Tema: 2 Reyes. Título: La lepra de Naamán ¿Qué enseñanza nos deja esta historia?. Texto: 2 Reyes 5: 4-19. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
Introducción:
A. Nos encontramos hoy ante un
hombre con un problema, un gran problema. Era un general, era un hombre valeroso
e importante, pero era leproso. Todo
en su espléndida vida se ve eclipsado ante esta situación. Por lo mismo,
tenemos ante nosotros a un hombre profundamente necesitado de Dios. Al
enterarse de la posibilidad de ser sanado, quiso acercarse al Señor. Sin
embargo, lo haría de manera incorrecta.
B. ¿Cómo debemos acercarnos a
Dios? En la historia de hoy vamos a aprender cómo hacerlo y, a su vez, cómo no
hacerlo:
(Dos minutos de lectura)
i. ELISEO, EL PROFETA (v. 8-10)
A. Cuando Eliseo se enteró de la
reacción del rey ante la carta y el visitante que provenían de Siria, envió a
decir al mismo que le enviara a Naamán. Al llegar el general a casa del
profeta, este no salió a recibirlo sino que envió un mensajero a que le dijera
que fuera al Jordán y se sumergiera en este, de esta manera sería sanado de su
lepra: 7 inmersiones y sólo 7 inmersiones sanarían a Naamán. ¡No habría otra
forma!
B. Al acercarnos a Dios,
comprendamos que sólo hay un camino para acercarnos a Él. Cuando venimos a Él
debemos ser conscientes de que es bajo sus términos y no bajo los nuestros (Juan
4: 6; Hechos 16: 31; Mateo 7: 13-14).
ii. NAAMÁN, EL LEPROSO
A. Cuando Naamán quiso buscar a
Dios, cometió varios errores en el proceso:
a. (v. 4-7) Fue con la persona equivocada.
Por pura ignorancia van al rey y no al profeta. Aunque fue un error por
ignorancia, igual es un error que no le permitió empezar de la manera correcta
su búsqueda de Dios.
Cuando
queramos buscar a Dios debemos ir a las personas correctas a quienes en
realidad pueden guiarnos en esta búsqueda. ¡Tenga mucho cuidado con los falsos
profetas o con personas con buenas intenciones pero ignorantes de las cosas de
Dios!
b. (v. 5) Cargó con el precio equivocado.
El general alistó un gran tesoro, pues seguro creía que su sanidad le costaría
mucho dinero. Tomó diez talentos de plata (330 kilos aproximadamente), seis mil
piezas de oro (68 kilos) y diez mudas de ropa. Un gran tesoro que equivaldría
al día de hoy a alrededor de un millón de dólares.
La
buena noticia es que nada de eso era necesario porque la sanidad física o
espiritual son regalos de Dios: el precio es la fe y esta es un don de Dios.
c. (v. 11) Él tenía el plan equivocado. Naamán se sintió humillado al ver que
Eliseo ni siquiera le hubiera dado cara y que además le hubiera pedido zambullirse
siete veces en el lodoso río Jordán.
Esta
expresión: «He aquí yo decía para mí» ha mandado al infierno a millones y a
otros tantos les ha hecho cometer muchos y muy graves errores. Cuando se trata
de las cosas de Dios, no se trata de lo que pensamos o creamos por nuestra propia
cuenta sino de lo que está escrito.
d. (v. 12) Tenía la percepción equivocada. Naamán no quería nada que ver con el
Jordán, pues le parecía que los ríos de Siria eran mejores. ¡Él pensó en
cambiar el plan! ¡Naamán pensó que su camino era superior al de Dios! Encontró
supuestas fallas en el plan de Dios y él quería que fuera a su manera, por lo
que se dispuso a volver a Siria leproso.
B. Millones todos los días
cometen los mismos errores que cometió Naamán. Piensan que pueden resolverlo,
hacerlo mejor, llegar por su cuenta, formular un mejor plan.
iii. JEHOVÁ, MILAGROSO
A. Ahora analicemos el milagro
del Señor y cómo ocurrió:
a. (v. 13) Los siervos de Naamán. Al ver la actitud de su amo, se le acercaron y
en breves palabras le dijeron: ¿qué
puedes perder?
b. (v. 14) La sumisión de Naamán. Cuando Naamán decidió probar el plan de Dios y
obedecerlo, sucedieron cosas que produjeron su salvación: Naamán se sumergió,
mostrando así su humillación.
c. (v. 15-19) La salvación de Naamán. Cuando Naamán lo hizo a la manera de Dios,
obtuvo más que su salud. ¡También consiguió un baño espiritual! (v. 15: fíjense
en su confesión).
d.
Terminamos con una comparación entre el «He aquí yo decía para mí» del
versículo 11 y el «He aquí ahora conozco». El chapuzón le hizo entender a
Naamán que no es a su manera, sino que es a la manera de Dios.
B. De la misma manera, todo ser
humano debe entender ese mismo concepto: ¡es bajo sus reglas, a su manera, es
en obediencia, en humillación ante Él!
Conclusión:
En la historia de Naamán, encontramos un poderoso recordatorio de la importancia de acercarnos a Dios con humildad y obediencia. Este general valiente, a pesar de su estatus y riqueza, se enfrentó a la dura realidad de su lepra, lo que simboliza las luchas y necesidades que todos enfrentamos. Naamán cometió varios errores en su búsqueda de sanidad: se dirigió a la persona equivocada, asumió que el milagro tendría un alto costo, y creyó que su conocimiento era superior al plan divino. Sin embargo, a pesar de sus fallos, el amor y la gracia de Dios se manifestaron a través de la obediencia de Naamán al sumergirse en el Jordán.
Este relato nos confronta con nuestra propia tendencia a querer dictar las condiciones de nuestro acercamiento a Dios. Nos desafía a reconocer que no podemos tener expectativas sobre cómo Dios debe actuar en nuestras vidas; más bien, debemos someternos a Su voluntad, confiando en que Sus caminos son siempre mejores que los nuestros. La transformación de Naamán no solo incluyó su sanidad física, sino también una renovación espiritual que lo llevó a confesar su fe en el Dios de Israel.
Hoy, se nos invita a reflexionar sobre cómo estamos buscando a Dios en nuestras propias vidas. ¿Estamos dispuestos a dejar a un lado nuestras ideas preconcebidas y someternos a Su plan? Que la historia de Naamán nos inspire a acercarnos a Dios con fe genuina, reconociendo que Su camino es el único que nos llevará a la verdadera sanidad y salvación. Oremos para que, como Naamán, podamos experimentar el poder transformador de Dios al rendirnos a Su voluntad. Amén.
VERSION EXTENDIDA
La lepra de Naamán: ¿Qué enseñanza nos deja esta historia?
Escuchen, escuchen, gentes de todas las latitudes, de todas las vidas, que hoy no les traigo una fábula con moraleja edulcorada, no, les traigo una historia antigua, de esas que, aunque pasen milenios, siguen doliendo y enseñando con la misma acidez del primer día, una historia de un hombre, un tal Naamán, capitán de los ejércitos sirios, un guerrero temido, de esos que hacen temblar los cimientos de los reinos con solo levantar una ceja, un hombre de inmensa valía, dirían los cronistas, con su armadura brillante y su nombre resonando en los pasillos del poder, pero ¡ay, qué ironía la del Todopoderoso, la de Dios, que a veces se revela en los caminos más insospechados!, este hombre valeroso, este general, este señor de la guerra, era leproso, sí, la enfermedad que roe la carne y el alma, que te convierte en una paria, en un espectro viviente, una mancha que eclipsaba todo su esplendor, toda su gloria, una sentencia silenciosa que lo carcomía por dentro mientras por fuera fingía fortaleza, y no es que la lepra sea el único mal que nos atormenta, no, piensen ustedes en las enfermedades del alma, en la soledad que muerde, en el vacío que se instala en el pecho cuando se tienen todas las riquezas y ninguna razón para la alegría, y comprenderán que Naamán, con todo su oro y sus victorias, era, en esencia, un hombre profundamente necesitado, no de más oro, no de más conquistas, sino de algo que ni los reyes ni los ejércitos podían darle, la sanidad, la paz, la reconciliación con la vida, dones que solo el Altísimo puede conceder.
Y así fue como este hombre, al enterarse de la
posibilidad de ser sanado, porque la esperanza es un pájaro terco que anida
hasta en los corazones más endurecidos, decidió acercarse a ese poder, a esa
fuente de lo inexplicable, a Dios mismo, pero ¡ah, aquí viene la primera de las
grandes lecciones!, lo hizo a su manera, con la arrogancia sutil de quien cree
que puede dictar los términos al Creador, como si el Soberano del Universo
estuviera esperando sus órdenes, su plan maestro, su chequera bien abultada. Y
es que el hombre, se sabe, tiene esa tendencia innata a creerse el centro del
cosmos, a pensar que su lógica, su dinero, su influencia, pueden mover las
montañas, incluso las que Dios ha puesto en su camino.
Cuando el profeta, un tal Eliseo, que no era de muchos
aspavientos ni de grandes comitivas, y que era un siervo fiel de Dios, se
enteró del revuelo que había causado la llegada de Naamán a Israel, con sus
caballos y sus carros y su carta real que había puesto al rey israelita, ¡pobre
diablo!, en un aprieto, porque ¿quién era él para curar la lepra sin el poder
de Dios?, pues el profeta, digo, mandó a decir al rey que le enviara a ese tal
general, que no se preocupara, que la gente supiera que había un profeta de Dios
en Israel, un hombre a través del cual el Todopoderoso obraba. Y llegó el
general, con todo su boato, sus escuderos, sus tesoros, a la puerta de la
modesta casa del profeta, esperando, claro está, una recepción digna de su
rango, quizá un tapiz rojo, un séquito de ancianos con barba, unas palabras
grandilocuentes, pero ¡qué desilusión!, Eliseo ni siquiera salió a recibirlo,
no, mandó a un simple mensajero, un muchacho, quizás, con la orden más insólita
y humillante, una orden que venía directamente de Dios: "Ve y lávate siete
veces en el Jordán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio." ¡Siete
inmersiones, y solo siete inmersiones! Ni una más, ni una menos, ni en otro
río, ni con otras palabras, ni con pomadas milagrosas. La sanidad, que solo Dios
podía otorgar, vendría por ese camino estrecho y lodoso, bajo Sus términos, y
no bajo los del general.
Y esta es la primera gran verdad, el primer gran golpe al
ego humano, al acercarnos a lo divino, a nuestro Creador y Redentor, debemos
comprender, y esto lo subraya el profeta con una tozudez casi divina, que solo
hay un camino, una puerta, un sendero, y ese no lo dictamos nosotros, oh no,
ese lo dictan las reglas del juego que Él ha establecido, que nos preexisten,
es como querer entrar al cielo con un traje de buzo, o al mar con un paraguas,
¡absurdo! Juan 14:6 resuena como una campana en el vacío: "Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí." Y
Hechos 16:31, con la brusquedad del soldado que da una orden: "Cree en el
Señor Jesucristo, y serás salvo". Y si no fuera suficiente, Mateo 7:13-14,
con su advertencia sobre la puerta estrecha que lleva a la vida. Es decir,
cuando venimos a lo sagrado, a la sanidad, a la paz, lo hacemos bajo Sus
condiciones, no bajo las nuestras, y quien no lo entienda, que se prepare para
el tropiezo, porque la voluntad de Dios es inmutable.
Y fue precisamente Naamán, el leproso, en su desesperada
búsqueda, quien cometió la trilogía de errores que, curiosamente, millones de
almas repiten cada día en su acercamiento a lo inexplicable, a lo divino, a la
solución de sus propias lepras internas, que solo el poder de Dios puede curar.
Primero, fue con la persona equivocada. En su ignorancia,
o quizá en su soberbia disfrazada de pragmatismo, fue directo al rey de Israel,
con la carta que pedía un milagro como quien exige un tributo o un favor
diplomático, como si los reyes de este mundo tuvieran en sus manos las llaves
del cielo o los ungüentos de la curación espiritual. ¡Qué error tan común!
Cuántas veces, cuando nos encontramos con el alma en tinieblas, con el cuerpo
enfermo, con el espíritu roto, acudimos a los falsos profetas de la abundancia
material, a los brujos de la autoayuda sin contenido, a los charlatanes que
prometen soluciones mágicas a cambio de la cartera llena o la conciencia vacía,
sin darnos cuenta de que la verdadera guía, la verdadera luz, la única que
emana de Dios, no se encuentra en los palacios de este mundo, sino en la morada
humilde de aquellos que realmente entienden las cosas de Dios, y que son sus verdaderos
mensajeros. ¡Cuidado con los que ofrecen atajos!
Segundo, cargó con el precio equivocado. El general,
creyendo que todo en la vida tiene un coste, y que los milagros, los grandes
milagros de Dios, tienen precios aún más grandes, alistó un tesoro que haría
sonrojar a un monarca: diez talentos de plata, que son unos trescientos treinta
kilos, para que se hagan una idea de la magnitud del despropósito, y seis mil
piezas de oro, que son sesenta y ocho kilos de reluciente metal, más diez mudas
de ropa, como si la tela pudiera cubrir el alma enferma, un millón de dólares,
diríamos hoy, una fortuna, un absurdo, porque la sanidad, ya sea del cuerpo que
se marchita o del espíritu que se agosta, no se compra, no se negocia, no se
trueca por oro o por títulos o por buenas intenciones, no, es un regalo de Dios,
una dádiva de Su inmensa gracia, un obsequio que se recibe con las manos vacías
y el corazón abierto, y su precio, si es que lo tiene, es la fe, y la fe misma,
¡oh sorpresa!, es también un don de Dios, un regalo que no se fabrica, sino que
se enciende como una chispa divina en el alma. Cuántos, aún hoy, intentan
comprar su paz, su redención, su sanidad con misas, con limosnas, con promesas
vanas, con sacrificios inútiles, sin entender que la entrada a la gracia de Dios
no se paga, se recibe por Su infinita misericordia.
Y tercero, y este es quizás el más insidioso de todos, tenía
el plan equivocado. Naamán, ese general acostumbrado a dar órdenes y a que se
le obedeciera, se sintió humillado, ¡oh, la humillación!, cuando Eliseo ni
siquiera le dio la cara, y para colmo, le pidió zambullirse siete veces en el
lodoso río Jordán, un río que, para un sirio acostumbrado a las aguas
cristalinas de Abana y Farfar, era poco menos que una cloaca, y aquí es donde
la frase, "He aquí yo decía para mí", esa frase que suena a orgullo
herido, esa frase que ha mandado al infierno a millones de almas y ha provocado
errores monumentales a otros tantos, se alza como el verdadero enemigo, porque
cuando se trata de las cosas de lo sagrado, de lo trascendente, de los
designios de Dios, no se trata de lo que nosotros pensemos o creamos o sintamos
por nuestra propia cuenta, no, se trata de lo que está escrito, de lo que ha
sido revelado por la Palabra de Dios, de las instrucciones que, por ilógicas o
humillantes que parezcan, son el único camino. Naamán no quería nada con el
Jordán, ¡por supuesto!, sus ríos eran mejores, su lógica era superior, su
dignidad no le permitía tal bajeza, quería cambiar el plan, quería que el
milagro de Dios se ajustara a su medida, a su gusto, a su conveniencia, y por
ello, en un arrebato de orgullo, se dispuso a volver a Siria, tan leproso como
había llegado, pero ahora con el añadido de la humillación y el orgullo herido.
Cuántos, oh cuántos, cada día, cometen los mismos errores que Naamán, se
autoengañan creyendo que pueden resolverlo todo, que pueden hacerlo mejor, que
pueden llegar a la paz por su propia cuenta, que pueden formular un plan
superior al plan divino de Dios, cuántos, con su “yo decía para mí”, se cierran
la puerta a la única salvación posible, permaneciendo en su lepra, en su vacío,
en su desesperación, por no doblar la rodilla de su intelecto ante la soberanía
de Dios.
Pero la historia de Naamán, por fortuna, no termina en la
impenitencia ni en la ceguera del orgullo, no, hay un acto final, un milagro de
Dios, no solo de sanidad, sino de humildad, porque el Señor, ese que opera
milagros, a veces usa los instrumentos más inesperados para manifestar Su poder.
Y aquí entran en escena los siervos de Naamán, esos personajes secundarios,
casi invisibles, que con una sabiduría tan sencilla como profunda, y quizás
guiados por una intuición divina, se acercaron a su amo, a ese general
enfurecido y humillado, y le dijeron, con breves palabras, con una lógica
aplastante que el orgullo del amo no pudo rebatir: "¿Qué puedes
perder?" Una pregunta tan simple, tan desarmante, que perforó la coraza de
su obstinación, ¿qué puedes perder, oh hombre, si ya lo has perdido todo?
Y así, por la gracia de esa pregunta, por la sumisión de
Naamán, una rendición, no ante un rey, sino ante la voluntad de Dios, el
general decidió probar el plan de Dios, el plan de Eliseo, y aquí es donde las
cosas comenzaron a suceder, aquí es donde el poder milagroso de Dios se desató,
porque Naamán se sumergió, una vez, y dos veces, y tres, mostrando así su
humillación, su entrega, su obediencia a un plan que su mente no comprendía,
que su orgullo rechazaba, pero que su desesperación, y la sabiduría providencial
de sus siervos, le había empujado a seguir. Y a cada inmersión, el lodo del
Jordán, esa agua despreciada, no solo limpiaba la piel, sino también el alma,
porque al llegar a la séptima inmersión, ese número que no es capricho, sino designio
divino, ¡ah, maravilla de maravillas!, su carne se restauró, se volvió como la
carne de un niño, suave, limpia, sin mácula, y no solo eso, obtuvo más que su
salud física, ¡también consiguió un baño espiritual!, una limpieza del alma que
lo llevó a una confesión, una exclamación que resuena como un trueno: "He
aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel." Ese
chapuzón, esa humillación, le hizo entender a Naamán que no es a su manera, no
a la manera del general, no a la manera del hombre, sino que es a la manera de
Dios.
Y de la misma manera, oh lector, cada ser humano, cada
uno de nosotros, con nuestras lepras ocultas o visibles, con nuestros vacíos y
nuestras desesperaciones, debemos entender ese mismo concepto, esa misma verdad
irrefutable: la sanidad, la paz, la redención, el verdadero sentido de la
existencia, todo ello viene bajo Sus reglas, a Su manera, es en obediencia, en
humillación ante Él, y no ante los dioses falsos que construimos con nuestro
intelecto, con nuestra ambición, con nuestra soberbia, no, es en la rendición,
en el simple acto de sumergirnos en el Jordán que nos ha sido indicado por la Palabra
de Dios, por lodoso que parezca, donde encontraremos no solo la curación del
cuerpo, sino la transformación del espíritu, la verdadera salvación. Y esa es,
mis queridos amigos, la enseñanza que Eliseo y los sirios nos gritan desde las
páginas del tiempo, una enseñanza que, si la escuchamos con un corazón humilde
y con la certeza del poder inquebrantable de Dios, puede cambiar, sí, puede
cambiarlo todo.
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