✝️Tema: Génesis. ✝️Titulo: Betel:La experiencia de Jacob. ✝️Texto: Génesis 28: 10 – 22. ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I LA ESCALERA DE DIOS EN BETEL (Ver 10- 12).
II LA VOZ DE DIOS EN BETEL (Ver 13 – 15).
III LA REACCIÓN DE JACOB EN BETEL (Ver 16 – 22).
La experiencia de Jacob en Betel nos muestra que Dios tiene un propósito en nuestras vidas, incluso en momentos de dificultad. Las promesas que Dios le hizo a Jacob son igualmente aplicables a nosotros: Su compañía, protección y seguridad. Sin embargo, Jacob también nos enseña lo que no debemos hacer: tratar de negociar con Dios. Debemos confiar en sus promesas sin intentar manipular su voluntad. Así, la clave está en una fe genuina que no busca condiciones, sino que acepta la gracia de Dios tal como es. ¿Cómo respondemos nosotros a los tratos de Dios en nuestras vidas?
Y así, Jacob, con el sol cayendo como un velo anaranjado sobre su desolación, llega a cierto lugar. Un lugar sin nombre, sin historia, un simple trozo de tierra árida y silenciosa. Exhausto, sin nada más que la ropa que llevaba puesta y el peso de sus pecados, decide dormir. Para mitigar el frío de la noche, toma unas piedras, las que encuentra en su camino, y las usa como su cabecera. No eran almohadas de pluma, no eran lechos de reyes. Eran las piedras de las consecuencias, las rocas de su propio pecado, duras y frías. Y fue sobre este lecho de lo que había cosechado que Dios, en Su misericordia, le dio un sueño. La noche se hizo más profunda, y en el silencio de ese lugar sin nombre, Jacob soñó. Vio una escalera o, como la palabra hebrea también sugiere, una rampa, una imponente estructura que se extendía desde la tierra hasta el cielo. Y por ella, los ángeles de Dios subían y descendían, en un movimiento constante y fluido. Era un tráfico celestial en un lugar terrenal y desierto. No era solo un sueño. Era una revelación. Era el cielo irrumpiendo en la tierra, la santidad tocando la soledad.
¿Qué significaba este sueño? En su esencia más simple, era la demostración de la compañía de Dios. En un momento en que Jacob se sentía completamente solo, abandonado por su familia y perseguido por su hermano, Dios le mostró que no estaba solo. Que a pesar de su pecado, a pesar de sus decisiones equivocadas, la gracia de Dios lo rodeaba. Los ángeles, los mensajeros del Señor, estaban activos en ese lugar, en esa circunstancia de vida, no solo en un templo sagrado. Era una muestra de que lo celestial estaba en constante contacto con lo terrenal. El cielo y la tierra no estaban separados por un abismo insondable, sino conectados por una vía divina. Pero este sueño tenía un significado aún más profundo, una verdad que la historia revelaría más tarde. Esta escalera, este puente entre dos mundos, era un símbolo de Jesucristo. En el evangelio de Juan, el mismo Jesús diría: "De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subiendo y descendiendo sobre el Hijo del Hombre." Jesús es la escalera, el mediador perfecto entre Dios y la humanidad caída. Él es el punto de contacto entre lo sagrado y lo profano, el único camino al Padre. Y esta verdad, revelada a Jacob en su lecho de piedra, es la misma que consuela nuestros corazones hoy. En nuestros propios momentos de soledad, de temor, de culpa, cuando sentimos que hemos tocado fondo, Dios nos muestra que no estamos solos. Que la gracia de Dios, a través de Cristo, es un puente que nos une al cielo, sin importar cuán lejos creamos estar.
Pero el sueño no terminó con la visión de la escalera. En lo más alto de aquella imponente estructura, como una figura de majestad que lo abarcaba todo, estaba Dios. Y desde allí, una voz retumbó en el alma de Jacob. Una voz que no solo hablaba de la presencia de los ángeles, sino que confirmaba promesas eternas. Dios le recordó a Jacob las promesas que había hecho a sus abuelos, a Abraham y a Isaac. Le prometió la tierra de Canaán, una tierra que en ese momento parecía un desierto inalcanzable para un fugitivo. Le prometió una descendencia numerosa, un pueblo tan vasto como el polvo de la tierra. Y lo más asombroso de todo, le aseguró que en su simiente, en un futuro distante, todas las familias de la tierra serían benditas. Un hombre solo, con nada a su nombre, recibiendo promesas de destino, de nación, de salvación global. Es un recordatorio de que las promesas de Dios no se basan en nuestro mérito, sino en Su plan soberano. Y como si no fuera suficiente, Dios le hizo unas promesas personales a ese hombre asustado y errante: "Yo estoy contigo," "te guardaré por dondequiera que fueses," y la más dulce de todas: "no te dejaré hasta que no haya hecho lo que te he dicho." Estas palabras no eran una simple garantía, eran un abrazo divino. Eran la seguridad de que el Dios del universo, el mismo que había hablado con Abraham, estaba ahora con él, protegiéndolo de los peligros, y asegurándose de que su propósito se cumpliría.
Y esta es la maravilla de la gracia de Dios: las promesas hechas a Jacob no son exclusivas de él; son también nuestras. Nosotros también tenemos la promesa de Su compañía constante, del "Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo," una verdad que resonó siglos después en la voz de Jesús. En nuestros momentos de prueba, de incertidumbre, de temor, la voz de Dios nos recuerda que Su presencia nos envuelve. Él nos ha prometido Su protección y Su cuidado, una verdad tan firme como las rocas sobre las que Jacob durmió. El salmista nos dice que no ha visto al justo desamparado, ni a su descendencia mendigar pan. Es una promesa de cuidado providencial que nos asegura que, sin importar las circunstancias, Él nos sostendrá. Y finalmente, nos da la seguridad de que no nos dejará hasta que no haya cumplido todo lo que ha prometido. En un mundo de promesas rotas, de lealtades fugaces, la palabra de Dios permanece firme. Cada promesa cumplida en la historia de Israel, desde la conquista de la tierra prometida hasta el nacimiento de Jesús, es una garantía de que la palabra de Dios es inquebrantable. Y esta seguridad no es un simple consuelo, es el ancla de nuestra alma. Es saber que el propósito de Dios para nuestra vida no depende de nuestras propias fuerzas, sino de Su fidelidad eterna. Él no nos dejará hasta que no haya completado en nosotros la obra que un día comenzó.
Cuando Jacob despertó de su sueño, el miedo se apoderó de él, pero no el miedo que paraliza, sino el temor reverente que asombra. Se dio cuenta de que no había llegado a ese lugar por casualidad, sino que Dios mismo estaba allí. "¡Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía!" exclamó. En ese momento, las piedras que habían sido su cabecera, el símbolo de su huida y su pecado, se convirtieron en un altar. Se puso de pie, ungió la piedra y le dio un nombre a ese lugar. Ya no era un simple desierto, sino Betel, "la casa de Dios", el lugar donde el cielo había tocado la tierra. Con su corazón aún temblando, Jacob hizo una especie de "negocio" con Dios. Le dijo: "Si Dios estuviere conmigo, y me guardare en este viaje... y volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios." También le prometió que esa piedra sería un santuario para la adoración, y que le daría el diezmo de todo lo que le diera.
Y es en este momento donde la historia de Jacob se convierte en un espejo para la naturaleza humana. Este es uno de los textos favoritos de aquellos que promueven una teología de la prosperidad, de los que enseñan que podemos hacer "pactos" con Dios, que podemos "sembrar" una semilla financiera para cosechar una bendición, que podemos, en esencia, comprar el favor de Dios. Pero esta interpretación es un grave error que nos aleja del corazón de la gracia divina. Analicemos a Jacob en este momento. A pesar de haber sido visitado por ángeles, a pesar de haber escuchado la voz de Dios, el viejo Jacob, el tramposo, el manipulador, el "negociador" del plato de lentejas, no ha desaparecido por completo. Su fe, en este momento, es condicional. Su corazón le dice: "Si Dios cumple lo que ha prometido, si Él me protege, si Él me da riqueza, entonces, y solo entonces, Él será mi Dios." Es como si le dijera a Dios: "Te propongo un trato. Tú cumple tu parte del trato, y yo cumpliré la mía." Esta mentalidad es la antítesis de la fe bíblica. La fe no se basa en un "si," sino en un "porque." Abraham, el padre de la fe, creyó en las promesas de Dios sin condiciones, sin exigir pruebas, sin tratar de negociar. Su fe fue un acto de rendición incondicional.
La experiencia de Jacob en Betel, entonces, no es un manual de lo que debemos hacer, sino una advertencia de lo que no debemos hacer. No debemos tratar de negociar con Dios, de manipular sus promesas, de comprar su favor. La gracia de Dios es un regalo. Es como un padre que le ofrece un regalo a su hijo, y este hijo responde: "Si me lo das, prometo quererte." Eso no es fe, es un insulto a la generosidad de quien ama. Dios nos ha dado la promesa de Su presencia, de Su protección, de Su cuidado y de Su propósito, no por lo que nosotros hacemos, sino por lo que Él es. Nuestro deber no es tratar de hacer más efectivas sus promesas con pactos o siembras, sino simplemente creer en lo que Él ha dicho y confiar en Su fidelidad.
En un mundo saturado de mensajes de "recibirás si das," la historia de Jacob nos recuerda la profunda verdad de la gracia: la salvación es un regalo inmerecido, y nuestra respuesta a ese regalo debe ser la gratitud, no la negociación. La fe genuina no pone condiciones, sino que acepta la bondad de Dios tal como es, porque sabemos que Su amor es más grande que cualquier cosa que podamos ofrecerle a cambio. La experiencia de Jacob en Betel fue el comienzo de un largo proceso de transformación, en el que el manipulador aprendió a rendirse, el tramposo aprendió a confiar y el luchador aprendió a caminar cojo pero en la dirección correcta.
En última instancia, la experiencia de Jacob en Betel nos muestra que Dios tiene un propósito para nuestras vidas, incluso en los momentos de mayor dificultad y soledad. Las promesas que Él le hizo a Jacob son tan vigentes hoy como lo fueron en aquel desierto: Su compañía inquebrantable, Su protección infalible y Su seguridad eterna. Sin embargo, en el mismo relato, Jacob nos enseña, a través de su propia imperfección, lo que no debemos hacer. No debemos tratar de negociar con Dios, no debemos manipular Su voluntad, no debemos condicionar nuestra fe a las circunstancias. La clave de una verdadera relación con Él no está en los "pactos" que hacemos, sino en la fe que simplemente acepta la gracia de Dios tal como es. Por lo tanto, la pregunta que queda para nosotros no es cómo podemos recibir más de Dios, sino cómo respondemos nosotros a los tratos de Dios en nuestras vidas. ¿Nos aferramos a nuestra naturaleza tramposa y negociadora, o nos rendimos a la gracia que nos fue dada, reconociendo que la escalera entre el cielo y la tierra no fue construida por nuestras obras, sino por el inmenso amor de Dios en Cristo? La lección de Betel es que la casa de Dios no es un lugar físico, sino el corazón que se abre para recibir el regalo de Su amor incondicional.
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