Tema: La pasión. Título: Despreciado, desechado y menospreciado. Texto: Isaías 53:3 Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LOS DESPRECIADORES.
II. LOS DESPRECIOS.
III EL DESPRECIADO.
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Y sin embargo, en la vasta y a menudo brutal historia de la humanidad, hubo un desprecio que sobrepasó cualquier otro en su crueldad y en su alcance. Un desprecio que no solo fue físico y psicológico, sino que se arraigó en la traición, el abandono y la indiferencia de quienes debían haber amado. Hablo del desprecio que sufrió Jesucristo durante su pasión, un desprecio triple, una humillación en espiral que, paradójicamente, se convirtió en la cuna de nuestra salvación. Para entender la magnitud de su sufrimiento y la lección que nos deja, debemos analizar no solo el acto del desprecio, sino también a aquellos que lo infligieron, y por último, la respuesta del propio Despreciado.
El primer círculo de desprecio provino de los despreciadores, aquellos que lo odiaban sin haberlo conocido verdaderamente. Eran los judíos, líderes religiosos de su propio pueblo, quienes lo veían como una amenaza a su autoridad, a sus tradiciones, a su poder. Para ellos, Él no era el Mesías, sino un impostor, un hereje, un blasfemo que se atrevía a igualarse con Dios. Su desprecio era político, religioso, un acto de supervivencia y celos que se manifestó en calumnias, juicios amañados y un grito colectivo de “¡Crucifícale!” que resonó en el palacio de Pilato como el eco de un odio antiguo y profundo. A ellos se unieron los romanos, los soldados de un imperio vasto y cruel, que lo vieron como un simple criminal, un alborotador de provincia. Su desprecio era la indiferencia del poder, la mofa de lo ridículo, el escarnio brutal de los que no ven en el otro más que una pieza desechable en el tablero de sus vidas.
Pero el desprecio más íntimo, el que cortó más hondo, vino de sus amigos más cercanos, sus discípulos. Eran aquellos que habían comido con Él, que habían caminado a su lado, que habían presenciado sus milagros y escuchado sus parábolas. En la hora de su mayor necesidad, cuando los soldados vinieron a arrestarlo, "todos los discípulos, dejándole, huyeron". Fue un abandono colectivo, un acto de cobardía que rompió la comunión de años. Dentro de este grupo, el desprecio tomó formas aún más hirientes. Pedro, la roca sobre la que Él había prometido edificar su iglesia, lo negó tres veces, con vehemencia, ante una simple sirvienta. La negación de Pedro no fue solo un acto de traición, sino una negación de la relación, un desprecio de la identidad de su Maestro. Y luego estaba Judas, el traidor por excelencia, que vendió a su Señor por treinta piezas de plata. La traición de Judas fue un desprecio calculado, un acto de avaricia que se selló con el beso más infame de la historia.
Pero quizás el desprecio más silencioso y solitario de todos vino de su propia familia. A la hora de su muerte, solo su madre, María, estaba junto a la cruz, una imagen de dolor y fidelidad que contrasta con la ausencia de sus hermanos. Los evangelios nos dan una pista inquietante: "Porque ni aun sus hermanos creían en él". Este es un desprecio sutil, doloroso en su quietud. Un desprecio que no viene de la burla o la violencia, sino de la incredulidad. Imaginen el dolor del Hijo de Dios, no solo rechazado por el mundo, sino por aquellos que compartieron con él la mesa familiar, el hogar de su niñez. El desprecio que sufrimos, como el que sufrió Jesús, a menudo viene de diversas fuentes, desde extraños que no nos conocen, hasta amigos en quienes confiamos y a quienes amamos, y en su forma más dolorosa, de nuestra propia familia. Estos últimos son los que más nos hieren, pues el vínculo de la sangre y el afecto hace que la herida sea casi insoportable.
Los desprecios que sufrió Jesús se manifestaron de diversas formas, cada una más cruel que la anterior. Los judíos y romanos lo violentaron, no solo físicamente, sino también psicológicamente. Le escupieron, se mofaron de él, le pusieron una corona de espinas en la cabeza y una caña como cetro, y lo vistieron con un manto de escarlata para burlarse de su supuesta realeza. Los golpes que recibió no solo buscaban causar dolor físico, sino humillarlo, despojarlo de su dignidad. Lo hicieron al insultarlo, al burlarse de él mientras colgaba en la cruz. "Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz", le gritaban, una burla que buscaba quebrantar su espíritu y su fe. El desprecio se manifestó en la calumnia, en las falsas acusaciones que llevaron a su muerte, en la negación de su identidad. Su cuerpo fue flagelado, sus manos y pies fueron traspasados por clavos. Su alma fue desgarrada por la burla de aquellos a quienes había amado y servido.
Y luego está el desprecio de sus amigos, el abandono de los más cercanos. El terror se apoderó de ellos, y en su pánico, huyeron, dejándolo solo ante la oscuridad que se cernía. La negación de Pedro fue un acto de deslealtad pública que reverberó en el corazón de Jesús. Y la traición de Judas fue la traición de un beso, un símbolo de amor que se usó para señalarlo a sus enemigos. Este desprecio fue más doloroso que cualquier golpe, porque fue una herida en la confianza, una traición a la intimidad que habían compartido. Es una herida que muchos de nosotros conocemos bien, el dolor de ser abandonado por aquellos en quienes confiamos, de ser traicionado por aquellos a quienes amamos.
Pero quizás el desprecio más profundo fue el de su propia familia, la incredulidad de sus hermanos. Se mantuvieron ausentes en la hora más oscura de su vida. Mientras Él colgaba en el madero, sufriendo la agonía más terrible que un hombre pudiera soportar, sus hermanos no estaban allí para sostener a su madre, para darle consuelo, o simplemente para mostrar su presencia. La incredulidad de su familia no fue un acto de malicia, sino un acto de indiferencia que duele más que mil calumnias, porque implica una ausencia de amor y de fe.
Y así llegamos al corazón de la lección: la respuesta del Despreciado. Frente a tanto desprecio, violencia y traición, ¿qué hizo Jesús? El apóstol Pedro nos da la respuesta, una respuesta que es tanto un modelo a seguir como un consuelo para el alma herida: "quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente". Su respuesta fue un acto de amor y de fe que se manifestó de tres formas cruciales.
Primero, trató con el odio renunciando a la venganza. Una manera de tratar con el odio en nuestro corazón es negarnos a pagar con la misma moneda. Jesús no respondió a la burla con burla, ni a la violencia con violencia. No respondió a la traición con traición, ni a la negación con negación. Su silencio ante las acusaciones, su mansedumbre ante los golpes, no fueron signos de debilidad, sino la manifestación de una fuerza interior que solo puede provenir de Dios. Fue un acto de perdón radical, una renuncia a su derecho de venganza que, en el proceso, liberó a sus propios verdugos. Es una lección para nosotros: el camino hacia la sanidad no es la venganza, sino el perdón. La respuesta al desprecio no es más desprecio, sino una renuncia al odio que nos encadena.
Segundo, consideró un propósito superior. Jesús soportó el desprecio no por masoquismo, sino por un propósito divino, un objetivo que transcendía el dolor y la humillación del momento. "para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados". Jesús sabía que el fruto de su sufrimiento, de su desprecio, sería la salvación de millones de almas. Su dolor no era sin sentido, sino que estaba enhebrado en el tapiz del plan de redención de Dios. Esto nos da una perspectiva crucial para nuestras propias vidas. El desprecio que sufrimos, las heridas que nos infligen, a menudo no solo nos dejan dolor, sino que también nos dejan lecciones valiosas. Si lo consideramos desde un propósito superior, si lo vemos como una oportunidad para crecer, para aprender, para depender más de Dios, entonces el desprecio se convierte en un catalizador para nuestro crecimiento espiritual. Las heridas pueden convertirse en fuentes de sanidad, las cicatrices en testimonios de la gracia de Dios.
Tercero, se refugió en Dios. "Sino encomendaba la causa al que juzga justamente". En el momento de su mayor soledad, cuando fue abandonado por el mundo, sus amigos y su familia, Jesús se volvió al Padre. Estas palabras implican fe, implican oración, implican una profunda y constante relación con Dios. El desprecio deja vacíos en el corazón que ningún consuelo humano puede llenar. La traición, la humillación, la calumnia, dejan heridas que solo el amor de Dios puede sanar. Jesús nos enseña que el único refugio verdadero en el desierto del desprecio es la presencia de Dios. Encomendar nuestra causa a Él no es un acto de pasividad, sino un acto de fe radical. Es la certeza de que Dios, en su perfecta justicia, vindicará a su siervo, no con violencia, sino con su amor y su gracia.
En un mundo lleno de desprecio, la historia de la pasión de Jesús es un faro de esperanza. Nos muestra que el desprecio, aunque doloroso, no tiene la última palabra. Podemos ser despreciados por extraños, por amigos, por nuestra propia familia, pero en Jesús, tenemos un modelo de cómo responder. Él nos enseña a no pagar el mal con el mal, a ver un propósito más elevado en nuestro sufrimiento y, sobre todo, a refugiarnos en el amor de un Dios que nos ve como valiosos, incluso cuando el mundo nos considera despreciables. El desprecio puede ser una herida, pero en manos de Dios, puede convertirse en la medicina que nos sana, en la lección que nos fortalece, y en el camino que nos acerca a la sanidad interior. En lugar de permitir que el desprecio nos defina, debemos ver cada herida como una oportunidad para reflejar el amor de Cristo, encontrando en su pasión no solo el dolor del desprecio, sino la victoria de un amor que todo lo soporta.
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