Tema: El llamado. Título: Como correr la carrera. Texto: 1 Cor. 9: 24 – 27. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez.
I. HAY QUE CORRER CON PROPÓSITO (Ver 26).
II HAY QUE CORRER CON DISCIPLINA (Ver 25).
III. HAY QUE CORRER CON DISTINCIÓN (Ver 24).
En su metáfora, el apóstol no desprecia la gloria terrenal del atleta; él la entiende. Conoce la euforia del triunfo, el aroma salino del sudor, la satisfacción de una medalla que cuelga pesadamente al cuello. Sin embargo, en un giro de su pluma, nos recuerda la melancolía inherente a toda victoria humana: las coronas de laurel se marchitan, el bronce se corroe, la memoria se desvanece. En un universo donde todo lo físico tiende al desorden y la desintegración, lo que fue un trofeo de gloria se convierte en un simple despojo del tiempo. No así la corona que se nos ha prometido. Es una presea forjada en una fragua que el tiempo no toca, un galardón imperecedero que espera en un tribunal que no conoce el error, donde la justicia es tan radiante como la aurora.
¿Por qué insiste el apóstol en la recompensa? Porque conoce el áspero sabor del camino. Sabe que la carrera de la vida cristiana no es un paseo dominical por un jardín florido, sino una travesía por un terreno escarpado, una lucha sin tregua contra las fuerzas de la carne y el espíritu. Es una rudeza que puede quebrar la voluntad, una dureza capaz de apagar la llama más ardiente, haciéndonos desistir, desanimarnos, y en ese desánimo, perder el premio. La corona incorruptible, entonces, no es solo el final de la historia, sino el combustible que arde en nuestro interior en los momentos más oscuros, la antorcha que ilumina nuestros pies cuando el camino se torna invisible. Y así, en las páginas de esta antigua carta, hallamos el manual para la victoria, no un manual de tácticas mundanas, sino una guía para la carrera del alma. Nos disponemos a desentrañar los secretos para correr de tal manera que el premio no se nos escape, sino que, por gracia y con esfuerzo, lo alcancemos.
La vida es un verbo en movimiento. La vida es una carrera. En este aforismo, el apóstol nos interpela con una pregunta penetrante: ¿corres con una meta o al azar? Su admonición resuena en el aire como el lamento de una verdad largamente ignorada: "no como a la ventura", "no como quien golpea el aire". Detengámonos en esa imagen. La tragedia de un atleta que lucha contra fantasmas, que agita los brazos en el vacío, es la metáfora más elocuente de una vida vivida sin dirección, sin un propósito claro. Una existencia a la ventura es un barco sin brújula, un vagar sin destino, una agonía sin gloria.
El apóstol nos invita a anclar nuestra alma en una verdad inquebrantable: existe una corona incorruptible. Y en la búsqueda de esta recompensa eterna, nuestra existencia terrenal cobra su más profundo sentido. Cuando el peso de la vida se haga insoportable, cuando los músculos del alma clamen por descanso, cuando el dolor de la fidelidad parezca exceder la fuerza para continuar, debemos elevar nuestra mirada más allá del horizonte inmediato y fijarla en "aquel día". En ese gran tribunal, no de juicio condenatorio, sino de recompensa y reconocimiento, donde cada lágrima de esfuerzo, cada paso de fe, cada acto de amor, será contado y premiado con una corona que no se marchita. La ilustración de una parada militar, con su precisión y su enfoque en un objetivo común, palidece en comparación con la marcha del creyente, cuya disciplina está motivada por una recompensa celestial y no por la simple gloria de un desfile.
Sin embargo, el gran propósito de la corona incorruptible no es una meta distante que ignoramos mientras corremos. Se vive a través de la sumatoria de miles de pequeños propósitos, como las etapas de una gran odisea. Cada día es una etapa, cada hora un paso, cada instante una elección. Pero, por encima de todo, correr con propósito es hacerlo con la mirada fija, inquebrantable, en la figura de Jesús, el autor y consumador de nuestra fe. Él es la razón, el motor, la guía y el destino de la carrera. Correr para Él, por Él y con Él, dota a cada acción de un significado trascendental, convierte la simple lectura de un libro bíblico en una comunión, la oración en un diálogo íntimo, la renuncia a un pecado en un acto de amor y la mejora de un servicio en una ofrenda digna. El gran propósito se nutre de estos pequeños propósitos, cada uno un hito en la carretera hacia la eternidad.
Si la carrera tiene un propósito, la victoria exige una disciplina. La disciplina no es un castigo, sino una forja. El apóstol nos lo recuerda con la contundencia de un entrenador: "el que lucha, de todo se abstiene". Esta es la clave del triunfo en cualquier contienda, un principio universal que en el campo de batalla de la vida cristiana adquiere una dimensión eterna. El deportista terrenal se somete a una disciplina férrea por un premio perecedero. ¿De qué se abstiene? De la comida fácil que debilita el cuerpo, de la pereza que oxida la voluntad, del libertinaje que corrompe el alma. No hay trasnochos, no hay excesos, no hay distracciones. Su vida es una oda a la negación de los placeres inmediatos en pro de una meta distante. Y así lo hace durante años, en un rito de sacrificio que el mundo admira pero no comprende en su totalidad.
Si el precio de una medalla temporal es tan alto, ¿qué nos hace pensar que el premio eterno requiere menos? La disciplina del creyente debe ser infinitamente más profunda. No se trata solo de abstenerse de la "comida chatarra" del mundo. Se trata de despojarnos, como nos exhorta el autor de Hebreos, de todo pecado que nos asedia y de todo peso que nos estorba. El pecado es el lastre más pesado, el ancla que nos mantiene atados a la orilla. Pero también existen pesos que, aunque no son pecados, son equipaje innecesario en la carrera: las preocupaciones mundanas, las ambiciones desmedidas, los placeres fugaces que nos roban el tiempo y la energía. La disciplina cristiana es el arte de la renuncia, de la poda, del despojo, para que el alma pueda correr libre y sin trabas.
La clave de esta disciplina no se halla en un libro de autoayuda o en una técnica de motivación, sino en la poderosa e ineludible verdad del versículo 27: "Pongo mi cuerpo en servidumbre, para que después de haber predicado a otros, yo mismo no sea eliminado." La disciplina es la acción de "obligarnos", no en el sentido de una coerción externa, sino de una auto-compulsión nacida del profundo amor por la meta y del santo temor de perderla. Es la voluntad de forzar al yo perezoso, al yo egoísta, al yo débil, a obedecer a la razón y a la fe. Es una guerra en el interior del ser, y en esa batalla, el alma debe ser el general que doblega a la carne, no el esclavo que la obedece.
Todos corren, pero no todos se distinguen. La distinción es el sello del llamado, la evidencia de que hemos comprendido la magnitud de la carrera. El versículo 24 nos reta a ser el "uno" que se lleva el premio, la figura solitaria que cruza la meta por delante de todos. No es un llamado al elitismo, sino a la excelencia. Es la invitación a correr de manera diferente, con una intensidad y una pasión que elevan el estándar. ¿Quiénes ganan en las competiciones? No los que solo participaron, sino los que pusieron más empeño, los más disciplinados, los que trazaron un plan y no lo abandonaron, los que se negaron a ser vencidos por la fatiga.
El mundo está lleno de cristianos comunes. Son los que sirven con poca diligencia, los que aman con poca pasión, los que oran con poco fervor. Sus vidas son un eco de la superficialidad de la sociedad que los rodea, y sus finales, si no hay un cambio de rumbo, serán igual de comunes y tristes. El llamado a la distinción es un llamado a la rebelión espiritual contra la mediocridad. Nos exige mirar la vida del resto, su poco empeño, su facilidad, su conformidad, y decir, con la firmeza de un juramento sagrado: "YO NO SERÉ IGUAL, YO CORRERÉ DE TAL MANERA QUE GANARÉ EL PREMIO."
La distinción no es para el aplauso de los demás, sino para la gloria de Aquel que nos llamó. Es ser el servidor que pone más amor en su labor, el cristiano que tiene más voluntad en su adoración, el discípulo que persevera con más fuerza en la disciplina. Es una vida que brilla con la luz de una dedicación inquebrantable, un testimonio viviente de que la carrera es real, el premio es eterno y el Juez es digno de todo nuestro esfuerzo.
Correr la carrera de la vida cristiana es más que una simple actividad; es la esencia de nuestra existencia en este mundo. Es un llamado a vivir con intención y dedicación, con el corazón encendido y el alma dispuesta. A través del propósito, cada uno de nuestros pasos se alinea con la meta suprema de la recompensa eterna. La disciplina nos permite despojarnos de todo lo que nos estorba, resistiendo las tentaciones y forjando un espíritu inquebrantable. Y la distinción nos eleva por encima de la mediocridad, haciendo de nuestras vidas un testimonio asombroso del poder de Dios.
Sigamos el ejemplo de aquellos que han luchado y perseverado. Recordemos que el premio nos espera, no una corona de laureles marchitos, sino una joya imperecedera en el tribunal de Cristo. Que esta reflexión nos impulse hacia una vida que glorifique a Dios en cada respiración, en cada esfuerzo. El premio está al alcance, y la victoria, aunque sea un don de la gracia, exige una carrera de entrega total. Que el eco de la promesa nos guíe, y la fortaleza del Espíritu nos sostenga. ¡Correr con todo nuestro ser es lo que nos lleva a la victoria!
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