Tema: 1 Samuel. Título: El rey David - su personalidad, el retrato del rey pastor. Texto: 1 Samuel 16: 14 – 23. Autor: Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. HOMBRE DE GUERRA (16:18).
II. PRUDENTE EN SUS PALABRAS (16:18).
III. TIENE UN TALENTO (16:18).
IV. JEHOVA ESTABA CON EL (16:18).
En los confines de la corte, la desesperación del rey Saúl, atormentado por un espíritu maligno, había llegado a su punto más álgido. Los sirvientes, en su búsqueda por el alivio, describieron a un joven. No un guerrero forjado en mil batallas ni un cortesano de sangre noble, sino un simple pastor. Pero en la descripción de este pastor, se nos revela la primera y más poderosa de sus cualidades: la de ser un hombre de guerra. La frase, en su concisa simplicidad, se expande en dos atributos que definían su temple. Era un hombre valiente, un guerrero probado. Su valentía no era el bravuconejo de un joven impetuoso, sino el coraje forjado en la soledad del campo, en la defensa de sus ovejas contra la zarpa del león y el colmillo del oso. Era la audacia de quien había enfrentado a la muerte, no en la arena de la guerra, sino en el silencio de los pastos. Este no es un valor que se adquiere en un día, sino que se cultiva con la persistencia del desafío y la fe en un poder superior. Y a esa valentía, se le unía un vigor inigualable. David era vigoroso, fuerte y potente, un joven capaz de deslumbrar en el campo de batalla. La vida, como la batalla, demanda una fortaleza que no es solo física, sino también espiritual. Los hombres y mujeres de Dios, los que verdaderamente marcan la diferencia en este mundo, son hombres valientes, que no se acobardan ante la adversidad. Son diligentes, activos, que toman la iniciativa con una energía que brota de su espíritu, no de sus propias fuerzas. Y esta, sin duda, es una cualidad para ganar, para conquistar no solo territorios, sino el propósito mismo de su existencia. Es el pulso vital que late en el corazón de aquellos que no se conforman con la mediocridad, sino que persiguen con fervor la grandeza que Dios ha sembrado en ellos.
Pero su grandeza no se detenía en la fortaleza de su brazo. La palabra que le siguió, en la descripción del siervo, nos lleva a la esencia misma de su carácter: David era un hombre prudente en sus palabras. En una corte llena de intrigas, de susurros venenosos y de adulaciones vacías, su voz no era la de un necio, sino la de un hombre que hablaba con inteligencia y discernimiento. Su prudencia no era la cautela de quien teme, sino la sabiduría de quien sabe cuándo hablar y cuándo callar. En cada una de sus intervenciones, había una sensatez, un atisbo de una profundidad de pensamiento que iba más allá de sus años. El lenguaje, esa herramienta tan poderosa para el bien y para el mal, era en sus manos un arte, un medio para construir puentes en lugar de muros. El impacto de su elocuencia fue tal que, en un giro del destino, el mismo rey Saúl, un hombre consumido por la amargura y los celos, sintió su corazón atraído por él. La Escritura nos lo repite con una insistencia casi poética: “y él le amó mucho.” Y no fue una sola vez, sino que el amor de Saúl, de Jonatán, y de todo el pueblo de Israel se encendió por el joven David. Un amor que se ganó no por su fama o su poder, sino por la forma en que sus palabras y sus actos reflejaban la nobleza de su espíritu. En un mundo donde la malicia y la calumnia son la moneda corriente, la prudencia en el hablar se convierte en un faro que atrae a las almas sedientas de verdad y de bondad. La pregunta, entonces, se alza ante nosotros: ¿Cuidamos nuestro hablar? ¿Son nuestras palabras un reflejo de un corazón prudente y bondadoso, o son espadas afiladas que causan daño y siembran la discordia? ¿Hacemos que la gente nos ame por la autenticidad de nuestro trato y la sabiduría de nuestras palabras, o por nuestra vanidad?
Y la descripción de sus cualidades no estaría completa sin mencionar el talento que lo hizo famoso en la corte. El funcionario lo conocía porque David tocaba el arpa. Era un músico, un compositor, un poeta del alma. Su talento no era un mero pasatiempo, sino la expresión más pura de su interioridad. Fue él quien, con las cuerdas de su arpa, dio voz a la alegría y a la angustia, al arrepentimiento y a la victoria. Fue él quien, en las cuevas y en los palacios, elevó su voz en salmos que aún hoy resuenan en los corazones de millones. La tradición, rica en detalles, nos dice que sus composiciones eran incontables, un río de música y poesía que fluía del alma de un hombre que amaba a su Dios. Pero lo verdaderamente fascinante de este talento es su origen y su propósito. La Escritura nos revela que David, un simple pastor, estaba lleno del Espíritu Santo. La habilidad con el arpa no era una destreza humana en su máxima expresión, sino una herramienta divina. Y fue esa llenura la que, con cada nota que brotaba de las cuerdas, traía alivio al atormentado rey Saúl. La música de David no era solo una melodía. Era un exorcismo, una medicina para un alma enferma. El talento, cuando es ejercido bajo la unción del Espíritu de Dios, se convierte en un instrumento de sanidad y de liberación. Tus dones, tus habilidades, tus talentos no son para tu propia gloria, sino para que, al igual que David, seas un canal por donde el poder de Dios fluya y traiga alivio a aquellos que están oprimidos. La llenura del Espíritu Santo en nosotros nos permite ejercer nuestros dones efectivamente.
Y finalmente, el gran secreto, la verdad que lo abarca todo y lo explica todo, se revela en una frase que, en su simplicidad, esconde la inmensidad del universo: “Jehová estaba con él.” Esta no fue solo una circunstancia fortuita, sino la esencia misma del éxito de David. No fue su valentía, ni su prudencia, ni su talento lo que lo hizo grande. Fue la presencia de Dios en su vida. Fue el favor divino que lo acompañó en el campo de batalla y en la quietud de la corte. Fue el poder de lo eterno que se movía a través de él, dándole una sabiduría que no era de este mundo y un poder que no era suyo. La presencia de Dios es el gran tesoro que el hombre de fe debe buscar, el único fundamento sobre el que se puede construir una vida que trascienda el tiempo. La santidad, la fe inquebrantable, la vida de oración, son los puentes que conectan nuestra frágil humanidad con el poder de lo divino.
Así, la historia de David nos presenta un modelo de liderazgo y carácter, un retrato de un hombre que, aunque imperfecto, supo vivir conforme al corazón de Dios. Fue un hombre valiente y prudente, que supo usar sus talentos, no por su propia habilidad, sino por la presencia de Dios en su vida. ¿Qué tan parecidos somos a David? La pregunta resuena en los pasillos de nuestra propia alma, un eco de la necesidad de ir más allá de las apariencias, de cultivar un corazón que anhele la presencia de Dios por encima de todas las cosas, y de vivir con la valentía, la prudencia y el talento que son el reflejo de un espíritu lleno del poder de lo divino.
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