazón lloraba? No olvides que en medio de los problemas que te toque vivir, de las situaciones que parecen no tener fin, debes renunciar a adaptarte y conformarte. ¿Te has adaptado? ¿Te estás adaptando a una realidad que no es la voluntad de Dios para ti, a una vida de mediocridad espiritual? No olvides que en medio de tus dificultades, el servicio en el ministerio, tu llamado a ser luz y sal, es innegociable. ¿Has pensado en abandonar? ¿Has sentido la tentación de guardar tus talentos, de silenciar tu voz, de retirarte de la batalla?
José, el prisionero, el soñador, el fiel, nos muestra que la prisión no es el final, sino a menudo el crisol donde se forja el carácter, donde la fe se profundiza, donde la empatía se cultiva, donde la esperanza se aferra con más fuerza, y donde la fidelidad a la verdad se prueba y se confirma. Su historia es un recordatorio de que incluso en los lugares más oscuros, la presencia de Dios es la luz que nos guía, y nuestro propósito, aunque velado, sigue siendo una brújula que nos orienta hacia el destino que Él ha trazado para nosotros. Que el eco de su celda nos inspire a vivir con valentía, a servir con compasión, a esperar con paciencia y a permanecer fieles, sabiendo que en cada prisión, Él está con nosotros.
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