Tema: Evangelismo. Titulo: Felipe y el Etiope, resumen. Texto: Hechos 8: 26 - 40.
Introducción:
A. El propósito de Dios al salvarnos no fue que pudiéramos “sentarnos y esperar”, sino ser testimonios de la gracia salvadora de Dios. Jesús les dijo a sus discípulos, al comienzo del libro de los Hechos, "... y me seréis testigos ..." (Hechos 1: 8b). Siempre ha sido el plan de Dios que sus ovejas produzcan otras ovejas; porque toda persona, independientemente de su posición en la vida, necesita al Salvador.
B. El eunuco etíope necesitaba a Cristo. Pero no encajaba en la descripción de lo que podríamos considerar como un pecador perdido. Fíjate en sus características conmigo.
I.EL EUNUCO ETIOPEO ERA UN HOMBRE RESPETABLE (ver. 27)
A. Este versículo nos señala solo una cosa y es que este hombre no era un don nadie, era un hombre con un alto cargo, era un hombre honorable. Era un funcionario real, el tesorero de estado.
B. El término Candace no era el nombre de la reina de Etiopía, como nace de los siguientes hechos históricos: Candace era un título dado a la reina madre, como se usaba Faraón para referirse al rey de Egipto. El poder gubernamental descansaba en manos de Candace, porque el hijo real, adorado como un hijo del sol, estaba por lo tanto por encima de actividades tan mundanas como gobernar una nación. Por lo tanto, la soberanía recayó en la reina madre.
C. El hecho es que aunque Dios amaba a este hombre, no importaba cuánto poder poseía, cuántas personas poderosas e influyentes conocía, o qué posición elevada ocupaba, seguía siendo un pecador perdido, que necesitaba a Jesús.
II. EL EUNUCE ETIOPEO ERA UN HOMBRE RELIGIOSO (ver 27)
A. Era un adorador de Dios. La adoración que se practica de la manera correcta y se dirige a la Persona correcta debido a una relación correcta, basada en la fe en Cristo Jesús, está bien. Sin embargo, muchos hoy en día son como la mujer samaritana que no sabia lo que adoraba (Juan 4: 22).
B. Hay algo interesante en el hecho de que este hombre iba a adorar a Jerusalén. Wiersbe señala:
"Como era eunuco, no podía convertirse en un prosélito judío completo (Deut. 23: 1); pero se le permitió convertirse en un "temeroso de Dios" o "un prosélito de la puerta". Estaba lo suficientemente preocupado por su vida espiritual como para viajar más de 200 millas hasta Jerusalén para adorar a Dios; pero su corazón aún no estaba satisfecho".
Este etíope representa a muchas personas hoy en día que son religiosas, leen las Escrituras y buscan la verdad, pero no tienen fe salvadora en Jesucristo. ¡Son sinceros, pero están perdidos! Necesitan que alguien les muestre el camino.
B. Era lector de la Palabra de Dios (ver 28, 32)
Leía las Escrituras, pero sin discernimiento. (ver 30). La Biblia es un libro espiritual y, en su mayor parte, solo puede ser entendida por aquellos en quienes habita el Espíritu de Dios.
Felipe le dio a este hombre perdido dirección espiritual. (ver 35)
III. EL EUNUCO ETIOPEO ERA UN HOMBRE RECEPTIVO
A. Recibió a Felipe en su carro (ver 31). Hay un buen punto aquí: no intente imponerse a sí mismo o imponer el evangelio a las personas. Solo puedes compartir con ellos lo que le permitan compartir. El hecho de que este hombre invitara a Felipe a subir a su carro indica que estaba receptivo a la Palabra de Dios, porque era obvio que este sería su tema de discusión.
B. Recibió en su corazón al Señor Jesucristo.
1. Esto fue evidenciado por su disposición a ser bautizado (ver 36 - 38).
2. Esto fue evidenciado por el gozo que llenó su ser (ver 39.)
Conclusiones:
La historia de Felipe y el eunuco etíope nos enseña que la salvación en Cristo es universal; no importa el estatus social, religioso o cultural. El eunuco, aunque era un hombre honorable y religioso, necesitaba conocer a Jesús para encontrar la verdadera satisfacción espiritual. Felipe, guiado por el Espíritu Santo, se convirtió en el instrumento de Dios para llevar el mensaje de salvación a este hombre. La receptividad del etíope, al invitar a Felipe a compartir el Evangelio, subraya la importancia de estar abiertos a la verdad. Esta narrativa nos reta a ser testigos activos de la gracia de Dios, recordando que todos, sin excepción, necesitan de Cristo.
VERSIÓN LARGA
FELIPE Y EL ETIOPE, RESUMEN
He aquí un fragmento de una crónica que no se escribe en la tinta pálida de los archivos, sino en el pigmento eterno del alma humana: la travesía. No la travesía geográfica, que es solo un movimiento de cuerpos, sino el arduo y a menudo silente peregrinaje del corazón en busca de su origen. Cuando la Gracia, esa inmerecida y deslumbrante irrupción de lo divino en lo mundano, nos alcanza y nos rescata de las arenas movedizas del sin-sentido, el propósito de esa salvación no es, nunca fue, una invitación al descanso prematuro, a la quietud contemplativa del ermitaño que ha cerrado las puertas del mundo. Por el contrario, la redención es una trayectoria, el inicio de un camino que nos obliga a girar hacia afuera, hacia el horizonte herido del prójimo. Es un mandato de resonancia, la transformación del ser en testimonio, tal como el Nazareno lo anunció en el preámbulo de Su gran obra: "...y me seréis testigos...". Siempre ha sido el plan fundamental del Arquitecto divino que Sus ovejas no solo encuentren refugio, sino que se conviertan ellas mismas en pastoras y faros, pues cada criatura nacida bajo el sol, independientemente del nicho que ocupe o de la corona que sostenga, tiene una sed ontológica que solo el Salvador puede apagar.
Esta verdad se manifiesta con una nitidez casi dolorosa en la figura que emerge de las páginas de los Hechos, un hombre cuyo nombre no se nos revela, pero cuyo título y condición lo revisten de una dignidad formidable: el eunuco etíope. En una primera mirada, este hombre no encajaba en el cliché de la miseria perdida que suele asociarse con la necesidad de salvación. Él no era un paria desposeído, un mendigo en el polvo o un proscrito social. Era, en la plenitud del sentido mundano, un ser humano respetable, una pieza insustituible en el vasto tablero de ajedrez del poder.
El texto nos lo presenta con una brevedad elocuente: no era un don nadie. Era un alto funcionario, el tesorero de estado, el custodio de las finanzas de la realeza. Pensemos en la gravedad de esa posición: implicaba una inteligencia aguda, una lealtad probada, una gestión de la confianza que lo colocaba en el círculo más íntimo y poderoso de su nación. Su vida no se desarrollaba en la penumbra de la obediencia servil, sino bajo la luz fría de la autoridad. La reina, cuyo título era Candace—una palabra que no era un nombre personal, sino un título dinástico para referirse a la reina madre, la portadora efectiva del poder gubernamental en un sistema donde el hijo real era una figura casi deificada como hijo del sol—, confiaba en él ciegamente. Era, en esencia, el hombre más rico, más influyente, y más indispensable de su tiempo en ese reino lejano. Un arquitecto de la prosperidad, un manipulador de la balanza de pagos, un hombre que podía comprar y vender, mover montañas de oro y garantizar el flujo vital de la economía nacional.
Y sin embargo, aquí reside la paradoja que desmantela toda la soberbia humana: por más poder que poseyera, por más influencias que tejiera, por más elevada que fuera la posición que ocupaba en el cadalso social, seguía siendo, bajo el escrutinio de la eternidad, un pecador perdido, una oveja sin pastor, un ser incompleto que necesitaba desesperadamente a Jesús. Su dignidad mundana, su respeto social, su riqueza incalculable no podían comprar la paz del alma ni asegurar el perdón. Su vida de poder y control era solo un velo tejido con hilos de oro que ocultaba el vacío fundamental de la criatura separada de su Creador.
No es que la respetabilidad sea un vicio, sino que es un insuficiente pedestal para la trascendencia. El Evangelio nos enseña que la Gran Necesidad atraviesa las capas de la opulencia y se asienta en el trono del corazón. Es un error trágico y recurrente, incluso dentro de la Iglesia, creer que aquellos que ya lo tienen todo, los exitosos, los honorables, los que parecen haber resuelto la ecuación de la vida, no necesitan a Cristo. Esta narrativa nos grita que la salvación es universal y que la búsqueda de la Verdad es tan imperiosa en el palacio del tesorero como en la choza del esclavo.
Pero el eunuco etíope no era solo un hombre de estado; su alma era un terreno cultivado por la devoción. Él era, además, un hombre profundamente religioso. El solo hecho de su travesía a Jerusalén, un viaje de más de dos mil kilómetros en condiciones precarias y peligrosas, atestigua una profunda inquietud espiritual. No iba por comercio, ni por un capricho turístico; iba a adorar. Esta adoración, que se practicaba con fervor y se dirigía al Dios verdadero, aunque bajo el velo parcial de la Ley y las promesas, era, en sí misma, un testimonio de una sinceridad admirable.
A pesar de su sinceridad, la condición del eunuco era marcada por una sutil y devastadora limitación. El sabio Wiersbe nos recuerda la amarga verdad: debido a su castración, la Ley Mosaica le prohibía ser un prosélito judío completo. Él era, en el mejor de los casos, un "temeroso de Dios", un "prosélito de la puerta", un hombre que podía mirar con anhelo hacia el Templo, pero que nunca podría cruzar la línea para participar plenamente en la comunión del pueblo elegido. Era un adorador de "segunda clase", un alma que había viajado la mitad del mundo, se había postrado ante el Dios de Israel, pero cuyo corazón regresaba a Etiopía insatisfecho, incompleto, con un hambre que el ritual no había podido saciar.
Esta es la representación perfecta de millones de personas en nuestro tiempo: almas que son fervorosamente religiosas, que leen textos sagrados, que buscan la verdad con una pasión sincera, que son activas en sus prácticas, pero que carecen de la única llave que abre el misterio: la fe salvadora en Jesucristo. Son sinceros, por supuesto, una sinceridad que merece el máximo respeto por el esfuerzo que implica, pero están perdidos. Su búsqueda, aunque noble, es como caminar a tientas en una biblioteca inmensa sin saber leer el idioma de los libros.
Y esto nos lleva al tercer y más conmovedor detalle de su retrato: el etíope era también un lector de la Palabra de Dios. Lo encontramos en su carro, después de la agotadora jornada en Jerusalén, inmerso en la lectura del profeta Isaías, ese texto denso y a veces hermético. La Biblia es un libro que desafía la intelectualidad pura, un libro que, en su esencia más profunda, solo puede ser entendido por aquellos en quienes habita el Espíritu de Dios. Sin ese discernimiento espiritual, la lectura se convierte en un ejercicio estéril, en una acumulación de letras que no logra destilar la Vida. Lo leía, sí, con el ansia del buscador, pero sin la clave interpretativa que lo conectaría con su verdadero sentido.
En este punto exacto, en la intersección de la búsqueda sincera y el vacío espiritual, se produce la intervención divina que es el corazón de nuestro estudio. Es la manifestación de cómo Dios, el Dueño de las almas, orquesta el encuentro perfecto. El Espíritu Santo, ese gran director de escena que mueve los hilos invisibles de la historia, desvía a Felipe, un hombre de la Gracia, de su ruta de avivamiento en Samaria y lo lanza al solitario camino del desierto que baja de Jerusalén a Gaza. No es la coincidencia; es la convergencia soberana de un hombre enviado por Dios y un hombre buscado por Dios.
Felipe es guiado a acercarse al carro, y al oír la lectura de Isaías 53, no irrumpe con violencia ni impone una doctrina. Su pregunta, "Pero tú, ¿entiendes lo que lees?", es una invitación a la humildad y al diálogo. Y la respuesta del etíope es un acto de gracia humana que merece ser meditado: "¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare?" El hombre honorable, el tesorero de estado, el funcionario de más alta jerarquía, confiesa su ignorancia, reconoce su limitación y, en un gesto de profunda humildad, recibe a Felipe en su carro.
Hay aquí un punto crucial para el evangelismo moderno: la necesidad de la receptividad. No podemos imponer el Evangelio, ni forzar la entrada del mensaje en un corazón blindado. Solo podemos compartir lo que se nos permita. La invitación del etíope no fue solo un gesto de cortesía; fue una indicación de que estaba receptivo a la Palabra de Dios. Él entendió que aquel forastero, que se había acercado con una pregunta tan pertinente, era la respuesta a su propio clamor silencioso: necesitaba un guía.
Y el clímax de esta historia, el momento que justifica todo el viaje y toda la búsqueda, es la respuesta de Felipe. El evangelista no se desvía en teologías complejas o en legalismos rabínicos. Partiendo de ese mismo pasaje de Isaías, que hablaba del Cordero llevado al matadero, le predicó a Jesús. La palabra se hizo carne, el misterio se hizo claro, la profecía se encontró con su cumplimiento. El eunuco entendió que el sacrificio descrito era el de Su Salvador.
El resultado de esta predicación ungida no se hizo esperar, y se manifestó en dos actos de profunda y transformadora simplicidad. El eunuco etíope era un hombre receptivo que recibió a Cristo en su corazón, y esa recepción fue evidenciada de manera inmediata.
Primero, por su disposición a ser bautizado. Al ver agua en el camino, preguntó con una urgencia que solo la fe verdadera puede impartir: "¿Qué impide que yo sea bautizado?" El bautismo, ese rito de inmersión y resurrección, no era una opción postergable, sino la necesidad inaplazable de declarar públicamente la muerte a su vieja vida de respetabilidad vacía y el nacimiento a una nueva existencia en Cristo. Para un hombre de su estatus, este acto en un camino desierto era un testimonio de una fe que no temía a la burla ni a la pérdida de prestigio.
Segundo, y como sello indeleble de su encuentro, el eunuco etíope demostró su conversión por el gozo que llenó su ser. El texto bíblico, con su minimalismo majestuoso, nos dice que «siguió su camino gozoso». El vacío se había llenado; la sed se había aplacado; la pregunta sin respuesta había encontrado su Verdad. Había entrado a Jerusalén como un buscador religioso, y regresaba a Etiopía como un testigo radiante. Su gozo no era superficial; era la euforia profunda del alma que ha encontrado finalmente la plenitud que ni el oro ni el poder de Candace podían ofrecerle.
La historia de Felipe y el eunuco etíope no es una anécdota exótica; es la lección magistral sobre la universalidad de la gracia y el imperativo del testimonio. Nos enseña que la salvación en Cristo es un regalo sin distinciones. El estatus social, la profunda religiosidad, la inmensa riqueza o la eminencia cultural son sombras que no pueden oscurecer el hecho de que todo ser humano necesita la luz de Jesús.
El eunuco etíope, con su carro, su pergamino y su alto cargo, es el arquetipo del hombre moderno: exitoso, buscando, pero fundamentalmente incompleto. Felipe, por su parte, es el arquetipo del creyente: guiado por el Espíritu, dispuesto a interrumpir su propia agenda, atento a la necesidad ajena y, sobre todo, enfocado en el único mensaje que redime.
La narrativa de Hechos 8 nos reta a ser testigos activos de esta gracia. Nos exige que, al ver la respetabilidad que vela el dolor, al encontrarnos con la sinceridad que no ha encontrado la Verdad, y al percibir la receptividad silenciosa de un corazón humilde, estemos dispuestos a entrar en ese carro, a descender al nivel de la pregunta humana y a predicar, sin ambages ni desvíos, la persona central de Jesucristo. El gozo que llenó el corazón del etíope es la evidencia de que la cosecha espera, y que el Señor de la Mies, aquel que mueve las entrañas ante la multitud desamparada, sigue enviando a Sus obreros. La travesía del etíope ha concluido; la nuestra, la de llevar Su luz al mundo, no ha hecho más que comenzar. Que nuestro gozo, como el suyo, sea el de haber encontrado y compartido la Fuente de la Vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario