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BOSQUEJO - SERMÓN: LA JUEZA DÉBORA - EXPLICACION JUECES 4 - 5 -

VÍDEO DE LA PREDICA

BOSQUEJO (VERSION RESUMIDA)

Tema: Jueces. Título: La jueza Débora. Texto: Jueces 4 – 5. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.


Introducción:

A. Estudiaremos hoy la vida de la mas grande mujer vista hasta hoy en todo nuestro estudio pasando por el Pentateuco y llegando a los libros históricos, Débora es una mujer que enamora por su forma de ser, Débora se caracteriza por:


(Dos minutos de lectura)

I. SU SABIDURÍA - JUEZ (Ver 4: 4).


A. Débora gobernaba a Israel. El hecho es llamativo y único, según 5: 31 gobierna o juzga a Israel durante 40 años, una de sus labores era emitir justicia entre los israelitas y para ello se sentaba debajo de una Palmera (Ver 4: 5).

B. Además del coraje la sabiduría para dirimir conflictos es una cualidad deseable en un ser humano.


II. SU ESPIRITUALIDAD - PROFETA (Ver 4:4).


A. En cuanto a su nivel espiritual Débora era una profetiza, ella comunicaba la voluntad de Dios a los israelitas pero también predecía acontecimientos futuros, un ejemplo de ello está en 4: 6 – 10 comp. 17 – 21. Además de sabia Débora era una mujer con una fuerte espiritualidad, con ministerio.

B. Haríamos bien en imitarla.



III. SU ESPOSO - ESPOSA (Ver 4:4).


A. Débora no es una mujer soltera, al contrario es una mujer casada, su esposo se llamaba Lapidot. Aquí hallamos algo interesante:

1. El texto hebreo está muy interesado en subrayar el sexo de Débora:

a. Profetiza: LIt “mujer profeta”
b. Esposa de Lapidot: Lit “mujer de Lapidot”

2. Esposa de Lapidot:

a. Resulta que Lapidot en hebreo quiere decir “relámpago”, a su vez, Barac también por ello algunos estudiosos creen que Barac y Débora eran esposos. Aunque es solo una suposición.

b. Por otra parte, la expresión “mujer de Lapidot” literalmente podría traducirse también “Mujer en llamas o mujer relámpago”. Tal vez de esta manera quería el autor mostrar en su descripción algún rasgo sobresaliente de su personalidad, tal vez quería mostrarnos lo excepcional que era o su espíritu de liderazgo.

c. También, puede querer mostrarnos la procedencia de Débora, así se traduciría: “del pueblo de Lapidot”, pero como no sabemos de algún pueblo con ese nombre en Israel esta traducción es poco probable.

B. Estos datos son para enriquecer nuestro estudio. Apegándonos a las traducciones de los expertos dice allí “mujer de Lapidot”. No sabemos si era madre, probablemente si. Sin embargo tenemos aquí otro rol suyo que también cumplía.



IV. SU CORAJE - LÍDER (Ver 5:7)


A. La situación del entorno de Débora no era sencillo:

1. Jabin oprimía a Israel ya por 20 años (Ver 4: 2 – 3)
2. La inseguridad reinaba (Ver 5: 6 - 7).
3. Ninguno hombre se levantaba (Ver 8).

B. En el verso 7 Débora usa una frase hermosa para referirse a lo que hizo: “Hasta que yo Débora me levanté…”:

1. Hasta que: Esa situación fue así “hasta que”, alguien debía cansarse y ese alguien fue Débora.

2. Me levante: La figura implica que Débora se percibe dormida, sin hacer nada pero ahora cansada de la situación se levanta para hacer algo y que esto cambie.

3. Como “Madre de Israel”: La traducción TLA dice así: “Entonces yo, Débora, me levanté para defender a Israel, como defiende una madre a sus hijos.

C. No olvidemos que ella participo en la batalla contra Sísara, ella estaba allí en el ataque (Ver 4: 10) demostrando su coraje.



Conclusiones:

A. Al estudiar las características de este personaje dos cosas deben ser resaltadas:

1. Integridad: Débora no solo era una cosa era varias cosas a la vez y todas las hacia bien.

2. Ejemplo: Su vida es todo un ejemplo el cual deberíamos imitar.




VERSION LARGA

Había una vez, en los tiempos sombríos de los jueces, cuando el sol sobre la tierra de Israel parecía haber perdido su intensidad y los valles del Jordán se habían vuelto un espejo polvoriento de una gloria olvidada, una mujer cuyo nombre resonaría a través de los siglos como un eco de la voluntad divina. Nos adentramos hoy en la vida de la que, sin lugar a dudas, fue la figura más imponente y luminosa que el Antiguo Testamento nos ha legado en su galería de mujeres extraordinarias. Desde el Pentateuco hasta los primeros libros de la historia de su pueblo, no hubo otra como ella. Débora no es una mujer que se limita a inspirar admiración; ella, en su totalidad, es un alma que seduce, que enamora por la simple majestad de su existencia, por la integridad sin fisuras que habitó en su ser.

En una era donde la sabiduría era una moneda devaluada, y la justicia una quimera que se disipaba en el aire de la corrupción, Débora se levantaba como un faro de lucidez. Los hombres de su tiempo, perdidos en las arenas movedizas de la desidia espiritual, buscaban su consejo. No era una erudita de libros o una política de palacio, sino una fuente de la sabiduría que venía del manantial eterno, una razón que no se encontraba en la lógica humana, sino en el eco de la voz de Dios. Sentada bajo la palmera que llevaría su nombre, un árbol sagrado que se alzaba como un monumento a su discernimiento, ella gobernaba a Israel. Era un espectáculo inusual y digno de una épica: una mujer, en una cultura de hombres, impartiendo justicia entre las tribus de su pueblo, resolviendo conflictos, y siendo el último recurso para la cordura en un mundo que se desmoronaba. Su juicio no era el de una mente fría, sino el de un corazón que entendía la complejidad de la miseria humana, un corazón que sabía que cada disputa era una pequeña herida en el cuerpo colectivo de la nación. Y por cuarenta años, su veredicto fue la única ley que el pueblo de Israel se atrevió a obedecer.

Pero su sabiduría no era su única gracia. Era, además de jueza, una profetisa, una mujer que habitaba en el umbral que separa lo visible de lo invisible, una comunicadora de la voluntad de Dios a un pueblo que había olvidado cómo escuchar. Mientras los israelitas vagaban en el desierto de su propia apostasía, Débora se levantaba con una claridad que cortaba la niebla de la indiferencia. Sus palabras no eran meras predicciones, sino una fuerza viva, una orden de un Dios que había sido olvidado. El llamado a Barac, el comandante de su ejército, es un testimonio de su audacia y su fe. Ella no le pidió; le ordenó. “Ve, y reúne diez mil hombres... porque yo los entregaré en tu mano.” El temor de Barac, su vacilación, su respuesta de niño asustado ante el peso de una responsabilidad que le era ajena (“si tú vas conmigo, yo iré; pero si no vas conmigo, no iré”), es el retrato perfecto de la impotencia masculina de la época. Barac necesitaba una madre que lo tomara de la mano, una voz que lo exhortara y lo guiara en el camino. Y esa fue Débora. Su respuesta, firme como la roca (“iré contigo, mas no será tuya la gloria”), no fue un reproche, sino una lección. Ella, una mujer, debía caminar con un hombre para que él pudiera cumplir la misión que Dios le había encomendado.

En el tapiz de su vida, su identidad estaba tejida con hilos de múltiples colores. Débora no era una figura etérea o una ermitaña solitaria. Era una mujer casada, la "mujer de Lapidot." La frase, en el original hebreo, es un poema en sí misma. “Mujer de Lapidot” puede significar, en su más simple lectura, la esposa de un hombre llamado Lapidot, un nombre que significa “relámpago.” Y algunos, en su fervor por la simetría, se han atrevido a sugerir que Barac, el que brillaba como un relámpago en la batalla, era el mismo Lapidot, el esposo de su corazón. Pero hay una segunda interpretación, mucho más rica, mucho más sugerente, que pinta un retrato de su alma: “Mujer relámpago” o “mujer de fuego.” La idea evoca una personalidad tan luminosa, tan ardiente, tan rápida y resoluta, que se asemeja a una llama. Ella, con su sabiduría de juez, con su voz de profetisa, con el amor que solo una mujer podía sentir por su pueblo, era un relámpago en la oscuridad, una fuerza de la naturaleza, un fuego que ardía en el corazón de una nación apagada. Era, en su esencia, una madre, no solo de sus hijos si es que los tenía, sino de todo un pueblo. Una madre en el sentido más profundo de la palabra, aquella que está dispuesta a dar su vida por la vida de sus hijos.

Y fue precisamente su coraje, su instinto materno, lo que la empujó a la acción. Dieciocho años de opresión, veinte años bajo el yugo de Jabín, un rey cananeo que había sometido a la nación con la crueldad de un tirano. El hierro de sus 900 carros de guerra se había clavado en las espaldas de los israelitas. El miedo y la inseguridad eran los únicos compañeros en los caminos de Judá. En los días de Sisara, el jefe de los ejércitos de Jabín, los viajeros preferían caminar por sendas intrincadas, por senderos de montaña en lugar de las calzadas principales. Los hombres de Israel, la mano derecha de la nación, habían caído en una parálisis moral. No había un solo guerrero, un solo líder que se atreviera a levantar la voz o la espada. Fue entonces, en el cenit de la desesperación, que Débora pronunció las palabras que la inmortalizarían: “Hasta que yo, Débora, me levanté…” Es un lamento y un manifiesto en una sola frase. El “hasta que” es un reconocimiento del hastío, del cansancio de ver la miseria ajena y la cobardía propia. El “me levanté” no es solo un verbo, es una declaración de un alma que se niega a permanecer dormida en la oscuridad, que se sacude el polvo de la pasividad y se yergue con una resolución inquebrantable. Y lo hizo, según la traducción, como una “madre de Israel.” El coraje de Débora no era el del guerrero que anhela la gloria, sino el de la madre que se levanta para proteger a sus hijos.

En la batalla que siguió, ella estaba allí. Su presencia, más poderosa que un ejército, fue la chispa que encendió el fuego en el corazón de los hombres. Y el resto es la historia de la humillación de la tiranía: el ejército de Sisara fue derrotado, su jefe, en su huida, se refugió en la tienda de una mujer, Jael. El hombre que había hecho temblar a una nación entera, que había aterrorizado a los hijos de Israel con el estruendo de sus carros de hierro, murió no por la mano de un hombre, sino por la mano de otra mujer, por la estaca y el martillo de Jael. La victoria fue completa y la profecía de Débora se cumplió al pie de la letra. Y la tierra de Israel, purificada de la opresión, encontró la paz.

Al reflexionar sobre la vida de Débora, dos verdades esenciales se levantan como montañas en el horizonte. La primera, su integridad. Débora no era solo una cosa, sino varias, y todas las hacía con excelencia. Era jueza, profetisa y esposa, y cada una de sus facetas se entrelazaba con la otra para formar una persona completa, una mujer sin fisuras. Su sabiduría no era la de una mente desconectada de Dios, sino el fruto de su espiritualidad. Su coraje no era la de un espíritu rebelde, sino el instinto protector de una madre que amaba a su pueblo. Y su liderazgo no era la ambición de poder, sino la manifestación de su obediencia a un llamado divino. La segunda, su vida es el ejemplo que todos deberíamos imitar. En una época de decadencia, ella se levantó para hacer lo que otros no se atrevieron a hacer. Su vida no fue un accidente de la historia, sino un testimonio de lo que es posible cuando una persona se somete por completo a la voluntad de Dios. Su legado es un recordatorio de que en el corazón de la mujer, y en el corazón de la humanidad, yace el potencial para ser el relámpago que disipa las tinieblas y la madre que defiende a los hijos.



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