Tema: Josué. Título: Del Desierto a la Victoria: El Llamado de Josué para Conquistar tu Tierra Prometida Texto: Josué 1: 1 – 9. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
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El primer eco que resuena en el alma de Josué es el llamado al desafío. Dios, en su sabiduría que no evita el conflicto, no lo invita a un paseo por el campo. La voz que escucha es una orden militar, una declaración de intención audaz: “Levántate y pasa este Jordán”. El río no era solo una corriente de agua; era la última frontera, el símbolo de la transición entre la esclavitud del pasado y la libertad de la promesa. Y la travesía no era para un hombre solo, sino para una nación entera: “tú, y todo este pueblo”. Era el desafío de liderar, de inspirar, de sostener el peso de la fe de millones de personas que habían visto la derrota en cada rostro y el desencanto en cada paso. Pero el llamado no terminaba ahí. La tierra que debían conquistar no era un edén deshabitado, sino un territorio hostil, habitado por enemigos que se habían atrincherado en su idolatría y su violencia. Dios no ocultaba la magnitud del reto, sino que lo ponía sobre la mesa con una precisión escalofriante, delineando cada palmo de tierra desde el desierto hasta el Líbano, desde el gran río Éufrates hasta el Mar Grande. Para Josué, el desafío no era solo militar, sino espiritual, emocional y logístico.
Este llamado ancestral no está enclavado en el pasado; nos habla hoy con la misma urgencia. Para salir de nuestro desierto de derrota, no podemos huir de los desafíos que se nos presentan. El alma humana, en su incesante búsqueda de la comodidad, a menudo prefiere la familiaridad de su desierto a la incierta conquista de su tierra prometida. Nos sentimos más seguros en nuestra zona de confort, aunque sea un lugar de derrota y de esterilidad. Pero la victoria no está al otro lado de un camino fácil; está al final de un camino de desafíos. Dios nos llama a enfrentar nuestras propias Jordanes: las barreras espirituales que nos impiden avanzar; los obstáculos ministeriales que nos abruman; las batallas familiares que parecen insolubles; los retos intelectuales que nos intimidan y las cargas económicas que nos sofocan. Nos llama a liderar nuestra propia vida con la valentía de un guerrero, no solo por nuestra propia victoria, sino por la de aquellos a quienes amamos. El desierto, al final, es un lugar de estancamiento. La vida en la tierra prometida es un constante movimiento hacia la conquista.
Pero en el mismo aliento en que Dios lanza el desafío, también le ofrece a Josué el llamado a la confianza. La voz divina, que podría haber sido abrumadora, se convierte en un susurro de consuelo y una promesa de poder. Dios le asegura a su siervo, con una majestuosa repetición, que no estará solo: “Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida”. Era la promesa de una victoria absoluta sobre todos los enemigos, grandes y pequeños. Y no solo una victoria, sino la seguridad de una presencia constante: “como estuve con Moisés, estaré contigo”. Esta frase, cargada con el peso de la historia, no era solo un recordatorio del pasado, sino una garantía para el futuro. Significaba que el mismo Dios que había dividido el Mar Rojo y hecho manar agua de una roca ahora sería el compañero inseparable de Josué. Dios le prometía su fidelidad: “no te dejaré, ni te desampararé”. Era el ancla del alma en la tormenta, la certeza de que el fundamento de su misión no era su propia fuerza, sino la fuerza del Omnipotente. La conquista de la tierra prometida, le estaba diciendo Dios, no era una hazaña humana, sino un milagro divino.
El mismo consuelo es para nosotros. Vivimos en un mundo que nos dice que debemos ser autosuficientes, que nuestra seguridad reside en nuestra propia fuerza, en nuestras propias habilidades. Pero la palabra de Dios, a través de la historia de Josué, nos llama a confiar en algo más grande. Nos recuerda que, aunque el desierto de nuestra derrota nos haya dejado cicatrices y dudas, las promesas de Dios son un oasis en el alma. Él sigue siendo el mismo Dios, siempre presente, todopoderoso. Su presencia no es una idea abstracta, sino una realidad palpable que nos fortalece en la debilidad. Su fidelidad no es una teoría, sino un escudo que nos protege de la mentira del desamparo. Y la victoria que nos promete no es una utopía, sino una certeza forjada en el sacrificio de la cruz. La confianza en Sus promesas es lo que nos permite dar el primer paso hacia nuestro Jordán, sabiendo que no importa la altura de la montaña o la profundidad del valle, Él está con nosotros.
Pero la confianza no es una emoción pasiva; es un acto que requiere una disciplina. Por eso, el llamado de Dios se convierte en un llamado al cumplimiento. Él le dice a Josué dónde hallará la fuerza para la victoria: en la Ley, en la Palabra. La orden de Dios es tan clara como la luz del día: “No te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra”. La ley no era una cadena, sino un mapa sagrado, una brújula moral. Meditar en ella de día y de noche no era un ejercicio de erudición, sino una forma de vida, una inmersión constante en la mente y el corazón de Dios. Era el fundamento para actuar, para vivir, para prosperar. Josué debía cumplirla al pie de la letra, sabiendo que la promesa de prosperidad no se basaba en la estrategia militar, sino en la obediencia.
Y esta es la lección más difícil para la generación de hoy. Hemos sido criados en una cultura que nos dice que la prosperidad es el resultado de la ambición y el esfuerzo humano. Pero Dios nos recuerda que la verdadera prosperidad, la que nos saca del desierto, es el fruto de la obediencia. La Palabra de Dios no es un accesorio para la vida, sino la vida misma. Es la fuente de la sabiduría, la brújula en la oscuridad, la espada en la batalla. Para salir de nuestro desierto, debemos atesorarla, meditar en ella, y, lo más importante, cumplirla. La promesa de Dios es una semilla que solo florece en el terreno fértil de la obediencia. La victoria no es para los que solo creen, sino para los que obedecen. Y el cumplimiento de Su palabra es el acto que transforma la fe en victoria tangible.
Finalmente, Dios le reitera a Josué, no una, sino tres veces, el llamado al coraje. "Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente", repite una y otra vez. El coraje no es la ausencia de miedo, sino la voluntad de seguir adelante a pesar de él. Dios no estaba diciendo que la tarea sería fácil; estaba diciendo que el valor de Josué sería la clave para el éxito. El coraje es lo que nos permite cruzar el río, enfrentar al enemigo, y caminar sobre las promesas. El coraje es lo que nos impulsa a seguir adelante cuando la fatiga del desierto nos grita que nos detengamos. La valentía es lo que nos da la fuerza para defender la verdad, para vivir una vida de propósito en un mundo de caos, para ser una luz en medio de las tinieblas.
La historia de Josué, en su simplicidad heroica, es la historia de todos nosotros. Todos tenemos un desierto que nos ha marcado, una derrota que nos ha definido, una herida que nos ha dejado con la sensación de que la tierra prometida es un mito. Pero la voz de Dios, que resonó en el alma de Josué, nos llama a despertar de ese letargo y a vivir una vida de propósito. Nos llama a aceptar los desafíos con la valentía de un guerrero, a confiar en Sus promesas con la fe de un niño, a vivir de acuerdo a Su palabra con la obediencia de un siervo, y a marchar hacia el futuro con el coraje de un conquistador. Dios no nos prometió un camino fácil, pero sí un final de victoria. Y la llave para esa victoria no está en nuestra propia fuerza, sino en Su presencia. Así que levántate, sé fuerte y valiente, porque el desierto ya quedó atrás y la tierra de la victoria te espera. ¡Es hora de avanzar!
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