Tema: El miedo a la muerte. Titulo: Resurrección. Texto: 1 Corintios 15: 35 - 57. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
Introducción:I. EL PUNTO DE PARTIDA: CUERPO FÍSICO.
II. EL PUNTO CENTRAL: LA MUERTE.
- PARA OTROS SERMONES SOBRE 1 CORINTIOS 15, REVISE.
III. EL PUNTO FINAL: EL CUERPO DE LA RESURRECCIÓN.
El Miedo, esa sombra tenaz que se adhiere a la conciencia, encuentra su morada más profunda en la certeza de la caducidad. La vida, con todas sus luces y sus ruidos, corre hacia un punto final, hacia la disolución de la carne. La muerte se yergue como un muro de silencio, un aniquilador ineluctable. Pero para aquel que ha fundado su existencia en la promesa inaudita, la fe introduce una grieta en ese muro, y a través de ella se vislumbra no solo una vida, sino una forma de vida radicalmente nueva. Es la pregunta que resuena a través de los siglos, tan vital hoy como lo fue para los Corintios turbados: ¿cómo será este cuerpo resucitado? (1 Corintios 15:35). El tema excede la mera especulación; se convierte en el cimiento de nuestra esperanza futura, pues es con este cuerpo transformado, con esta materia glorificada, que habitaremos la eternidad. La trascendencia no es una negación de lo físico, sino su sublimación.
Para desentrañar esta verdad que desarma el miedo, debemos seguir el itinerario propuesto por el Apóstol, una progresión lógica que transita entre lo conocido y lo prometido. Es una meditación que se divide en tres actos, como una obra de teatro cósmica: el punto de partida, el punto central y, finalmente, el punto culminante.
Nuestro viaje comienza en el punto de partida: el cuerpo físico, la realidad palpable de nuestra existencia. Pablo lo describe con una honestidad brutal y, a la vez, con una tierna aceptación de su origen humilde. Lo llama, en primer lugar, cuerpo terrenal (versículo 40). Esta etiqueta es mucho más que una simple descripción; es una declaración teológica sobre nuestra procedencia. Somos, por el acto creador de Dios, hechos de la tierra, polvo eres y al polvo volverás. Somos arcilla animada. Se nos dice que Adán fue hecho de la tierra, y que nuestros cuerpos llevan su impronta. Llevamos su imagen, marcada por la fragilidad de lo terrestre, por la dependencia del suelo que nos sustenta (versículos 47-49). Sin embargo, Pablo se apresura a añadir que estos cuerpos terrenales no carecen de dignidad; guardan su propia "gloria" o belleza inherente. Una belleza efímera, sí, pero real en su diseño original. Es la nobleza de la criatura.
En segundo lugar, este armazón físico es caracterizado como un cuerpo animal o psíquico (versículo 44, del griego psychikos). Esta palabra no nos rebaja a la mera bestialidad, sino que define al cuerpo como un ente que opera por el principio del alma o la vida natural. Es una existencia física, dependiente de las funciones biológicas, sujeta a la necesidad de comer, beber, respirar y dormir. Es materia que responde a los instintos y a los límites de su composición química. El cuerpo animal es el huésped del espíritu, pero también su prisión, limitado por sus propias necesidades.
La característica definitiva de esta primera forma, la que impone el terror y la necesidad de un cambio, es su naturaleza corruptible (versículos 50, 53). La corrupción es la ley que rige este cuerpo. Es el desgaste celular, la enfermedad, la decadencia implacable que culmina en la putrefacción y la muerte. Este cuerpo es un vestido que se deshilacha inevitablemente con el uso. Y aquí reside la incompatibilidad esencial: Pablo declara con autoridad que este cuerpo corruptible, tal cual es hoy, no puede entrar en la eternidad. La corrupción no puede heredar la incorrupción. La ley de la eternidad exige una metamorfosis total de la materia.
Este destino inevitable nos lleva al punto central de la meditación: la Muerte. Lo que para el mundo es el fin absoluto, para el Apóstol se convierte en el medio, en el pivote de la transformación. Pablo invierte el terror de la tumba al llamarla un acto de siembra. La muerte es sembrar. Es un acto agrario, una deposición calculada que precede a una germinación gloriosa. La muerte no es la culminación de la vida, sino el inicio de una vida cualitativamente superior.
Los versículos 42 al 44 nos dicen lo que la siembra conlleva: se siembra un cuerpo corrupto, deshonroso, débil, animal. El cuerpo, en su último estado de debilidad y disolución, es puesto en la tierra como una semilla seca y fea. Pero, al igual que la semilla, la muerte no es el destino final, sino una parada obligatoria en el proceso. La semilla debe ser enterrada, debe parecer muerta y deshecha para que el vasto potencial de la nueva vida que contiene pueda estallar en la superficie. El cuerpo corruptible desciende para que el incorruptible pueda emerger. La tumba es el vientre, no el sepulcro. Es un misterio de la economía divina que la vida suprema deba pasar por la apariencia de la derrota final. Es una pausa dramática, un silencio necesario antes de que la orquesta estalle en el aleluya de la resurrección.
Y así llegamos al punto final: el cuerpo de la resurrección, la forma que desmantela el miedo y lo reemplaza con la expectación. Aquí, el lenguaje terrenal debe estirarse y adquirir nuevas resonancias para describir lo que no hemos visto, sino solo oído.
Lo que se levanta de la tumba es, en primer lugar, un cuerpo de una belleza superior (versículo 40). La gloria de la resurrección eclipsa la gloria inherente del cuerpo terrenal, así como el sol eclipsa a la luna. Es una belleza que no decae, que no envejece, que no está sujeta a los caprichos del tiempo.
Este nuevo cuerpo es, fundamentalmente, incorruptible (versículo 42). Ha superado para siempre la ley de la decadencia. El fantasma de la enfermedad, la amenaza de la vejez, la fatalidad del deterioro han sido desterrados. Es una materia eterna, diseñada para la permanencia.
Se levanta también poderoso (versículo 43). El cuerpo animal, atado a la debilidad de la carne, queda atrás. Lo resucitado es un cuerpo dotado de una energía, una capacidad y una fortaleza que hoy solo podemos imaginar. Es un cuerpo que ya no está sujeto a las limitaciones físicas que nos oprimen, un instrumento perfecto al servicio del espíritu.
Lo más intrigante es que se levanta como cuerpo espiritual (versículo 44). Esto es un concepto revolucionario. No es un espíritu sin cuerpo, ni un cuerpo que ha negado su materialidad. Es un cuerpo físico cuya vida, cuyo dinamismo y cuyas funciones están completamente dominados por el Espíritu de Dios. Es materia santificada, materia en su estado ideal y perfecto, liberada de la tiranía del alma animal y dirigida por el principio divino.
La cumbre de esta enseñanza es la semejanza. Nuestro cuerpo resucitado será como el de Cristo resucitado (versículos 48-49). De la misma forma ineludible que ahora llevamos la imagen del primer Adán, el hombre terrenal, llevaremos entonces la imagen del postrer Adán, el hombre celestial. Seremos transformados en Su semejanza (1 Juan 3:2; Filipenses 3:20-21). Esta promesa es la clave que desbloquea la serenidad ante el morir.
Para comprender la magnitud de esta promesa, debemos fijar nuestra mirada en la única muestra que tenemos: el cuerpo de Cristo después de Su victoria sobre el sepulcro. No era una aparición vaga, una mera visión del espíritu, sino un cuerpo de carne y hueso. Él comía pescado asado. Invitó a Tomás a tocarle las manos y el costado para disipar cualquier duda sobre Su materialidad (Lucas 24:39). Caminaba y hablaba con los discípulos en el camino a Emaús, de tal modo que ellos no percibieron nada fuera de lo común hasta que Sus ojos se abrieron. María Magdalena le confundió con un jardinero (Juan 20:15). Cocinó a la orilla del mar de Galilea (Juan 21:12).
Este cuerpo resucitado era común y corriente en su apariencia esencial, conservando Su identidad y la familiaridad necesaria para la relación. Pero poseía facultades extraordinarias: podía aparecer en habitaciones cerradas, viajar sin las ataduras del espacio y el tiempo. Era un cuerpo glorioso en su funcionalidad, pero perfectamente tangible en su realidad. Era el modelo de la nueva humanidad.
Pero la promesa no se detiene en la resurrección; mira hacia la gloria. La Escritura nos da destellos del cuerpo glorificado de Jesús después de Su ascensión, tal como lo vio Juan en Patmos (Apocalipsis 1:12-18). Un cuerpo resplandeciente, con cabello blanco como lana, ojos como llama de fuego, y una voz como estruendo de muchas aguas. Esta es la gloria derivada a la que seremos llamados. Nuestro cuerpo final, semejante al de Cristo, será la expresión máxima de la vida eterna.
De esta manera, la resurrección es el acto definitivo que nos otorga la victoria. No solo sobre la pena del pecado, sino también sobre su consecuencia capital: la Muerte (versículos 54-57). El aguijón ha sido arrancado; el poder de la tumba ha sido desactivado. El miedo se revela como un mero espejismo. Por esta certeza inamovible, la exhortación final es un llamado a la acción: a permanecer firmes y constantes, a crecer sin cansancio en la obra que Dios nos ha encomendado. Este esfuerzo no es vano, pues la recompensa aguarda en el horizonte: no es la disolución, sino un cuerpo inmortal, poderoso, espiritual y semejante a Cristo. El miedo a la muerte es, para el creyente, una ficción desmentida por la majestad de la promesa.
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