Tema: 2 Reyes. Titulo: Eliseo y los sirios: Un relato de fe que te enseñará a no temer. Texto: 2 Reyes 6: 8 - 23. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. LA PREGUNTA (ver 15).
II. LA DECLARACION (ver 16).
III. LA ORACIÓN (ver 17 - 20).
El amanecer en Dotán se pintó de un color distinto ese día. No era el carmesí que anuncia el sol, ni el oro que promete una jornada fecunda. Era el pálido gris del terror, un tono que se deslizó por las calles y se posó sobre el alma de un joven. El siervo de Eliseo, al despuntar la mañana, salió de la casa, tal vez en busca de agua o leña, y se topó con la ineludible realidad: el mundo entero, o al menos el suyo, había sido engullido por una marea de acero. Carros, caballos, y hombres de guerra sirios rodeaban la ciudad como una serpiente que aprieta su presa, dejando al joven sin aliento, sin futuro, sin una pizca de esperanza. La visión de esa multitud implacable no solo bloqueaba los caminos, sino que también ahogaba cada nervio y cada pensamiento. Fue en ese momento que la voz de la desesperación, la misma que ha resonado desde el inicio de los tiempos en el corazón de todo ser humano, se alzó. Una pregunta ancestral, una súplica despojada de toda fe, se escapó de sus labios temblorosos y se posó en el aire helado del pánico: “¡Ah, señor mío! ¿Qué haremos?”
Esta pregunta, tan simple en su formulación, es un vasto océano de significado. En el ámbito de la fe, es la interrogación que define el punto de quiebre. Es la voz de quien, ante la opresión de las circunstancias, se ha olvidado por completo del poder y las promesas de Dios. Es el grito de quien ha visto los milagros y ha escuchado las palabras de vida, pero cuya memoria ha sido borrada por la urgencia del momento. Y en la profundidad más oscura, es la pregunta de quien, conociendo toda la verdad, ha tomado la terrible decisión de no creer en ella. Es el lamento de un alma que se siente acorralada, que ve en los muros del enemigo una condena inquebrantable, una sentencia final a la que no hay respuesta, salvo el vacío. El joven, en su terror, solo podía ver la montaña de su derrota, una cumbre de la que no se podía descender.
Pero el profeta, el hombre de Dios, no compartió su visión. Su mirada, anclada en una realidad superior, no se detuvo en los caballos y los escudos de los sirios, sino que se proyectó más allá, hacia un horizonte donde la esperanza no era una quimera, sino una certeza. Con una calma que solo puede provenir de un pozo inagotable de confianza, Eliseo pronunció dos sentencias que son el fundamento mismo de la fe. Primero, una orden imperativa, un mandato del espíritu al alma: “No tengas miedo”. Y luego, una declaración que desmantelaba la lógica del mundo terrenal: “Porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos”. El siervo solo podía ver la inferioridad numérica de su bando. Eliseo, en cambio, veía una verdad que escapaba a los sentidos. Su calma no era arrogancia, sino la plena convicción de que la guerra, la verdadera batalla, ya había sido librada en un plano superior, y su bando, en un silencio glorioso, había ganado.
Y entonces, el profeta de Dios se postró en el mismo suelo que pisaban los pies del siervo, un suelo cercado por la muerte, y ofreció la primera de tres oraciones. Esta primera súplica no fue por su propia seguridad, ni siquiera por la salvación de la ciudad. Fue una oración por los ojos de su siervo. “Te ruego, oh Señor, que abras sus ojos para que vea”. Y en ese instante, en ese parpadeo de fe, el velo entre el mundo visible y el invisible se rasgó. Los ojos del joven, antes ahogados en el pánico, se abrieron para ver no solo la montaña de piedra, sino la montaña misma de la victoria. La imagen que se le reveló fue una visión que se ha grabado en el alma de los creyentes a través de los siglos: la colina estaba completamente rodeada, no por el enemigo, sino por una falange de fuego, por carros y caballos incandescentes, por un ejército celestial de ángeles que esperaban la señal del Eterno para entrar en la batalla. El joven, en ese instante, comprendió el significado de la tranquilidad de Eliseo, y sus palabras adquirieron un peso de una verdad irrefutable. La guerra espiritual no es una metáfora. Es la realidad que subyace a toda batalla terrenal. Y lo que es más, las palabras de Eliseo sobre los sirios —"más son los que están con nosotros"— insinuaban una verdad aún más profunda: si los ángeles estaban con ellos, ¿quiénes eran esos "otros" que estaban con los sirios? La lógica de la guerra espiritual apunta a la sombra de los demonios, un número inferior al de los ejércitos celestiales, y sin embargo, una fuerza destructiva que exige ser confrontada.
La segunda oración de Eliseo fue por el enemigo. No pidió su aniquilación, no rogó por su castigo, sino que imploró por su ceguera, y en un instante, la vista de los sirios se les esfumó. Su percepción del mundo se disolvió en un manto de oscuridad. La arrogancia de su poder se desvaneció, y se convirtieron en un ejército de fantasmas, guiados por el profeta de un Dios que los había despojado de su mayor sentido. Y así, Eliseo los llevó, en un acto de fe audaz, al corazón de Samaria, la ciudad que tanto habían anhelado sitiar. Una vez allí, en el centro de su anhelo, el profeta oró una vez más. La tercera oración fue para devolverles la vista. Y cuando sus ojos se abrieron, se encontraron de pie, rodeados no por la victoria, sino por la ciudad que habían venido a destruir, a merced de un rey al que habían buscado subyugar.
Pero lo que sucedió después es el clímax de esta historia, el punto en el que el poder de Dios se manifiesta en su forma más sublime: la gracia. El rey de Israel, sediento de venganza, preguntó si debía matar a los sirios. Pero Eliseo respondió con una lección que trasciende el concepto de la guerra: "No los matarás. ¿Matarías tú a los que tomaste cautivos con tu espada y con tu arco? Ponles comida y agua para que coman y beban, y se vayan a su señor". En un acto de misericordia sin igual, el enemigo hambriento fue alimentado, y el agua que se le dio fue la del perdón y la paz. Y así, el ejército sirio, despojado de su orgullo y empapado en gracia, regresó a su tierra, y las incursiones cesaron.
Esta narrativa, más allá de la historia, es una lección atemporal para el alma. Nos enseña que el miedo, ese terrible carcelero, solo puede ser derrotado por la visión que proviene de la fe. Nos recuerda que la oración no es un mero acto ritual, sino una conversación con un Dios que tiene el poder de abrir nuestros ojos para que veamos lo que de verdad importa. Nos muestra que la verdadera fuerza no reside en la habilidad de conquistar, sino en la capacidad de amar y perdonar, incluso a aquellos que nos han hecho daño. Ante la pregunta de "¿qué haremos?", la respuesta de Eliseo sigue resonando en el tiempo: ora, confía y abre los ojos de tu corazón. Porque, a pesar de lo que veas, lo que sientes y lo que temes, la verdad es que más son los que están contigo que los que están en tu contra.
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