Tema: Compañerismo. Título: El amor al prójimo. Texto: 1 Juan 4: 7 - 12. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
Introducción:
A. Existe una diferencia entre actos esporádicos de amor y una cultura del amor. En los primeros debes en cuando y cuando se presenta la oportunidad demuestro mi amor a los hermanos; en el segundo cada acto, cada tarea, cada momento ha de volverse una oportunidad de amar a los demás. Esto ultimo es lo que Dios quiere y es lo que me propongo lograr en los años siguientes en la iglesia, la cultura del cuidado mutuo, del "tu me importas", de los detalles, de la atención, de las palabras que afirman del perdón, de la amistad que perdura, una cultura del amor.
B. Por eso el tema de hoy, el apóstol Juan la semana pasada y hoy nos ha mostrado lo importante que es este tema en la vida de un cristiano, de hecho lo mas importante de todo. Hoy el Apóstol continua instruyéndonos sobre el tema y nos dice:
I. AMAR ES UNA EVIDENCIA (ver 7 - 8).
A. En el versículo nos habla acerca de nacer de nuevo (nacido de Dios) y de conocer a Dios relacionándolo con el amor. El Apóstol Juan nos dice que una de las grandes evidencias de haber nacido de nuevo, de habernos convertido realmente, de haber conocido a Dios la encontramos en que amamos al prójimo. Una persona que ama a otros (es bueno con ellos) demuestra en este acto que es un verdadero hijo de Dios.
B. Esto porque en el momento de la verdadera conversión algo espiritual ocurre en la persona esto no lo describe el apóstol Pablo en Romanos 5:5.
C. Aun el apóstol relaciona el amor con el conocimiento de Dios, nos dice que quien no ama, no ha comprendido ni a Dios, ni a sus cosas por mas doctrina que tenga en la cabeza.
C. Si no amas deberías revisarte porque tal vez no estés en la fe, estas aun en tu delitos y pecados, estas perdido.
II. AMAR A QUIENES NO NOS CORRESPONDEN (ver 9 - 11).
A. El apóstol pone como ejemplo de amor a Dios, parafraseando el versículo 10 dice algo como que: "el verdadero amor no esta en ser bueno (amar) a quienes nos aman; sino en ser bueno (amar) con quienes no nos aman porque son nuestros enemigos o porque les somos indiferentes; así como Dios que nos amo sin que nosotros le amaramos a el primero"
B. En el versículo 11 hace una aplicación practica sumamente clara y contundente: "pasando por los demás niveles del amor, debemos llegar a ese nivel de bondad en nuestro trato con los demás".
III. AMAR PARA EXPERIMENTAR A DIOS (ver 12)
A. Juan empieza con una afirmación contundente: "nadie ha visto jamás a Dios". Surge la pregunta: ¿Qué tiene que ver esto con el amor? la idea es: aunque Dios es invisible puedes experimentarlo profundamente cuando amas a otros. Tal vez esa sea la razón por la que después de haber sido buenos con alguien aun mas con los desconocidos o enemigos nos sentimos tan bien y tan plenos.
B. Acto seguido hace una extraordinaria afirmación y es que el amor evidencia la presencia de Dios en nuestras vidas y además nos perfecciona.
B. Fíjese según estudios científicos, ser amables (amar a otros) tiene los siguientes beneficios:
(lecturas del libro).
El amor es la marca del cristiano verdadero. Va más allá de actos esporádicos y nos llama a una cultura de cuidado mutuo. Al amar a los demás, especialmente a quienes no nos corresponden, no solo reflejamos el amor de Dios, sino que también sentimos Su presencia en nuestras vidas y somos perfeccionados en Él.
El amor no es un gesto fugaz. No es la moneda que sacamos de la cartera cuando la ocasión lo exige, ni el aplauso que damos cuando el sermón nos toca el corazón. No. El amor que Dios anhela en nosotros es algo mucho más vasto, un océano que inunda cada orilla de nuestro ser, una cultura que se teje en el tapiz de la existencia. Es el pulso que late en cada conversación, el aliento en cada tarea, el eco que resuena en cada silencio. Este es el llamado, la invitación que el apóstol Juan nos extiende, no solo para amar de vez en cuando, sino para vivir en el amor, para ser amor en el mundo. Es la cultura del cuidado mutuo, del "tú me importas", de los pequeños detalles que aletean como mariposas en el alma, de la atención que se presta con la misma reverencia con la que un artista examina su obra. Es la palabra que afirma, que levanta, que sana; es el perdón que se ofrece como un cálido manto en medio de la tormenta; es la amistad que se sostiene, firme como un roble, a través de los años. Es, en esencia, la cultura del amor.
Es una forma de vida que se manifiesta en la paciencia al esperar en la fila del supermercado, en el saludo amable al vecino que parece llevar siempre un peso sobre los hombros. Es la decisión de escuchar de verdad, de guardar el teléfono, de mirar a los ojos a la persona que nos habla. Esta cultura no es ruidosa; a menudo es silenciosa, un murmullo de gracia en un mundo de estridencias. Es el café que se prepara para el cónyuge que se levanta temprano, la almohada que se acomoda en la noche para un hijo. No requiere grandes escenarios, ni multitudes que aplaudan. Su escenario es el hogar, la oficina, la calle. Su público son aquellos a quienes cruzamos cada día. Su recompensa es la paz interior, la convicción de que estamos cumpliendo con el propósito más sublime de nuestra fe.
En las palabras de Juan, encontramos la verdad más profunda de la fe: el amor no es un accesorio, sino la evidencia misma de la vida en Cristo. Juan no habla de un sentimiento efímero, sino de un sello, una huella indeleble en el alma. Una persona que ama a otros, que los trata con bondad, que les extiende su mano, no está haciendo simplemente algo bueno. No. Está revelando la obra de Dios en su interior. Es un eco del milagro más grande, el de un corazón que ha sido transformado. Porque la conversión verdadera es un acto espiritual, un renacer que no se limita a una oración en un altar, sino que se manifiesta en la forma en que miramos al mendigo en la calle, en la paciencia con el familiar que nos exaspera, en la mano que sostenemos en la oscuridad. El amor es el idioma de la fe. Quien no ama, dice Juan, no ha comprendido a Dios, no ha sentido su aliento en el alma.
La doctrina puede llenar nuestra cabeza como una biblioteca, pero si el amor no arde en nuestro pecho, somos como campanas sin badajo. El amor es el faro que nos guía, la brújula que nos orienta. Si nos descubrimos sin amar, es tiempo de detenerse y revisar el mapa de nuestra vida. Tal vez estemos perdidos, aún navegando en la oscuridad de nuestros propios pecados y egoísmos, sin haber anclado en la gracia de Cristo. Es un recordatorio doloroso pero necesario: podemos tener todas las respuestas teológicas, pero si no tenemos amor, no tenemos nada. Somos como una estatua bellamente esculpida pero vacía por dentro. El amor es el aliento de vida que insufla propósito a nuestra creencia, que la convierte de teoría en realidad palpable.
El amor de Dios, nos enseña Juan, es el modelo supremo. Él no nos amó porque fuéramos perfectos o porque le sonriéramos desde lejos. Él nos amó cuando éramos sus enemigos, cuando estábamos perdidos en la oscuridad de nuestra desobediencia. Su amor fue el primer movimiento, la primera nota de una sinfonía de gracia. Y en esto, Juan nos revela la verdad más desafiante: el verdadero amor no es amar a quienes nos aman. No. Eso es fácil, es un reflejo humano, un eco de la ley del intercambio. El amor verdadero, el que se asemeja al de Dios, es amar a quienes no nos corresponden. Es extender la mano al que nos ha herido, es hablar con ternura a quienes nos son indiferentes, es abrazar al enemigo con la misma calidez con la que abrazamos al amigo.
Es un amor que no busca reciprocidad, que no lleva cuenta de las ofensas. Es un amor que se da, que se derrama, que se ofrece como un bálsamo curativo sin esperar nada a cambio. Y es aquí, en este acto de entrega desinteresada, donde se revela la verdadera esencia de nuestra fe. Es la cima de la montaña, el lugar donde el aire es más puro y la vista más clara. Es el desafío que nos empuja a ser más grandes, a ser más como Él. Este amor es un acto de rebeldía en un mundo que nos enseña a protegernos, a pagar con la misma moneda, a guardar rencores como tesoros. Es la decisión radical de romper el ciclo del dolor, de la venganza, de la indiferencia. Es la gracia que se derrama sin medida, porque así nos fue dada a nosotros. Es la mano que se extiende para levantar a quien nos derribó, no para humillarlo, sino para mostrarle que hay un camino diferente, una forma de vida que va más allá de la ley del ojo por ojo.
Y aquí, en este camino de amar a quienes no nos aman, nos encontramos con la más hermosa de las promesas. “Nadie ha visto jamás a Dios”, dice Juan, pero nos da la clave para experimentarlo. Aunque Él es invisible, aunque no podamos tocar su manto o ver su rostro con nuestros ojos terrenales, podemos sentir su presencia de la forma más profunda: amando a otros. Es un misterio, una paradoja. Cuando nos despojamos de nosotros mismos para servir, para cuidar, para amar, es cuando sentimos que Él nos envuelve, que su Espíritu se mueve en nosotros. Es ese sentimiento de plenitud, de paz, de gozo inexplicable que nos inunda después de haber hecho un bien a alguien, especialmente a un desconocido o a un enemigo. En ese acto, en ese momento de dar, el velo se levanta. Y no solo sentimos su presencia, sino que también somos perfeccionados por ella. El amor, la bondad, la amabilidad, son como el fuego que purifica el oro. Nos despojan de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo, de nuestras inseguridades, y nos van transformando, poco a poco, en la imagen de Aquel que nos amó primero.
Es un proceso doloroso, como el oro que debe pasar por el fuego para quitarle las impurezas. A menudo, amar al otro nos obliga a enfrentar nuestras propias debilidades, a reconocer nuestras limitaciones, a soltar el control. Pero en esa rendición, en ese acto de humillarnos para elevar a alguien más, es cuando el Espíritu de Dios encuentra un espacio para obrar. Es en la pequeña grieta de nuestra humildad donde Él se manifiesta, llenándonos de una fuerza que no es nuestra, de una paciencia que no poseemos por naturaleza. Así, poco a poco, vamos siendo perfeccionados, no por nuestros propios méritos, sino por el amor que nos atrevemos a dar en Su nombre. Cada acto de amor es una pincelada más en el lienzo de nuestra alma, que va tomando forma y semejanza a la de su Creador. Es un viaje de transformación, una peregrinación hacia la santidad que tiene como guía el amor desinteresado.
Estudios científicos han comenzado a explorar lo que la fe ha sabido por milenios: la amabilidad tiene beneficios tangibles. Cuando somos amables, nuestro cuerpo libera hormonas de bienestar, reduciendo el estrés y la ansiedad. Nos sentimos más conectados, más plenos, más felices. El acto de dar, de amar, no es solo un regalo para el otro, sino también para nosotros mismos. Es una semilla que plantamos en el jardín del mundo y que florece en nuestra propia alma. La ciencia nos confirma que fuimos diseñados para amar. El circuito de la recompensa en nuestro cerebro se ilumina cuando hacemos un bien, cuando somos generosos, cuando nos conectamos de corazón con otra persona. Es como si el Creador hubiera programado en nuestro ADN la necesidad de la gracia, el anhelo de la bondad. Así, lo que la fe nos presenta como un mandamiento, la ciencia lo revela como una necesidad existencial. Amar no es solo un deber; es una forma de mantener nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro cuerpo sanos. Es la única medicina que cura la soledad, el antídoto contra la desesperanza, la fuente de un gozo profundo y duradero.
El amor es la marca inconfundible del cristiano. No es un eslogan, no es una etiqueta, es el testimonio de una vida transformada. Va más allá de los actos esporádicos y nos invita a una cultura del cuidado mutuo. Al amar, especialmente a aquellos que no nos corresponden, reflejamos el amor de Dios en un mundo sediento de esperanza. Y en ese acto de entrega, en ese gesto de bondad, sentimos su presencia y somos perfeccionados en Él. El amor no es una opción, es el camino. Es la única forma de caminar en la luz, de vivir en la verdad, de experimentar la plenitud de Dios. Y es un viaje que nos llama a cada uno de nosotros, cada día, en cada momento, a dar el primer paso. El amor es el único milagro que podemos hacer, y es el eco del milagro que Dios ya hizo por nosotros. Es la respuesta a nuestra existencia, el propósito de nuestra fe, el eco de un corazón que ha sido tocado por la gracia y que no puede sino derramarla sobre los demás. Es el comienzo y el fin de toda verdad, el principio y el final de toda historia.
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