Tema: 2 Reyes. Titulo: Jehu en la Biblia. Texto: 2 Reyes 9. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. LA PROFECIA SOBRE JEHU (ver 2, 6 - 10).
II. LA PROFECIA SOBRE NABOT (ver. 21).
III. LA PROFECIA SOBRE JEZABEL (ver. 30 - 37).
Existe un tiempo en la existencia donde el destino se siente ineluctable, no como la fría mecánica de un engranaje, sino como la tensa cuerda de un arco milenario que, por fin, se suelta. Es el tiempo profético, el momento exacto en que la promesa o la sentencia, susurradas décadas atrás, descienden sobre la tierra para reclamar su cumplimiento. Los lectores de la narrativa sagrada, al llegar al segundo libro de Reyes, ya no buscamos presagios, sino la consumación. Estamos al borde de una revelación cruda: la justicia de Dios no se olvida, solo espera la hora señalada por su propia soberanía.
El texto de 2 Reyes 9 no es un mero pasaje de historia militar; es la crónica de un cataclismo teológico, la jornada en que las palabras de Elías, el profeta abrasador, finalmente se encarnan en sangre y espada. Es un repaso vertiginoso por la historia de la depravación de la casa de Acab y de la paciencia de Dios, que se revela como una memoria inquebrantable. El Señor no actúa por impulso; actúa por principio, y este capítulo nos regala la demostración escalofriante de la fiabilidad de su Palabra. Nuestra fe, en el fondo, reposa en esta certeza: que cada sílaba divina tiene peso, tiene sustancia, tiene hora. Y hoy, esas profecías se cumplen.
El primer acto de esta obra de justicia se centra en el instrumento: Jehú.
En la tranquilidad aparente del campamento militar, irrumpe un joven profeta, un discípulo de Eliseo, trayendo consigo el peso específico de un mandato divino. Este no es un mensajero diplomático; es el portador de una unción secreta y explosiva. Jehu, un comandante militar, un hombre de acción, el hijo de Josafat (no el rey de Judá), se convierte de pronto en el centro de la voluntad eterna. Ya en 1 Reyes 19:16, en la cúspide del drama de Elías, su nombre fue pronunciado, predestinado para el trono y para la función más ingrata: ser la mano de Dios contra el pecado. Su misión era específica, brutal, y necesaria: vengar la sangre de los profetas asesinados por el tándem impío de Acab y Jezabel.
Aquí, en el silencio de la tienda, la profecía se personaliza. El aceite no solo unge; separa. El profeta unge a Jehú y le susurra la conspiración divina, el levantamiento que debe liderar, la sentencia de aniquilación que debe ejecutar contra la casa real de Israel. La fe del creyente se estremece al ver cómo Dios elige a un hombre de cuartel, a un estratega militar, no por su santidad inherente, sino por su disposición a ser un arado en la tierra de la injusticia. Dios, en su soberanía, no siempre selecciona al piadoso que se regocija en el templo, sino al hombre que puede ejecutar la tarea con precisión implacable. La unción de Jehú es un recordatorio de que cada vida, cada vocación, incluso la de la guerra, tiene un propósito latente en el plan divino. Su elección nos confronta: ¿somos conscientes de la misión, del llamado específico que, aunque pueda parecer oscuro o secundario, nos ha sido encomendado para el cumplimiento de Su voluntad? Jehú se levanta no por ambición personal, sino porque la Palabra, que lo había nombrado años antes, lo empuja. Él es el martillo forjado por la paciencia de Dios, listo para golpear.
Y el golpe, al ser asestado, no es casual. La precisión de la justicia se demuestra en el segundo acto: el cumplimiento de la profecía sobre Nabot.
La escena del encuentro fatal no se da en un campo de batalla genérico, sino en el lugar de un crimen pasado. Jehu se encuentra con Joram, el hijo de Acab, y la caravana real en el mismo terruño que había sido manchado por el más vil de los pecados reales: la viña de Nabot. Recordemos la historia contada en 1 Reyes 21:1-16: la viña deseada, la falsa acusación orquestada por Jezabel, el asesinato judicial, el despojo. Fue por esa viña que Dios profirió una sentencia específica e irrevocable contra la casa de Acab. Una parte de aquella sentencia ya había hallado su cumplimiento: “En el mismo lugar donde lamieron los perros la sangre de Nabot, los perros lamerán también tu sangre, tu misma sangre,” una palabra que se cumplió con Acab en 1 Reyes 22:38.
Pero ahora, en 2 Reyes 9, surge una revelación espeluznante de la memoria divina, un detalle que hasta ahora no teníamos registrado. Mientras Jehu tensa su arco contra Joram, le dice a su capitán Bidcar que Dios había prometido que la sangre de Nabot y la de sus hijos tendría su pago en ese mismo terreno. El arco de Joram se rompe, la flecha de Jehú lo atraviesa, y el rey cae, su sangre empapando la tierra que su familia había robado y profanado. La justicia poética se materializa con una exactitud que detiene el aliento. El cuerpo de Joram, hijo del ladrón y asesino, yace como ofrenda involuntaria sobre el suelo del justo. Este episodio no solo es un acto de venganza; es la declaración cósmica de que el Señor es el Guardador de la Tierra, y que cada parcela, cada posesión, cada acto de opresión contra el débil, está registrado. Nadie se burla de Dios, y el pago del pecado no es una generalidad, sino una sentencia con dirección y hora. La viña de Nabot se convierte en el altar donde la casa de Acab, paso a paso, paga su deuda.
El tercer y más dramático acto de esta retribución se desarrolla en el enfrentamiento final: la profecía sobre Jezabel.
La escena se traslada a la ciudad, a Jezreel. Jehu entra como la encarnación del juicio. En un gesto de desafío que roza la demencia teatral, Jezabel, la reina fenicia y la arquitecta de la apostasía de Israel, se pinta los ojos y se adorna, asomándose a la ventana. No es un gesto de sumisión, sino la última y grandiosa actuación del orgullo humano. Es la confrontación final entre la Belleza que busca la seducción y la Fe que trae la espada. La reina, con su pose desafiante, intenta dominar la escena, intimidar al recién ungido, pero Jehú ya no mira con ojos humanos. Él ve una profecía que debe cumplirse.
La palabra de Dios, dada en 1 Reyes 21:23, fue aterradora: “Los perros comerán a Jezabel en el muro de Jezreel.” Y la ejecución es inmediata. Jehú, sin detenerse a debatir con su desafío, exige que la arrojen. Un acto de voluntad humana, guiado por la sentencia divina, basta para desatar la profecía. La caída, el impacto, el final abrupto de la mujer que había desafiado al Altísimo. Cuando Jehú entra a comer, el instinto de la decencia humana lo obliga a ordenar que entierren a la que fue hija de un rey. Pero es tarde. Los perros, esos meros agentes de la calle, han cumplido al pie de la letra la palabra profética. Lo que queda es la prueba más espantosa del cumplimiento: solo el cráneo, los pies y las palmas de las manos.
El verso 37 de 2 Reyes 9 sella la obra con una solemnidad final: “y el cuerpo de Jezabel será como estiércol sobre la faz de la tierra en la heredad de Jezreel, de manera que nadie pueda decir: Esta es Jezabel”. No queda tumba, no queda monumento, no queda la posibilidad de una memoria que glorifique su desafío. El símbolo del paganismo más seductor es reducido a estiércol. La palabra de Dios no solo se cumple en el hecho, sino en el detalle más íntimo, despojando a la rebelde de su dignidad final, anulando su existencia de la faz de la historia con una precisión que nos obliga a arrodillarnos. Si Dios cumple cada detalle de la sentencia, ¿con qué certeza cumplirá cada promesa de redención?
El drama de Jehú en 2 Reyes 9 es una piedra angular en nuestra comprensión de la fe. Nos deja con tres convicciones fundamentales. Primero, el llamado es personal y tiene un propósito: la vida de Jehú nos enseña que Dios tiene un propósito de vida para cada uno de nosotros, un llamado que a veces es incómodo, pero siempre vital. Es nuestro deber, como cristianos, conocer y activar ese propósito, alineando nuestra voluntad con la Suya, tal como un comandante se alinea con la misión que le ha sido encomendada.
Segundo, la fiabilidad de la profecía bíblica es absoluta: la Palabra de Dios es verdadera, se cumple sin fallar, y lo hace con una precisión que abarca desde la aniquilación de una dinastía hasta la mancha de sangre sobre un terreno robado. La justicia de Dios, al igual que su misericordia, no es caprichosa; es una Ley que se sostiene a sí misma. Esta certeza debe ser el ancla de nuestra esperanza en un mundo de promesas volátiles.
Finalmente, las horribles consecuencias del pecado son inevitables: la caída de la casa de Acab, la destrucción de Joram y la aniquilación de Jezabel son la demostración de que el pecado siempre trae consigo una paga, que tarde o temprano será saldada. Esto no es un mensaje de terror, sino un llamado a la santidad, a vivir la nueva vida en Cristo (el tema de nuestro anterior reflejo) con la seriedad que demanda el conocimiento de un Juez justo. Si el mundo, por su ceguera y terquedad, paga el precio de su vanidad y dureza, ¡cuánto más debemos nosotros, los que hemos sido liberados, vivir en la luz para glorificar al Redentor que pagó el precio por nosotros! La historia de Jehú es, en última instancia, el eco atronador de la cruz: la justicia fue exigida y la sentencia cumplida, para que la misericordia pudiera reinar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario