Tema: Josué. Título: ¡Alerta! Tu Jordán te Espera: Cómo Cruza el Río Josué (y Tú También) Texto: Josué 3: 1 – 13. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. “Josué se levantó de mañana…” (Ver 1).
II. “reposaron allí antes de pasarlo…” (Ver 1).
III. “marcharéis en pos de ella, a fin de que sepáis…” (Ver 3 – 4).
El sol apenas asomaba, un disco pálido sobre el horizonte aún dormido, cuando "Josué se levantó de mañana..." (Josué 3:1). No esperó a que la pereza, esa niebla densa que se pega al alma, lo envolviera. No se quedó en el letargo de la noche, sumergido en los sueños o en la comodidad del campamento. Se levantó, con la disciplina de quien sabe que el amanecer trae consigo no solo la luz, sino también la tarea, la urgencia de un propósito divino. Este es el primer susurro, la primera enseñanza de cómo se sobrepasan los obstáculos: con una ausencia de pereza que es, en sí misma, una declaración de fe.
Pensemos en el labrador que se levanta antes que el sol, en el pescador que lanza sus redes cuando la luna aún vela, en la madre que vela por sus hijos antes que el mundo despierte. Hay una dignidad en el madrugador, una fuerza silenciosa que anticipa la luz. La pereza, en cambio, es una enfermedad del espíritu, un peso inútil que arrastra el alma hacia el fango de la inacción. Las Escrituras, como un viejo sabio, nos advierten una y otra vez sobre sus garras. Proverbios nos susurra que "La mano de los diligentes enriquece; mas la del perezoso empobrece" (Proverbios 10:4). Nos dice que "la mano de los diligentes gobernará; mas la negligencia será tributaria" (Proverbios 12:24). ¡Y qué verdad más amarga: "El alma del perezoso desea, y nada alcanza; mas el alma de los diligentes será engordada"! (Proverbios 13:4). El perezoso, nos lo grita el texto, "no arará a causa del invierno; pedirá, pues, en la siega, y no hallará" (Proverbios 20:4).
¿Acaso podemos esperar cruzar nuestro Jordán personal si la pereza nos encadena al lecho, a la duda, a la procrastinación? Si el alma se niega a despertar, si el espíritu se arrastra bajo el peso del "después", ¿cómo podrá afrontar la corriente, cómo podrá ver el camino? Josué no tenía tiempo para eso. Delante de él estaba el río crecido, y detrás, la promesa de Dios. El primer paso hacia la victoria es, a menudo, simplemente levantarse. Dejar atrás el sueño, la duda, la inercia. Con esa diligencia del alba, se prepara el alma para la batalla.
Pero la diligencia de Josué no era la de un loco. Había una pausa, un respiro en su avanzar. Nos dice el versículo uno que, habiendo partido de Sitim, llegaron al Jordán y "reposaron allí antes de pasarlo...". No era un afán ciego, una carrera sin sentido. Había un momento para la espera, para el asentamiento, para que el polvo del camino se posara. Y en ese reposo, hay una sabiduría profunda para nuestras almas, a menudo, devoradas por la prisa.
Porque la diligencia no es afán, ni apresuramiento. Es una danza entre la acción y la pausa. Es necesario ser diligente, sí, con el corazón encendido y la mirada en el propósito. Pero esta diligencia debe ser una actitud que se da sus momentos de reposo. Reposo para descansar el cuerpo fatigado, sí, pero también para que el espíritu pueda meditar, para que la mente pueda planear, para que el alma pueda escuchar. Jesús mismo, el Maestro incansable, nos dio ejemplo. Después de enviar a sus discípulos, les dijo: "Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco" (Marcos 6:30-32). Incluso Él, en la misión más urgente, entendía la necesidad de la pausa, del retiro, del aliento. Juan nos muestra a un Jesús cansado, "sentado junto al pozo" (Juan 4:6), tomando un respiro antes de su encuentro con la samaritana, un encuentro que cambiaría vidas.
Y la historia de Marta y María (Lucas 10:38-42) resuena aquí con fuerza. Marta, afanada, turbada por el "mucho servicio", y María, sentada a los pies de Jesús, escogiendo la "buena parte". La diligencia sin reposo se convierte en un remolino, en una carrera sin meta donde el alma se agota y la perspectiva se nubla. Necesitamos la pausa para ver claro, para escuchar la voz de Dios en el bullicio de nuestros días, para trazar el mapa de la próxima etapa. Los obstáculos no se vencen solo con sudor, sino también con el reposo del alma que medita, que planea, que espera en silencio la guía divina. Es en esa calma, donde el Espíritu susurra las estrategias para cruzar lo imposible.
Y así, tras la diligencia del alba y el reposo pensante, llega el corazón mismo del cruce. Después de tres días de quietud junto al río, los oficiales del pueblo se mueven por el campamento, llevando una instrucción que era, a la vez, una revelación y un mapa. "Cuando veáis el arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y los levitas sacerdotes que la llevan, vosotros saldréis de vuestro lugar y marcharéis en pos de ella, a fin de que sepáis el camino que habéis de seguir; por cuanto vosotros no habéis pasado antes por este camino" (Josué 3:3-4). Una distancia de aproximadamente un kilómetro, "dos mil codos", debía separar al pueblo del Arca. Esto no era un capricho. Era para enfatizar el respeto que se debía tener por la presencia de Dios. El Arca no era un simple objeto; era el trono del Rey en medio del pueblo, el lugar donde Él se sentaba, donde Su gloria se manifestaba.
Para vencer los obstáculos, para cruzar los "Jordanes" que se presentan en nuestro camino, la estrategia es clara y sublime: debemos ir tras la presencia de Dios. Esto, para el creyente de hoy, no se limita a un arca visible. Es buscar seriamente Su rostro en ayuno y oración, con la humildad de quien sabe que sin Él, el camino es incierto y la fuerza insuficiente. Es una búsqueda que nace de un corazón hambriento, de un espíritu que anhela la guianza y el respaldo divino.
¿Cómo podemos esperar cruzar el río si no conocemos el camino? Y ¿quién mejor para mostrarlo que Aquel que abrió el Mar Rojo, que proveyó maná en el desierto, que convirtió el agua en vino? Él es el que conoce el sendero en la densa niebla, el que guía el pie por el lugar inexplorado. Seguir Su presencia es rendirse a Su sabiduría, es confiar en Su fidelidad, es permitir que Su poder se manifieste en nuestra debilidad. La distancia que el pueblo debía mantener del Arca no era para alejar a Dios, sino para que Su Majestad fuera palpable, para que la luz del trono iluminara el sendero con claridad. Es ese respeto por Su santidad, por Su gloria, lo que nos permite reconocer Su guía en cada paso incierto.
La presencia de Dios no es una muleta para el cojo; es la fuerza para el débil, la luz para el ciego, el camino para el perdido. En los momentos de incertidumbre, cuando el río ruge amenazante y el futuro se presenta como una pared de agua, nuestro primer y único refugio es clamar a Él, buscar Su rostro con un ayuno que nos vacía de nosotros mismos y una oración que nos llena de Su Espíritu. Es así, y solo así, que obtendremos la guianza que el alma anhela y el respaldo que el corazón necesita para avanzar.
El eco de Josué y los hijos de Israel cruzando el Jordán resuena en cada uno de nosotros que enfrentamos nuestros propios obstáculos. Atravesar los "Jordanes" de la vida exige una mezcla, una alquimia divina: la diligencia de Josué al levantarse temprano, con el alma lista para la batalla del día; la sabiduría de reposar no por pereza, sino para meditar, para planificar, para que la quietud del espíritu permita escuchar los susurros de lo alto. Y, sobre todo, la devoción profunda de seguir la presencia de Dios. Es Él quien abre los caminos, quien seca las aguas, quien convierte la imposibilidad en un sendero. Con Él guiando cada paso, con un corazón libre de pereza y lleno de fe, todo obstáculo se vuelve camino, y la promesa, por lejana que parezca, se convierte en la tierra que nuestros pies pisan. ¿Estás listo para levantar el alma, esperar en quietud, y seguir el Arca hasta el otro lado?
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