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BOSQUEJO- SERMÓN: La Presencia que Transforma: Unidad, Sacrificio, Santificación y Comunión Cuando Salomón traslado el Arca.

Tema: 1 Reyes. Titulo: La Presencia que Transforma: Unidad, Sacrificio, Santificación y Comunión Cuando Salomón traslado el Arca. Texto: 1 Reyes 8: 1 - 11;_ 2 Crónicas 5: 2 - 14. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz. 

Introducción:

A. El Arca era un cajón de madera que Dios le manda hacer a Moisés, este artefacto era muy importante en la fe de los Israelitas, permanecía ubicada en el lugar santísimo del tabernáculo y nadie podía tocarla, para trasladarla se hacia a través de unas barras que se introducían en unas armellas, solo los levitas podían transportarla. Lo mas importante es que en ella se manifestaba la presencia de Dios, el Arca era la presencia de Dios en medio del pueblo de Israel.

B. Ahora dejara de habitar en una tienda para pasar al templo. En este acto donde la presencia de Dios era evidente los israelitas mostraron ciertos comportamientos que nos dan  para meditar acerca de como se comportan las personas cuando saben que la presencia de Dios esta allí. Actualmente la presencia de Dios habita no en un arca sino en el mismo creyente, así que si un creyente es consciente de esta presencia en su interior seguramente manifestara estas evidencias:


I. HAY UNIDAD (1 Reyes 8: 1 - 5).

A. El texto nos dice que los jefes de Israel, los ancianos, los principales de las familias y con ellos toda la congregación de los hijos de Israel. La razón de la reunión de tal multitud no era otra que el Arca, la presencia de Dios en medio del pueblo.

B. Cuando una persona es consciente de la presencia de Dios en la iglesia y en su propia vida esta persona buscara la unidad del pueblo de Dios.



II. HAY SACRIFICIO (1 Reyes 8: 5).

A. La congregación estaba delante del Arca del pacto, delante de ella sacrificaron una cantidad enorme de ovejas y bueyes, tan enorme que era imposible de contar. Tal sacrificio no fue barato, al pueblo le costo y le costo mucho pero lo hicieron con gusto porque eran conscientes de la presencia de Dios en medio de ellos

B. Otra evidencia de un alma consciente de la presencia de Dios es su capacidad de sacrificio por las cosas que a Dios le interesan. El sacrificio tenia que ver con dejar a un lado cosas que me gustan, dejar a un lado la comodidad, dejar a un lado lo fácil con el objeto de conseguir algo mejor, en este caso ese algo era agradar a Dios.



III. HAY SANTIFICACIÓN (2 Crónicas 5:11).

A. Esta versión de la historia nos habla de como los sacerdotes cumplieron con las debidas ceremonias de santificación para poder participar de la ceremonia. Ellos sabían que no odian acercarse a Dios de cualquier manera, ellos sabían que debían hacerlo de manera adecuada. 

B. Es claro entonces para nosotros que cuando las personas son conscientes de la presencia de Dios se santifican, buscan la santidad, buscan agradar a Dios a como de lugar.



IV. HAY COMUNIÓN (2 Crónicas 5: 12 - 13).

A. Sabiendo que la presencia de Dios estaba entre ellos quisieron adorarle con canciones, el verso trece dice que entonaron cantos con dos objetivos: alabar y dar gracias. Nos dice el texto incluso que cantaban y que instrumentos usaban para ello. Pero lo mas impresionante fue lo que ocurrió mientras cantaban y es que la nube de Jehová, su gloria misma lleno el templo, el relato de Reyes nos dice que cuando los sacerdotes salieron del templo la nube lleno la casa, tal parece que a las afueras del templo querían seguir ministrando de alguna manera pero que no pudieron por causa de la nube.

B. Es muy claro entonces que cuando una persona es consiente de la presencia de Dios, ella deseara alabar y tener comunión con Dios, para el esto no sera una carga sino las mas dulce de las bendiciones.



Conclusiones:

La evidencia de la presencia de Dios en el creyente se manifiesta en unidad con Su pueblo, sacrificio genuino, búsqueda constante de santidad y deseo profundo de comunión. Estas no son cargas, sino gozos. ¿Reflejan estos comportamientos la conciencia de Su presencia en tu vida? ¡Examina tu corazón hoy!


VERSIÓN LARGA

Se alzaba. Un cajón de madera. Simple, sí. Pero era una simplicidad que engañaba. Llevaba el peso de la promesa divina, el aliento de lo sagrado. El Arca del Pacto. Dios mismo había dictado a Moisés, con una precisión meticulosa, cada medida, cada detalle de su construcción. Y en ella, la Presencia. La Presencia palpable de Dios. En medio de Su pueblo, Israel. Moraba. No en un templo grandioso aún, sino en el Lugar Santísimo del Tabernáculo, velada por cortinas, intocable para manos profanas. Nadie, excepto los sacerdotes levitas, podía acercarse sin una purificación rigurosa, y solo ellos podían moverla, con varas de madera insertadas en argollas, para no tocar la santidad misma. Era el corazón palpitante de su fe, el ancla de su identidad, el lugar donde el cielo se inclinaba para tocar la tierra.

Pero los tiempos cambian. La nación de Israel crecía, se asentaba. Las tiendas nómadas daban paso a ciudades florecientes. Y la morada de Dios, esa tienda humilde y móvil que había acompañado al pueblo en su peregrinaje por el desierto, también encontraría un nuevo hogar. Un hogar firme, glorioso, un Templo construido con piedra, cedro y oro, diseñado con la magnificencia que un rey como Salomón podía concebir. Hoy se nos invita a detenernos, a contemplar ese momento. El traslado del Arca hacia su morada final. No fue un simple desfile. Fue un acto no solo ceremonial, sino cósmico, trascendente. Un instante en que la Presencia de Dios se hizo tan palpable que el aire mismo vibraba con una electricidad santa, la luz se hizo densa, casi tangible. Y en ese acto, la gente. El vasto pueblo de Israel. Sus corazones se abrieron de par en par. Sus almas se revelaron en su esencia más pura. Sus comportamientos. Nos hablan. Nos susurran. Nos gritan verdades inmemoriales sobre cómo se comporta el ser humano, cómo debe comportarse, cuando sabe, cuando siente en lo más profundo de su ser, que la Presencia divina está allí.

Y si antes, la Presencia moraba en un cajón de madera, velada y distante, ahora. Ahora, en el nuevo pacto de gracia, habita. Reside. En el creyente. En ti. En mí. Una morada más íntima, más personal, más vulnerable y a la vez más gloriosa. El velo se rasgó. La distancia se acortó. Si un creyente, tú, yo, es verdaderamente consciente de esta Presencia en su interior, si esa verdad ha calado hasta la médula de su ser, ¿qué sucede? ¿Qué se manifiesta en la textura de su vida diaria? La existencia se transforma. Los contornos de lo que creíamos ser se redefinen. Y ciertas evidencias. Ciertas señales. Florecen como lirios en el desierto, perfumando cada acción, cada pensamiento.


Y la primera señal que brota. La primera manifestación de esa conciencia profunda. Es la unidad.

1 Reyes 8:1-5. La descripción es poderosa. Se reunieron. No solo unos pocos. No solo los influyentes. Se congregaron los jefes de Israel, los ancianos, aquellos que llevaban el peso de la sabiduría ancestral. Los principales de las familias, los pilares de cada linaje. Y con ellos. Toda. Toda la congregación de los hijos de Israel. Una multitud inmensa. Convergiendo desde cada rincón de la nación. Con un único propósito que latía en sus corazones. Una sola razón para su reunión masiva. No era una batalla militar. No era una celebración de cosecha. Era el Arca. Era la presencia de Dios. En medio de ellos. Una fuerza centrípeta. Atrayéndolos a todos, sin distinción de tribu o estatus, hacia un solo punto, un solo corazón. La Presencia los unificaba.

Cuando el corazón de una persona se vuelve consciente. Profundamente consciente. De que la Presencia de Dios no solo habita en los muros sagrados de una iglesia, en el ritual de un servicio dominical, en un momento de éxtasis pasajero. Sino que esa Presencia mora. Reside. En su propia vida. En su propio ser. Una chispa divina. Un fuego santo. Un eco constante. Esa persona. Naturalmente. Inevitablemente. Impulsada por una fuerza interna que es más fuerte que cualquier división humana. Buscará la unidad del pueblo de Dios. Ya no verá las pequeñas diferencias doctrinales. Ya no se aferrará a trivialidades que separan, a viejas heridas que dividen. Porque lo que los une es infinitamente mayor. Mucho, mucho mayor. Es la Presencia. El reconocimiento de que en cada hermano, en cada hermana en la fe, late un fragmento de lo divino. En cada uno de ellos, la Presencia anhela lazos. No barreras. El Espíritu que habita en mí, el mismo Espíritu, habita en ellos. Y esa verdad. Esa profunda e ineludible verdad. Nos empuja a la unidad. A ser uno. Como Él, en Su esencia trinitaria, es uno. A reflejar en la tierra la unidad que existe en el cielo. A tejer los hilos rotos de la humanidad en un solo tapiz de amor.


Y la segunda señal que se manifiesta. La segunda prueba de esa conciencia profunda de la Presencia. Es el sacrificio.

1 Reyes 8:5. La congregación. Una masa de almas. Postradas. Delante del Arca del pacto. Delante de la Presencia de lo Santo. Y allí. En ese espacio sagrado. Ofrecieron. Sacrificaron. Una cantidad. Incontable. Inmensa. De ovejas. De bueyes. Tantos que la Escritura nos dice que era imposible de contar, de cuantificar. Imagina el costo. No solo el costo monetario. Sino el esfuerzo. El desprendimiento. El pueblo no era infinitamente rico. Tal sacrificio no fue barato. Ni fácil. Le costó. Al pueblo. Y le costó mucho. Sangre. Sudor. Bienes. Pero lo hicieron. Con gusto. Con una alegría que nacía del alma, una exuberancia de la generosidad. ¿Por qué esta ofrenda tan descomunal? Porque eran conscientes. Plenamente conscientes. De la Presencia de Dios. En medio de ellos. Era una dádiva por la dádiva. Un costo por el gozo inefable de Su gloria.

Y esta es otra evidencia. Clara. Inconfundible. De un alma. Despierta. En sintonía. Consciente de la Presencia de Dios en su vida, en cada fibra de su ser. Su capacidad. Su voluntad. De sacrificio. Por las cosas. Esas que verdaderamente le interesan a Dios. El Reino. Las almas. La justicia. Un sacrificio que no es una imposición legalista. Ni una carga pesada que oprime. No. Es dejar a un lado. Voluntariamente. Aquello que me gusta. Mis comodidades. Lo fácil. Las prioridades del yo. Con un objetivo. Un propósito que trasciende lo efímero. Conseguir algo mejor. Algo de mayor valor. Mayor significado. Y en este caso. Ese "algo mejor". Esa meta suprema. Era y es. Agradar a Dios. Es un despojo. Para un revestimiento de gracia. Una entrega. Para una bendición que no se cuenta en monedas. Una renuncia. Que no es una pérdida, sino una inversión en lo eterno, un tesoro en el cielo. El sacrificio. No es una privación dolorosa. Es una ofrenda de amor que fluye de un corazón que comprende el valor inmenso de la Presencia de Dios. Un dar que, paradójicamente, nos enriquece más de lo que jamás podríamos imaginar.


Y la tercera señal que se revela. La tercera manifestación de esa conciencia. Es la santificación.

2 Crónicas 5:11. Otra perspectiva de la misma historia gloriosa. Este relato nos susurra un detalle crucial, a menudo pasado por alto en la grandiosidad del evento. Nos habla de cómo los sacerdotes. Antes de ese momento cumbre, antes de entrar en la nube de la gloria. Cumplieron. Con las debidas ceremonias. De santificación. Se purificaron. Se lavaron. Se prepararon. No por obligación ciega, sino por una comprensión interna. Para poder participar. Dignamente. De la sagrada ceremonia. Ellos sabían. Íntimamente. En lo más profundo de su ser. Que no podían. Acercarse a Dios. A la Presencia. De cualquier manera. Con manos sucias. Con corazones distraídos. No. Ellos sabían. Que debían hacerlo. De forma adecuada. Con reverencia. Con pureza de intención. Con un corazón dispuesto y limpio.

Y esto se hace claro. Tan claro como el día. Para nosotros. Innegablemente claro. Cuando las personas. Tú. Yo. Somos conscientes. De la Presencia de Dios. Esa Presencia que no es externa, lejana. Sino que habita. Dentro. Profundamente arraigada en el espíritu. Entonces. Naturalmente. Instintivamente. Se santifican. Buscan la santidad. No como una lista de reglas frías y restrictivas. No como una carga legalista que oprime el espíritu. Sino como un anhelo ardiente del alma. Buscan agradar a Dios. A como dé lugar. Con cada fibra de su ser. En cada decisión, por pequeña que sea. En cada pensamiento que cruza la mente. En cada palabra que pronuncian. Porque la santidad. No es una imposición arbitraria de Dios. Es la respuesta natural. La reacción orgánica. De un corazón que anhela. Estar en armonía. En perfecta consonancia. Con la belleza radiante de Su Presencia. Es un reflejo. Del amor que nos purifica. Una búsqueda constante de ser más como Él. Más puros. Más cercanos. Más plenos en Su imagen divina. La santidad. Es el camino que elige un alma que se sabe morada de lo divino. Un acto de amor recíproco.


Y la cuarta señal que irrumpe. La cuarta manifestación de esa conciencia plena. Es la comunión.

2 Crónicas 5:12-13. El relato nos envuelve no solo en una imagen, sino en un sonido. Una sinfonía. Una melodía que asciende. Ecos de adoración que llenan el aire. Sabiendo que la Presencia de Dios. Que esa nube de gloria. Estaba allí. Tangible. Audible. Entre ellos. Quisieron. Anhelaron. Adorarle. Con canciones. Con cánticos que brotaban del alma. El verso trece. Nos lo describe vívidamente. Cantaron. No por rutina. Sino con dos objetivos. Dos impulsos primarios del alma. Alabar. Y dar gracias. Detalla incluso los instrumentos. Trompetas resonando. Címbalos vibrando. Arpas y liras tejiendo melodías. La música. El sonido del corazón unido. Una ofrenda de sonido.

Pero lo más impresionante. Lo que detuvo el aliento de todos. Lo que marcó ese momento para siempre. Fue lo que ocurrió. Mientras cantaban. Mientras la adoración, como incienso, se elevaba hacia el cielo. La nube de Jehová. Su gloria misma. La shekinah. Llenó el templo. Llenó la casa de Dios con una densidad espiritual abrumadora. Tan densa. Tan majestuosa. Tan abrumadora. El relato paralelo de Reyes nos lo confirma. Cuando los sacerdotes. Que acababan de salir del templo. La nube. Los envolvió. Los detuvo. Los sobrecogió. No pudieron. Ni siquiera pudieron. Seguir ministrando de la manera acostumbrada. Por causa de la nube. Por la intensidad de la Presencia. Una manifestación tan poderosa. Que la actividad humana. El ritual. La liturgia. Se detuvo. Se hizo insignificante. Y solo quedó la Presencia. El Ser. El Dios Vivo.

Y es tan claro. Tan vívido. Tan innegable. Para nosotros. Para cada alma. Que cuando una persona. Es consciente. Íntimamente consciente. De la Presencia de Dios. Que mora dentro. Profundamente. Esa persona. Naturalmente. Deseará. Anhelará. Alabar. Y tener comunión con Dios. No será una carga. No será una obligación impuesta. No. Será la más dulce de las bendiciones. Un suspiro. Un anhelo del alma. Una necesidad vital. Un placer incomparable. Hablar con Él. Escucharle en la quietud. Adorarle. Con palabras. Con silencio. Con música. Con una vida rendida en cada instante. La comunión. Es la respiración constante del alma que vive en la Presencia. Es el gozo de saberse uno con el Amado. Un diálogo continuo. Un estar. Una simple presencia mutua que lo llena todo, transformando la soledad en compañía divina.


El traslado del Arca a su morada final en el Templo de Salomón no fue solo un evento histórico. No fue un mero hito en el calendario de Israel. Fue una revelación. Una lección viva. Nos mostró lo que significa, lo que verdaderamente implica, que la Presencia de Dios se manifieste en medio de Su pueblo. Y hoy. Ese mismo Espíritu. Esa misma Presencia. Ya no está confinada a un cajón de madera. Ni a un templo de piedra, por glorioso que sea. Mora. En ti. En mí. En el creyente. Una morada más íntima. Más personal. Más profunda. Más transformadora.

La evidencia de esa Presencia, viva en tu interior, se despliega ante el mundo. Se manifiesta en la unidad que buscas con Su pueblo, esa fuerza invisible que te empuja a la concordia, porque el Espíritu que te habita, habita en ellos, y Él es uno. Se revela en el sacrificio genuino que brota de un corazón que valora lo divino por encima de lo cómodo, dejando atrás lo fácil por aquello que agrada a Dios y expande Su Reino. Se plasma en la búsqueda constante de santidad, no como una lista de prohibiciones, sino como una respuesta natural a la belleza deslumbrante de Su Presencia que anhela pureza en ti. Y se celebra en el deseo profundo de comunión, ese anhelo incesante por alabarle, por hablarle, por simplemente estar con el Dios que mora dentro, en un diálogo que nunca termina.

Estas no son cargas. No son imposiciones divinas diseñadas para oprimir tu espíritu. No. Son gozos. Son el fruto de una vida que ha comprendido el inmenso y glorioso privilegio de ser morada de lo Santo. Son el aliento de un alma que respira en Su Presencia, un aire puro que nutre y revitaliza cada fibra de tu ser.

Y la pregunta. Siempre la pregunta. Se alza. Desde lo más hondo del alma. Para ti. Para mí. Una pregunta suave, casi un susurro, pero penetrante, que busca la verdad en lo más íntimo de tu ser. ¿Reflejan estos comportamientos? ¿La unidad que promueves, el sacrificio que ofreces, la santificación que anhelas, la comunión que buscas? ¿Reflejan la conciencia de Su Presencia viva y actuante en tu vida? Tómate un momento. En la quietud. Escucha el eco en tu propio corazón. Examina tu corazón hoy. ¿Qué te revela la Presencia que habita en ti? ¿Es una presencia activa, transformadora, o un mero concepto? Que tu vida sea un testimonio vivo de Su morada en ti.

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