Tema: El servicio a Dios y al prójimo. Título: ¿Eres egoísta?. Texto: Filipenses 2: 3 - 11. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
Introducción:
A. Aclaración: su Biblia dice: “contienda”, pero una traducción más exacta es egoísmo, como de hecho lo traducen muchas otras Biblias.
B. Definición:
Esta palabra “eritheia” (eritia) se refiere, entre otras cosas, a aquel que actúa en beneficio propio, de ahí deducimos que el egoísta es aquel que actúa en BENEFICIO PROPIO como su prioridad.
La palabra en español proviene de dos palabras latinas “ego” que quiere decir YO e “ismo” que quiere decir doctrina, teoría, sistema; en otras palabras, según esto el egoísmo es una actitud, una forma de pensar donde predomino yo.
La definición de la RAE confirma esto al definir el egoísmo como: “Inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás”.
C. La pregunta es: ¿Seremos nosotros personas egoístas? Hoy trataremos de responder esta pregunta, si hoy descubrimos que en efecto lo somos debemos hacer algo, ya que es autodestructiva y creo que es la razón principal por la que nos negamos a servir a Dios en la iglesia dentro de un ministerio.
D. Empecemos:
I. EL EGOÍSTA ES ORGULLOSO (ver 3)
A. “…antes bien con humildad” ¿lo nota?, ese “antes bien” hace el contraste, es como si dijera: “no sean egoistas, ni vanagloriosos; en lugar de eso, en vez de eso sean humildes”. Esto nos indica que la persona egoísta no es humilde y si no lo es es porque es orgullosa.
B. El orgullo está en el centro mismo del origen del egoísmo, somos egoístas porque somos orgullosos. En este texto humildad es: “humildad mental”, es “tener una opinión sencilla de uno mismo”. Es todo lo contrario de lo que piensa el orgulloso, el orgulloso no tiene tal opinión, él cree que es mejor que todos y que por tanto está por encima de todos.
C. Para ser más específico la persona orgullosa:
Se cree mejor que todos.
No admite errores.
Desprecia a los demás.
Quiere competir con otros.
No le gusta ser criticado.
No puede ser empático.
D. Entonces, recuerde que una persona es egoísta porque es orgullosa y es orgullosa porque es egoísta. Es decir, si usted exhibe orgullo en cualquiera de las formas que describimos es porque seguramente usted es una persona egoísta. La pregunta es entonces: ¿cuáles de las características enumeradas posee usted en su vida?
II. EL EGOÍSTA PIENSA SOLO EN ÉL (ver 4).
A. Pablo continúa explicando que la persona que es egoísta: “mira por lo suyo propio”. Eso quiere decir que la persona egoísta se habitúa a velar por sus propios intereses y que poco le importa lo que le ocurra o deje de ocurrir a los demás.
B. Un ejemplo de esto lo tenemos en 1 Corintios 8. La pregunta subyacente en este capítulo es: ¿podemos consumir alimentos que fueron sacrificados a los ídolos?
Pablo va a explicar que el creyente que entiende y cree que un ídolo no es nada y que en realidad solo hay un Dios verdadero, dado esto, no tiene problemas de conciencia al comer esa carne, bien puede (ver 4).
Sin embargo, aunque tiene esta libertad, debe considerar otro aspecto y es no hacer tropezar a otro creyente que no cree esto o que se le dificulta creerlo. (ver 8 - 9).
Por tanto, si comer alimentos que han sido sacrificados a los ídolos hace caer a un creyente más débil no debería hacerlo o no por lo menos delante de él (ver 13), fijémonos ahora en lo que dice 1 Corintios 10:24, 27 - 28, 32 - 33.
Según todo esto:
El creyente no debe pensar solo en sí mismo.
Debe ceder sus derechos cuando entiende que estos pueden escandalizar o ser motivo de caída en pecado de alguna persona.
Debe asumir la pérdida que trae ceder esos derechos.
C. Ahora, si en este momento usted está pensando algo como: Yo no haré eso o lo haré solo hasta cierto punto, mi amigo y hermano es porque seguramente usted es una persona egoísta. ¿Lo está pensando? ¿Lo es?
III. EL EGOÍSTA NO PUEDE VER (ver 5 - 11)
A. Después de dar la teoría, pasa a dar un ejemplo práctico de lo que es vivir sin egoísmo, lo da en la persona de Jesús, el texto nos dice varias cosas clave:
Jesús en la eternidad era Dios, pero no se aferró a eso (ver 6).
Jesús se despojó a sí mismo para hacerse un hombre y entre los hombres un esclavo (ver 7).
Aún cayó más bajo sometiéndose en obediencia al Padre, hasta tal punto que murió en la cruz.
Hasta aquí tenemos un ejemplo de lo que se nos ha dicho, Jesús no es egoísta, no es orgulloso, no piensa en sí mismo, en su comodidad, en sus intereses, sino que piensa en los demás.
B. El premio:
Exaltación hasta lo sumo (ver 9).
Nombre sobre todo nombre (ver 9).
Toda rodilla se dobla (ver 10).
Toda lengua confiesa que Jesús es el Señor (ver 11).
C. El egoísta está tan en sí mismo que no logra ver esto, o lo ve y no lo cree, no puede ver que Dios bendice ampliamente a quien abandona su egoísmo. Él sigue aferrado a su miserable recompensa, la cual piensa que es mucha, pero nada se compara con la recompensa de Dios.
Entonces tú eliges: te quedas con las migajas o vienes por el banquete. Si te aferras a las migajas te diré algo: “eso es lo que ocurre cuando un miserable bebe una gota de poder, se aferra a la gota”.
Conclusiones:
A. Tenemos el plan 600, este plan solo se llevará a cabo con gente sin egoísmo, que no solo piensa en sus intereses, que le importan los demás, se necesitan manos, se necesitan servidores, gente que ayude. ¿Será usted uno de ellos?
VERSIÓN LARGA
La existencia humana, en su esencia más cruda, se debate en una batalla primordial: la que libra el yo contra el nosotros. En los anales de la psicología, Alfred Adler, el célebre pensador vienés, con la agudeza de un cirujano del alma, diagnosticó esta aflicción en su obra ¿Qué debe significar la vida para usted?. Sus palabras resuenan como un oráculo ineludible, tallado en la roca de la experiencia humana: “El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida y causa las mayores heridas a los demás. De esos individuos surgen todos los fracasos humanos”. Es una verdad que se cierne sobre nosotros con el peso de la historia, revelando que la soledad y la autodestrucción no son un castigo divino, sino la consecuencia natural de una vida encapsulada en la cárcel de un yo que se ha vuelto un ídolo.
Hoy, la palabra nos convoca a un examen introspectivo, a un viaje al corazón de esa celda que hemos erigido para nosotros mismos. Y la pregunta que se cierne en el aire, con la urgencia de una revelación personal, es: ¿Eres tú, acaso, una persona egoísta? No hablamos de la caricatura del egoísta, del ser que pisa a los demás sin remordimientos, sino de la sutil marea que arrastra a nuestros corazones hacia la contienda y el beneficio propio. La epístola de Pablo a los Filipenses, en su segundo capítulo, versículos 3 al 11, se erige como un espejo infalible. En su texto original, la palabra que se traduce como “contienda” es eritheia, un término que evoca la imagen de aquel que actúa primordialmente en beneficio propio, un obrero movido por un interés personal y mezquino. Esta definición bíblica halla su eco en la sabiduría secular, pues la Real Academia Española define el egoísmo como el “inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás”. Es, en esencia, una doctrina personal, un sistema de pensamiento donde el yo ocupa el centro de un universo solitario, y todo lo demás es una periferia nebulosa y distante. Si hoy, al mirarnos en este espejo, descubrimos las sombras del ego, la revelación no debe sumirnos en la desesperación, sino impulsarnos a la acción, pues es el egoísmo, con su peso autodestructivo, la principal barrera que nos impide servir a Dios y al prójimo. Es una fortaleza interior que debe ser derribada.
El Egoísta es un Esclavo del Orgullo
El apóstol Pablo, en el versículo 3, no anda con rodeos. El contraste que propone es radical, como una línea trazada en la arena, un abismo entre dos formas de vivir. “Nada hagáis por contienda o por vanagloria, antes bien con humildad”. Ese “antes bien” es una ruptura total, un mandamiento que nos invita a dejar atrás las motivaciones de la carne para abrazar una nueva forma de ser. Si el egoísmo es el “inmoderado y excesivo amor a sí mismo”, su raíz, su origen más profundo, se encuentra en el orgullo. No se puede ser egoísta sin ser orgulloso, y no se puede ser orgulloso sin ser, en esencia, un egoísta. Son dos serpientes entrelazadas que se muerden la cola, un ciclo de autodestrucción que se retroalimenta.
La humildad a la que se refiere Pablo no es la falsa modestia de quien se desprecia a sí mismo, sino una “humildad mental”, un “tener una opinión sencilla de uno mismo”. Es la capacidad de vernos con una honestidad despojada de pretensiones, de reconocer nuestras debilidades y de celebrar los dones de los demás sin envidia. El orgulloso, por el contrario, habita en una fortaleza construida con la argamasa de la auto-adulación. Desde la cima de su torre, mira al mundo con desdén. Él no tiene una opinión sencilla de sí mismo; su mente ha erigido un ídolo, y ese ídolo es su propia imagen. Se cree superior a todos, y esa superioridad imaginaria justifica su desprecio por los demás, su falta de interés en sus vidas, sus luchas y sus dolores. En su reino, no hay lugar para la empatía, pues ¿cómo puede uno sentir el dolor ajeno cuando se considera por encima de él, inalcanzable para las mismas heridas que afligen a la plebe?
Este es el drama del orgulloso: su alma se niega a admitir errores. Cada crítica es un ataque personal a la perfección que ha creado de sí mismo. Se pone a la defensiva, erigiendo muros de justificaciones, culpando a los demás, a las circunstancias, al destino mismo. Vive en una constante competencia, midiendo su valor en relación con los demás, y el fracaso de otro se convierte, en su lógica retorcida, en una victoria personal. El mundo es un vasto campo de batalla donde solo puede haber un ganador, y él, por supuesto, debe ser ese vencedor. Esta mentalidad lo aísla, lo separa, lo convierte en un lobo solitario en un rebaño que no comprende. Su necesidad de ser el mejor le impide ver la belleza de la colaboración, la fuerza de la unidad, la gracia de servir a un propósito más grande que su propia gloria. El orgulloso no puede ser criticado porque su ego es demasiado frágil para soportar la verdad. Y al no poder ser empático, se condena a una existencia solitaria, un vagabundo emocional en un mundo lleno de almas sedientas de conexión.
El egoísmo y el orgullo son gemelos siameses, atados por el corazón. Si usted exhibe cualquiera de las formas de orgullo que describimos—ya sea la arrogancia abierta o el sutil desdén—es porque, en lo profundo, usted es una persona egoísta. La pregunta es entonces: ¿cuáles de las características enumeradas posee usted en su vida? Porque al reconocer la enfermedad, se da el primer paso hacia la sanidad.
El Egoísta Piensa Solo en Él
Pablo continúa su magistral exposición con una verdad tan simple como devastadora en el versículo 4: el egoísta “mira por lo suyo propio”. Se trata de una costumbre, una forma de ser en la que la persona se ha habituado a velar única y exclusivamente por sus propios intereses, con una indiferencia casi total hacia lo que les ocurra a los demás. Es un universo mental donde la única estrella es el yo, y el resto de la galaxia solo existe en función de su brillo. Los demás son peones en un juego de ajedrez personal, simples herramientas para alcanzar los propios fines. La vida del egoísta se asemeja a un camino en el que solo se mira el propio pie, sin alzar la vista para ver los rostros de quienes caminan a su lado.
Un ejemplo magistral de esto lo encontramos en la primera carta a los Corintios, en el capítulo 8, un pasaje que a primera vista parece tratar un problema trivial de dieta, pero que en realidad es una profunda lección sobre el egoísmo. El dilema era este: ¿podían los cristianos comer carne que había sido sacrificada a los ídolos? La ciudad de Corinto era un crisol de culturas, un lugar donde los mercados estaban llenos de carne que provenía de sacrificios paganos. El apóstol Pablo, con su aguda teología, explica que un creyente espiritualmente maduro, uno que entiende que un ídolo “nada es” y que hay un solo Dios verdadero, no tiene problema de conciencia al comer dicha carne. Para él, es solo carne. En ese sentido, tiene la libertad de hacerlo.
Sin embargo, Pablo no se detiene ahí. Va más allá del conocimiento y la libertad personal para adentrarse en el terreno del amor y el servicio. Advierte que, aunque el creyente tenga esa libertad, debe considerar el bienestar de aquellos hermanos más débiles en la fe, cuya conciencia podría ser herida por ver a un hermano comer esa carne. Para ellos, comer esa carne era un acto de idolatría, una traición a su fe. Por lo tanto, si comer ese alimento hacía tropezar a un creyente más débil, el creyente más fuerte no debería hacerlo, al menos no en su presencia. Más adelante, en 1 Corintios 10:24, Pablo reafirma esta idea con una voz que truena en la eternidad: “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro”. Y en los versículos 27-28 y 32-33, lo lleva a una conclusión rotunda:
El creyente no debe pensar solo en sí mismo. Debe salir de su propio universo y reconocer la existencia y el valor de los demás.
Debe ceder sus derechos y sus libertades personales cuando estos podrían ser motivo de tropiezo o pecado para otro. La libertad personal se subordina al bien común.
Debe asumir la pérdida, el costo que viene con ceder esos derechos. No es un sacrificio a medias, sino una renuncia total.
Este es un mandato radical, una filosofía de vida que es la antítesis de la nuestra. Es un llamado a despojarse de la comodidad, de la libertad personal, del beneficio propio, por el bien de un hermano. Y aquí es donde el egoísmo alza su cabeza. Si en este momento, al escuchar estas palabras, te descubres pensando: “Yo no haré eso” o “Lo haré, pero solo hasta cierto punto”, entonces has encontrado la evidencia de que el egoísmo ha echado raíces profundas en tu corazón. Porque el egoísmo se niega a ceder. Se aferra a sus derechos, a sus libertades, a sus ganancias, con una tenacidad feroz. No está dispuesto a asumir la pérdida que conlleva el amor verdadero. La pregunta que te queda por responder es: ¿Lo estás pensando? ¿Lo eres?
El Egoísta No Puede Ver
Después de la teoría y del ejemplo, Pablo nos presenta el caso práctico más sublime de la historia, la antítesis perfecta del egoísmo: la persona de Jesús. El pasaje en Filipenses 2:5-11 es una obra maestra de la teología y la poesía, una revelación que destroza la lógica del egoísmo. Nos dice que la mente que debe haber en nosotros es la mente de Cristo. Y ¿qué mente tenía Él?
En la eternidad, Jesús era Dios, un ser co-igual al Padre, revestido de toda majestad y poder. Era la luz del mundo, el Creador de todo lo que existe, la Palabra que sostenía el universo. Su trono era el universo, su corona la gloria inmaculada, su vestido la eternidad. Sin embargo, nos dice el texto, “no se aferró a eso”. Esta frase es un abismo de humildad. No se aferró a su condición de Dios, no la usó para su propio beneficio, para su comodidad o para evitar el sufrimiento. Su amor por nosotros era más grande que su derecho a la divinidad. En un acto de kenosis, de vaciamiento, se despojó a sí mismo.
Este despojamiento fue un descenso vertiginoso. De Dios se hizo hombre, la criatura más humilde. Y no solo se hizo hombre, sino que entre los hombres, se hizo esclavo. El Rey se hizo siervo, el Creador se hizo criatura, el Omnipotente se hizo vulnerable. Pero su obediencia no se detuvo ahí. Aún cayó más bajo, sometiéndose al Padre, en obediencia, hasta el punto de la muerte en la cruz. Se humilló a sí mismo hasta la muerte, la forma más vergonzosa y brutal de morir en su tiempo. Murió la muerte de un criminal, de un desecho social, para que nosotros, los criminales, los desechos, pudiéramos vivir. Aquí tenemos el ejemplo perfecto de alguien que no es egoísta, no es orgulloso, no piensa en su propio interés, sino que piensa en los demás y se entrega por completo.
Pero aquí viene la parte que el egoísta no puede ver. A este acto de humillación, Dios respondió con una recompensa sin igual, un premio que la mente humana no puede siquiera concebir:
Dios lo exaltó hasta lo sumo (ver 9).
Le dio un nombre que es sobre todo nombre (ver 9).
Ante Él, toda rodilla se doblará (ver 10).
Toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor (ver 11).
El egoísta está tan en sí mismo, tan atrapado en la miseria de su propio mundo, que no logra ver esta verdad gloriosa. No puede ver que Dios bendice de manera inconmensurable a aquel que abandona su egoísmo por el bien del servicio. El egoísta, con su visión nublada, sigue aferrado a sus “migajas”, a su pequeña recompensa terrenal, a la comodidad de su pequeño trono personal. Él cree que tiene mucho, pero no se compara en nada con el banquete que Dios ofrece a quienes se humillan. Él es el miserable que se aferra a la gota de poder, mientras el océano de la gloria divina se extiende ante él, vasto e ilimitado. Su ego, su orgullo, su falta de visión le impiden soltar esa gota para recibir el banquete. Y la ironía es que, en su aferramiento, termina perdiéndolo todo.
Conclusiones
Hemos examinado la naturaleza del egoísmo y hemos visto que su origen es el orgullo, su manifestación es la auto-obsesión, y su consecuencia es la ceguera espiritual. Pero en la persona de Jesucristo, se nos ha revelado el camino de salida. Su humillación no fue un fin, sino el medio para una exaltación sin límites. El servicio, el despojarse de uno mismo, la entrega total, es el único camino que lleva a la verdadera vida.
En nuestra iglesia, tenemos el plan 600. No es un simple proyecto, es un llamado a la acción. Es un campo de pruebas para el corazón. Es un plan que solo se llevará a cabo con gente sin egoísmo, con personas que no solo piensen en sus propios intereses, sino que les importe genuinamente el bienestar de los demás. Se necesitan manos, se necesitan servidores, se necesita gente que ayude y que esté dispuesta a despojarse de su ego para servir. El servicio es el espejo en el que se refleja la humildad, y el camino que nos libera de la prisión de nuestro propio yo. La vida de un egoísta es un círculo vicioso de miseria. La vida de un siervo es un río de bendiciones que fluye hacia los demás y regresa a la fuente. ¿Será usted uno de ellos? ¿Está dispuesto a soltar las migajas para recibir el banquete? La decisión es suya.
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