Tema: Jueces. Título: El zurdo. Texto: Jueces 3: 12 – 30. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. EL VACÍO DEL LIDERAZGO (Ver 11 – 12).
II. LA CEGUERA DEL CORAZÓN (Ver 14 - 15).
III. LA PECULIARIDAD DEL LLAMADO (Ver 15).
La Mano Inesperada
La tierra de Israel, una vez bañada por el sol de la prosperidad y la piedad, se había convertido en un campo yermo de la memoria. Cuarenta años de paz, cuarenta años bajo la guía firme y sabia del juez Otoniel, se habían desvanecido como el humo de un incienso olvidado. Con su muerte, un vacío se abrió, no solo en la cima del liderazgo, sino en el corazón mismo del pueblo. Como una vid a la que se le ha quitado el soporte, la nación de los hijos de Jacob se desmoronó sobre sí misma. Las lecciones de una generación se marchitaron en la desidia de la siguiente, y las alabanzas al Dios que los había liberado de la esclavitud se ahogaron en el murmullo de los ídolos extranjeros. La santidad se disipó y la oscuridad de la apostasía se asentó sobre los valles y las colinas de Judá.
El ciclo, una melodía amarga y familiar, volvió a sonar. La maldad se enraizó de nuevo en sus almas, un tumor que crecía en la ceguera de sus corazones. Entonces, como un castigo inevitable, surgió un tirano. Desde la frontera oriental, el rey Eglón de Moab, un hombre de apetitos desmesurados y una figura tan grotesca como su nombre –“becerro gordo”–, se levantó contra ellos. Eglón era una mole de carne, un rey tan obeso que su trono parecía una silla de niño bajo su peso. No vino solo; arrastró consigo a las hordas de amonitas y amalecitas, como buitres que siguen al depredador principal. Juntos, se apoderaron de la ciudad de las palmeras, y la opresión se convirtió en la nueva realidad de Israel.
Dieciocho años de yugo. La carga era tan pesada que sus espaldas se curvaron, y la luz en sus ojos se extinguió. El tributo se pagaba con el sudor y la humillación. Pero la pregunta, el eco que resonaba en las almas más sensibles de la nación, era una tortura silenciosa: ¿Por qué tanto tiempo? ¿Por qué la paciencia infinita con la servidumbre? El camino de regreso a Dios era claro, un sendero que sus ancestros habían caminado en innumerables ocasiones. Pero la ceguera del corazón era un velo más espeso que la niebla del amanecer.
Se enceguecieron ante la verdad de su esclavitud, prefiriendo la familiaridad de la miseria a la incertidumbre de un cambio radical. Se enorgullecieron, creyendo que podían soportar su castigo solos, sin doblar la rodilla y pedir clemencia. Y, lo más insidioso de todo, se aferraron a los deleites transitorios de su pecado, una vida de concesiones morales que, aunque les causaba sufrimiento a largo plazo, les ofrecía una comodidad inmediata. Veían el sufrimiento como una condición inevitable de la vida, una penumbra gris en la que se habían acostumbrado a vivir, en lugar de la consecuencia directa de su abandono. El clamor, el grito desesperado de auxilio, se contuvo en sus gargantas hasta que el dolor fue insoportable. Solo entonces, en la última rendición de la desesperación, clamaron a su Dios.
Y, como siempre, el Señor escuchó. Su respuesta no vino en forma de un general imponente, un guerrero de renombre, ni un príncipe de estirpe pura. La liberación llegó a través de la figura más improbable. Se llamaba Aod, hijo de Guerá, de la pequeña tribu de Benjamín.
La ironía del destino estaba tejida en su mismo ser. Benjamín, "hijo de la mano derecha", era la tribu de Aod, pero él, por una rareza de la naturaleza o una deformidad, era un zurdo. La Escritura lo describe con una frase que resonaba con el peso de la marginación: "impedido de la mano derecha." En una cultura donde la mano derecha simbolizaba la fuerza, el honor y la bendición, Aod era, a los ojos de muchos, un contrasentido, un defecto viviente. Su destino parecía ser el del ostracismo, no el del heroísmo.
Pero fue precisamente en esta peculiaridad donde se gestó la venganza divina. Aod, con la astucia del que ha aprendido a vivir al margen, planeó su golpe. Mandó a hacer una daga de un codo de largo, una hoja corta y de doble filo, lo suficientemente pequeña para pasar desapercibida, pero lo suficientemente letal para el propósito que tenía en mente. Y con la quietud de un cazador, se la ciñó al muslo derecho, bajo sus ropas, un lugar donde nadie, y mucho menos un guarda acostumbrado a registrar el lado izquierdo de los hombres, esperaría encontrar un arma.
La ocasión llegó cuando Aod fue designado para llevar el tributo a Eglón. La comitiva marchó hacia el palacio de Moab, con sus rostros marcados por la humillación, y Aod, con una resolución de acero, caminaba entre ellos. Al llegar a la presencia del rey, su presencia opulenta y repulsiva llenó la habitación. Eglón se recostaba en su trono, la grasa de su cuerpo desbordándose, sus ojos pequeños y avariciosos escudriñando los regalos. El tributo fue entregado, y la comitiva se preparaba para partir, pero Aod se detuvo, su voz un susurro que portaba el peso de un secreto.
—Tengo un mensaje secreto para ti, oh rey —dijo.
La frase despertó la curiosidad de Eglón. Con un gesto de su mano gorda, despidió a sus guardias y a todos los que estaban en la sala. La pesada puerta se cerró con un ruido sordo, y la habitación quedó en un silencio opresivo. Eglón, recostado, miró a Aod con ojos de interrogación.
—Tengo una palabra de Dios para ti —dijo Aod, mientras se acercaba.
Un brillo de interés, quizás de misticismo, apareció en los ojos del rey. Con la pesadez de una estatua de piedra, Eglón se levantó de su asiento. Fue un error fatal. La vulnerabilidad de su cuerpo obeso fue el lienzo sobre el que Aod pintaría su destino. Con una rapidez asombrosa, que contradecía la aparente torpeza de su mano izquierda, Aod la desenvainó de su muslo derecho. La hoja de doble filo se hundió en el vientre del rey, tan profundamente que el mango desapareció tras ella. La grasa de Eglón, una especie de armadura natural, se cerró sobre la herida, sellando el arma dentro de su cuerpo.
Eglón dejó escapar un pequeño gemido, una exhalación más que un grito. Su cuerpo se desplomó pesadamente en el suelo. El olor a muerte y a incienso llenó la habitación. Aod, con una calma que desmentía la atrocidad que acababa de cometer, cerró y atrancó las puertas tras de sí. Salió por el pórtico, como si nada hubiera pasado. Los guardias, confiados en la seguridad del rey en la frescura de su habitación, no se inmutaron.
El calor de la tarde se sentía en la piel de Aod mientras caminaba hacia las afueras de la ciudad, sus pasos ligeros, su corazón latiendo con el ritmo de un tambor. El tiempo pasó. El sol se inclinaba hacia el oeste. Los guardias de Eglón esperaban. "Quizás esté aliviándose la naturaleza", pensaban, "en la frescura de la recámara". La tardanza se hizo sospecha, la sospecha se hizo temor, el temor se hizo certeza. Finalmente, tomaron la llave y abrieron las puertas. Encontraron el cuerpo de su rey, inflado por la grasa, postrado en el suelo en un charco de su propia miseria.
Para entonces, Aod ya estaba a salvo, muy lejos, en las colinas de Seirá. Desenfrenado, sin la pesadez de la mentira y el engaño, hizo sonar el cuerno de carnero, el shofar, con toda la fuerza de sus pulmones. El grito de guerra resonó en las colinas de Efraín, un sonido que había estado dormido durante dieciocho años.
—¡Seguidme! —rugió Aod—. ¡Porque el Señor ha entregado a vuestros enemigos, los moabitas, en vuestras manos!
Las palabras, más que una orden, fueron una chispa en la pólvora. Un pueblo que había estado ciego, enorgullecido y resignado al pecado, por fin vio, con la claridad de una revelación, la oportunidad de la libertad. La opresión de Eglón, su gordo cuerpo sin vida, fue el precio que pagaron por su redención. El ejército de Israel, revitalizado por la fe, corrió a la batalla y se apoderó de los vados del Jordán, cortando la retirada a los moabitas. Diez mil hombres de Moab, los más valientes y fuertes, cayeron ese día. La tierra, purificada de la opresión, encontró la paz. Y Aod, el zurdo de Benjamín, el hombre que parecía un error del destino, demostró que en las manos de Dios, hasta la imperfección más evidente puede convertirse en el arma más poderosa.
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