Tema: El temor a la muerte. Titulo: Las Conclusiones del Libro de Apocalipsis: El Fin del Miedo. Texto: Apocalipsis 22: 6 - 10.
I. LAS ESCRITURAS SON VERDAD (ver. 6)
II. LAS ESCRITURAS SON DIGNAS (ver. 7 - 9)
III. LAS ESCRITURAS SON ACCESIBLES (ver. 10)
Hemos llegado, en la quietud de la palabra escrita, al umbral del fin, al último respiro de un libro que es un eco del cosmos. En estos versos finales, el Creador, con la misma voz que ordenó la luz, nos entrega un epílogo que no es un adiós, sino una revelación. En él, yace la única respuesta a la pregunta que habita en cada alma: ¿cómo se puede encarar el abismo final, el silencio de la tumba? La respuesta se encuentra en un acto de fe radical y en la certeza que solo puede venir de una fuente inquebrantable. El Señor, con su propio gesto, nos asegura la integridad de Su palabra.
La primera piedra angular de nuestra esperanza es la verdad. En el torrente de visiones que Juan ha presenciado, un ángel testifica que todo es "fiel y verdadero." No hay distorsión, ni metáfora vacía, ni concesión al capricho humano. Las palabras no son de una verdad meramente terrenal, sino de la Verdad que es un nombre, una esencia. Aquel que se llama a sí mismo "Fiel y Verdadero" (Apocalipsis 3:14; 19:11) es el mismo autor de la profecía. Su fiabilidad es el fundamento de nuestra paz. En un mundo donde la sombra de la mentira oscurece cada promesa, la certeza de una palabra que no puede fallar disipa el temor a la muerte, pues nos asegura que el final no es un vacío, sino un encuentro predestinado. El miedo a la nada se rinde ante la certeza de la Verdad. La verdad de este libro no es una de las muchas verdades que flotan en el aire envenenado de nuestro siglo, una verdad moldeable al gusto o al interés del momento. Es una verdad que se sostiene por sí misma, anclada en la roca del carácter divino. Mientras la verdad humana es un río cambiante, un reflejo efímero de las opiniones y las emociones, la verdad de Dios es el manantial de donde fluye el río mismo. No hay en ella una sola exageración, ni una mota de falsedad. En cada sílaba, en cada imagen apocalíptica, en cada profecía majestuosa, hay un peso de realidad que no puede ser medido con balanzas humanas. Es la verdad que nos dice que, aunque la noche sea larga, el amanecer es inevitable. La confianza que podemos depositar en estas palabras es la misma confianza que podemos tener en el Creador del universo. Si Él dice que el sol saldrá, el sol saldrá. Si Él dice que una era terminará, esa era terminará. La profecía, en este contexto, no es una adivinanza para satisfacer la curiosidad, sino un testimonio de la fidelidad de un Dios que cumple cada palabra que ha prometido, una fidelidad que actúa como el único antídoto contra el temor a lo desconocido. El miedo a la muerte, en su esencia, es el miedo a un final sin sentido, a una extinción sin propósito. Pero la Palabra, en su fiel verdad, nos asegura que el final no es un vacío, sino una consumación. Y en esa consumación, lo que ha sido predestinado es la reunión con el autor de la verdad misma.
La segunda piedra es la dignidad de estas escrituras, un tesoro no para el estante sino para el alma. Bienaventurados son aquellos que no solo leen, sino que "guardan" estas palabras, que las protegen con el celo de quien atesora una vida. Este no es un libro para la erudición o el adorno, sino para la vivencia. Su peso moral es absoluto. Y aquí, en el vértice de la epifanía, se nos presenta una lección crucial. Juan, abrumado por la majestad de la revelación, cae a los pies del ángel, un gesto que encarna la tentación de la adoración desviada. Es una escena que se repite a lo largo de la historia de la humanidad, el impulso primigenio de rendir homenaje a la creación en lugar de al Creador. Nos postramos ante el poder de la fama, el brillo del dinero, la elocuencia de los líderes, la belleza de una obra de arte. Y así como Juan, en su momento de debilidad, confundió al mensajero con el Rey, nosotros confundimos al talento con el origen del talento, el milagro con el Hacedor del milagro. El ángel, en su infinita sabiduría servicial, lo reprende: "Adora a Dios." Este es el corazón de nuestro desafío y la clave de nuestra paz. En un mundo que nos invita a postrarnos ante ídolos de poder, fama y riqueza, la única adoración que disipa el miedo al fin es la que se eleva hacia el único digno. El temor a la muerte solo se desvanece cuando el alma se postra ante la única realidad que no está sometida a la muerte. La Palabra de Dios no es una reliquia para ser exhibida en una mesa de centro o una amuleto para colgar en la cubierta trasera de un automóvil. No es un objeto de superstición. Es una fuerza viva, una espada de doble filo que penetra hasta lo más profundo de nuestras almas, exigiendo una respuesta. La obediencia no es opcional. Es el eco de la fe. No podemos decir que creemos en una palabra que no estamos dispuestos a vivir, a "guardar" con la totalidad de nuestro ser. Juan, al ser recordado que solo Dios es digno de adoración, recibe un recordatorio que es la piedra angular de toda la fe. El valor de la Palabra radica en la santidad de quien la pronunció. Y esa santidad exige una reverencia que no se comparte con nada ni nadie más. La paz que la Palabra nos ofrece no es la ausencia de conflicto, sino la quietud que resulta de una vida alineada con la única autoridad que merece nuestra devoción.
Finalmente, la revelación es un río de vida que fluye sin barreras. A Juan se le ordena no "sellar" el libro, no ocultar sus verdades a la humanidad. Las visiones del futuro no son un misterio esotérico para unos pocos elegidos, sino una llamada a la luz, una advertencia urgente. La noticia de que la historia tiene un fin, y que ese fin está en manos de un juez justo, no es una carga sino una liberación. Para el corazón honesto y obediente, este libro no es un enigma sino un mapa, un faro que ilumina el camino a través del crepúsculo de la existencia. Por tanto, no ocultemos la luz. Prediquemos esta verdad. El libro está abierto, y en él, la promesa de la vida eterna espera a todos los que lo recogen y lo leen, no como una sentencia, sino como una invitación final. La orden de no sellar es la antítesis de la orden dada a Daniel en el Antiguo Testamento (Daniel 12:4), donde se le dice que selle el libro hasta el tiempo del fin. En el tiempo de Juan, el fin ya no está lejano; el velo ha sido levantado. La urgencia del mensaje resuena a través de los siglos. No es para un club selecto de místicos o teólogos, sino para cada alma que respira en este mundo. Es un evangelio final, el último capítulo del gran drama de la redención. La Biblia que tenemos en nuestras manos es un testigo vivo del Dios del Cielo. Es una revelación de su gloria, su poder y su ira. Y, a pesar de la grandeza de su contenido, es un libro que se puede levantar, se puede abrir, se puede leer y se puede entender con un corazón dispuesto. La Palabra no está en una torre de marfil, sino en el polvo de nuestros caminos, esperando ser tomada. Y así como Juan se le ordenó publicar esta noticia, también se nos ordena a nosotros. La fe no es un secreto bien guardado, sino una verdad que debe ser gritada desde los tejados. El temor a la muerte se derrota cuando la esperanza de la vida eterna se comparte. Al predicar esta verdad, no solo liberamos a otros, sino que también nos liberamos a nosotros mismos del peso de nuestra propia soledad.
El mensaje de Apocalipsis es la verdad inmutable de Dios. Su Palabra, revelada y no sellada, nos llama a la obediencia y la adoración exclusiva a Él. Debemos guardarla con cuidado y divulgar su mensaje de juicio y redención para que todos crean. Es la única manera de caminar por la vida sin temor a la muerte, sabiendo que el fin no es el silencio, sino un nuevo comienzo.
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