✝️Tema: La tribulación. ✝️Titulo: Las pruebas no son tu fin: El propósito secreto que Dios esconde en tu lucha ✝️Texto: Santiago 1: 2. ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I. LAS PRUEBAS SON DIVERSAS (Ver 1).
II. LAS PRUEBAS SE ENFRENTAN:
III. LAS PRUEBAS TIENE PROPÓSITO (Ver 3 - 4).
En medio de la tribulación, recuerda que Dios te fortalece. Abraza cada prueba con fe y gozo, permitiendo que forje en ti la paciencia y la perfección que te acercarán a la plenitud en Cristo.
Quizás se pregunten por qué no me inclino con más frecuencia a abordar este tema en particular, el de las pruebas y las adversidades. Hay, lo admito, razones para esta reticencia, dos en particular que se me revelaron con el tiempo. La primera, y no menos importante, es que he observado cómo una dieta constante de mensajes centrados únicamente en el consuelo en la aflicción puede, paradójicamente, cultivar una fe de naturaleza frágil, una suerte de sensibilidad excesiva que, en lugar de fortalecer, debilita. Se corre el riesgo de forjar una congregación mimada, quizás incluso un tanto ególatra, donde la expectativa es que el mundo se adapte a su comodidad, en lugar de que el alma se fortalezca para afrontar el mundo tal como es. La segunda razón, igual de crucial, es que el verdadero creyente, el alma que anhela crecer en estatura espiritual, necesita asimilar la totalidad del consejo divino. No basta con el aliento momentáneo; es el vasto y complejo tapiz de la Palabra lo que nutre la madurez, lo que permite que el espíritu se robustezca más allá de las meras emociones transitorias.
Sin embargo, como ya les mencioné, una quietud divina ha descendido sobre mí, una motivación que no puedo ignorar. Y así, hoy, deseo tender una mano, a través de estas palabras, para iluminar algunos aspectos fundamentales de las pruebas, tal como se nos revelan en la Escritura, con la esperanza de que encuentren en ellas no solo consuelo, sino también una nueva perspectiva, una suerte de claridad que les permita mirar más allá de la bruma.
Uno debe, en algún momento de este peregrinaje terrenal, enfrentarse a una verdad ineludible, una realidad que, aunque a veces dura, no debe desanimarnos: el creyente, el alma que ha puesto su confianza en el Señor, inevitablemente atraviesa pruebas. No son escasas; son, de hecho, muchas, muchísimas pruebas. Es un patrón que se repite a lo largo de las páginas sagradas, una constante en el testimonio de aquellos que han caminado por la senda de la fe. Como nos recuerda el apóstol Pablo en Hechos 14:22, es a través de "muchas tribulaciones" que hemos de entrar en el reino de Dios. No es un desvío, sino parte del camino trazado.
Y no piensen, ni por un instante, que estas pruebas se limitan al ámbito estrictamente espiritual, como si la vida fuera una serie de compartimentos estancos. ¡No! Las pruebas que el creyente experimenta son, en su esencia, diversas. Son como las diferentes tonalidades de una sinfonía, cada una con su propio matiz y resonancia. Se manifiestan en el ámbito laboral, como un proyecto que se desmorona a pesar de los esfuerzos, o una injusticia que se cierne sobre el trabajo de nuestras manos. Se insinúan en lo sentimental, en las heridas del corazón, las expectativas rotas o la soledad persistente. Hacen acto de presencia en lo académico, en el fracaso de un examen largamente preparado o en la frustración de no alcanzar la comprensión deseada. Y, por supuesto, se tejen en el complicado tapiz de lo familiar, en las tensiones que surgen entre seres queridos, las enfermedades que azotan o las pérdidas que dejan un vacío irreparable.
Enseñar lo contrario, pintar un cuadro donde la vida cristiana es una sucesión ininterrumpida de días soleados, sin nubes ni tormentas, sería no solo una irresponsabilidad grave, sino una mentira. Sería como un jardinero que promete rosas sin espinas; una promesa vacía que solo conduce a la desilusión cuando la mano se pincha. La verdad, aunque a veces menos palatable, es la única que libera y prepara el alma para lo que realmente encontrará en el sendero.
Frente a esta diversidad de pruebas, surge la pregunta crucial: ¿cómo las enfrentamos? La Escritura no nos deja a tientas en la oscuridad; nos ofrece una brújula.
Primero, se nos exhorta a enfrentarlas con gozo. Qué concepto tan contraintuitivo, ¿verdad? Uno esperaría que la actitud natural frente a la adversidad fuera la tristeza, el enojo, la amargura, el desánimo. Y, sin embargo, el texto nos habla de "sumo gozo", de una gran alegría, de una dicha profunda que no nace de la ausencia de problemas, sino de una comprensión que trasciende las circunstancias. Es, quizás, el sentimiento que menos impera cuando uno se encuentra en el crisol de una tribulación. Pero, ¿por qué deberíamos estar alegres en medio de nuestros problemas?
Hay razones, razones que se anclan en lo profundo del plan divino. En primer lugar, porque el Espíritu Santo habita en nosotros. Es Él quien siembra en nuestros corazones el gozo y la paz, como nos recuerda Gálatas 5:22. Este gozo no es una euforia superficial, sino una quietud del alma que sabe que no está sola, que hay una presencia que la envuelve incluso en la oscuridad más densa. Es una calma que desafía la tormenta exterior. En segundo lugar, y quizás aquí radica la clave de la perspectiva, porque lo que nos sucede, por doloroso que sea, tiene un buen propósito. No es un capricho del destino, ni un castigo sin sentido. Hay un diseño, una intención, un telar divino en el que cada hilo, por oscuro que parezca, contribuye a la belleza final de la obra.
Segundo, se nos invita a abordar las pruebas con sabiduría. ¿Qué es esta sabiduría? No es meramente un conocimiento teórico, acumulado en los anaqueles de la mente. Aquí, en este contexto, sabiduría es la capacidad de enfrentar las pruebas con el conocimiento profundo del porqué y para qué ocurren. Es una comprensión que se enraíza en la fe, que permite ver más allá de la superficie de la aflicción. Si ese conocimiento flaquea, si la claridad se oscurece, entonces hay dos caminos a seguir. Primero, y fundamentalmente, hay que pedírselo a Dios. Él es la fuente inagotable de toda sabiduría, y promete darla generosamente a quienes la pidan con fe. En segundo lugar, y en conjunción con la oración, es crucial buscarlo en la Escritura. La Palabra de Dios es un faro, un mapa que nos revela los propósitos divinos en el sufrimiento, que nos equipa con la perspectiva eterna necesaria para navegar las aguas turbulentas de la adversidad.
Tercero, y quizás el pilar sobre el que se asientan los demás, es la fe. La fe, ese don precioso, tiene que ver con convicción, seguridad, certeza. Es la confianza inquebrantable en lo que no se ve, la esperanza en lo que aún no se ha manifestado. Es de vital importancia que, en medio de los "hornos de fuego" de nuestras tribulaciones, no perdamos esta fe. La fe en que Dios tiene un propósito en todo lo que vivimos, por incomprensible que parezca en el momento. La fe en que Dios cumplirá Sus promesas y Sus propósitos en nuestra vida, incluso cuando el paisaje que nos rodea parece desolador. Es la fe la que nos permite ver la mano invisible de Dios trabajando en medio del caos, tejiendo un bien mayor de lo que nuestros ojos limitados pueden percibir.
Y aquí llegamos a una de las verdades más reconfortantes, más profundamente esperanzadoras de las Escrituras con respecto a nuestros sufrimientos: que siempre, sin excepción, las desgracias por las que pasamos tienen un propósito que, en última instancia, redundará para bien en nuestra vida. No son eventos aleatorios, sin sentido; son piezas en un rompecabezas divino que eventualmente revelará una imagen de belleza y fortaleza.
Santiago enumera dos de estos propósitos, dos frutos preciosos que brotan del suelo árido de la tribulación:
Primero, la paciencia. No la paciencia pasiva que espera sin hacer nada, sino la cualidad de la persistencia, de la constancia. Y ambas, por supuesto, tienen que ver con la fortaleza, con una fuerza interior que se forja en el fragor de la batalla. Dios, a través de las pruebas, nos hace fuertes, nos capacita para resistir, para no ceder ante la presión. Y esta fuerza nos permite ser constantes y perseverantes, cualidades vitales para cumplir la voluntad de Dios, para no desviarnos del camino cuando los vientos soplan con más fuerza. La paciencia es el músculo espiritual que se desarrolla con cada carga que soportamos.
Segundo, la perfección. Cuando la obra de la paciencia está completa en ti, nos dice la Escritura, entonces tienes lo que se necesita para alcanzar la integridad, la cabalidad, la perfección, la madurez en Cristo. Es un proceso. Nuestras pruebas, por lo tanto, no son castigos aleatorios, sino escalones en la escalera de nuestra maduración en la fe. Son el cincel que esculpe la obra maestra que Dios quiere que seamos, puliendo cada imperfección hasta que reflejemos más plenamente la imagen de Su Hijo.
En resumen, mi querido lector, en medio de la tribulación que pueda rodear su vida en este momento, recuerde esta verdad inmutable: Dios te fortalece. Abraza cada prueba, no con resignación, sino con una fe que ve más allá de lo visible y un gozo que nace del Espíritu. Permite que esa tribulación forje en ti la paciencia inquebrantable y la perfección que te acercarán, paso a paso, a la plenitud en Cristo, a la estatura de un alma madura. La vida es un misterio, sí, pero en medio de sus enigmas, la gracia de Dios nos sostiene, nos transforma, nos eleva. ¿Podemos, entonces, encontrar en nuestras propias pruebas un eco de ese amor que nos moldea para un propósito eterno?
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