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BOSQUEJO-SERMÓN: PUESTOS LOS OJOS EN JESUS - EXPLICACIÓN HEBREOS 12: 2 - 3

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BOSQUEJO (VERSIÓN CORTA)

Tema: Peligros para el cristiano. Titulo: Puestos los ojos en Jesús.  Texto: Hebreos 12: 2 - 3.

Introducción:

A. Un peligro común en el que caen los cristianos es en perder la vista, no ha pocos esto los ha llevado a desanimarse en la vida cristiana y aun a abandonarla.

B. Mientras corremos esta carrera, debemos mantenernos enfocados. Debemos concentrarnos en las cosas que evitarán que nos desanimemos mientras corremos. Debemos enfocarnos en Jesús nos dice el autor, no en los demás, no en las circunstancias que vivimos.

C. Para centrarse en Jesús usted debe:

(Dos minutos de lectura)

I. CONSIDERAR SU VIDA - (ver 2a).

A. Poner los ojos en Jesús equivale entre otras cosas, pensar en él, en su vida y hallar en ello la fuerza suficiente para continuar nuestra carrera. Miremos a su vez el versículo tres donde a su vez se nos dice que pensemos en la manera como el fue tratado por los hombres, la manera como el enfrento esa situación, su entereza para no desistir en medio de todo ello y que en esto hallemos ánimos para no desmayar.



II. CONSIDERE SUS RAZONES - (ver 2b)

A. - La Biblia nos dice aquí que Jesús corrió "por el gozo que le fue puesto". Esto quiere decir que Jesús corrió enfocado en su meta. Para Jesús, el gozo estaba en lo que sucedería cuando terminara Su carrera. Para él, el gozo era el día de la redención que produciría lo siguiente:

1. La salvación de todos los creyentes

2. El día en que estaría en el cielo con los redimidos de los siglos.

3. El día en que reclamaría la gloria que había compartido con el Padre desde la eternidad pasada.

4. El día en que habría un cielo nuevo y una tierra nueva donde todos los redimidos estarían adorando al Padre.

5. El día en que la salvación finalmente se complete, el pecado sea destruido para siempre, Satanás sea desterrado para siempre y la justicia perfecta reinará en cada corazón.

B. ¡Es por eso que Jesús corrió! Pudo mirar más allá de la cruz. Pudo despreciar la vergüenza. Pudo pensar más allá de todo lo que sería llamado a enfrentar en este mundo y pudo verte a ti. Él corrió Su carrera por nosotros. Somos lo que motivó el corazón del Salvador a ir a esa cruz y morir. 



Necesitamos llegar al lugar donde podamos mirar más allá de las situaciones y circunstancias de la vida y visualizar ese día cuando nosotros también estaremos en casa con el Salvador.

III. CONSIDERE SU RECOMPENSA (ver 2c).

A. Jesús cumplió su cometido y por ello, hoy esta "sentado a la diestra de Dios", esa fue su recompensa.

B. Lo mismo es cierto para ti y para mi. Cuando pensemos en desmayar pensemos en nuestras recompensas aquí y en la eternidad.



Conclusiones:

En medio de las pruebas, es vital mantener nuestra mirada en Jesús, quien enfrentó dificultades con un propósito claro. Al considerar su vida, razones y la recompensa que recibió, encontramos motivación para perseverar en nuestra propia carrera de fe. Mirar más allá de las circunstancias nos anima a seguir adelante, confiando en que nuestras recompensas nos esperan.


VERSIÓN LARGA

Puestos los ojos en Jesús

Hebreos 12:2-3

Aquel que ha aceptado el desafío de la fe, el que se ha calzado las sandalias para recorrer el camino estrecho, pronto descubre que esta no es una senda de césped recién cortado y brisa amable, sino una carrera, larga y extenuante, a menudo sobre guijarros afilados, bajo un sol que no da tregua. La fatiga es el primer y más sutil de los enemigos, una niebla densa que se asienta no solo en los músculos, sino, con mayor peligro, en el espíritu. Y la fatiga, en su insidioso avance, engendra su más fiel compañera: la pérdida de la vista. No la visión física, por supuesto, sino esa capacidad esencial del alma para discernir el horizonte, para recordar el punto de partida y, más importante aún, para no olvidar por qué se corre.

Es un mal común, esta ceguera espiritual. Uno empieza a mirar los pies del corredor que va adelante, el brillo de sus sandalias o la facilidad aparente con la que sortea un obstáculo que a uno le resulta infranqueable. O peor aún, se detiene a examinar cada dolor, cada ampolla en el talón, cada minúsculo granito de arena que se ha colado en el calzado, magnificando la molestia hasta que esta se vuelve el universo entero. La vista se encoge, se limita a las circunstancias inmediatas, y el corazón se llena de desaliento. El paso se vuelve lento, arrastrado, y no son pocos los que, al final, se rinden, se sientan al borde del camino y ven pasar a otros, sin ya la fuerza, ni la motivación, ni el deseo de unirse a la marcha. La fe, antaño una antorcha ardiente, se convierte en un rescoldo humeante, fácil de extinguir con el primer soplo de viento adverso. Por eso, en este tramo crucial de la carrera, la sabiduría de los antiguos nos grita una instrucción tan simple como vital: “Puestos los ojos en Jesús”. Y la simpleza de la frase es una revelación, un faro en la noche, una brújula en el desierto. Para no desfallecer, para no rendirse, para no sucumbir a la fatiga del alma, debemos enfocar nuestra mirada, no en las heridas del camino, ni en la velocidad de los demás, ni en la pesadez de nuestras cargas, sino en el rostro de Aquel que corrió la carrera suprema.

Considerar Su vida es la primera disciplina. No como un ejercicio de memoria histórica o como la reverencia a un ícono polvoriento, sino como un acto de inmersión profunda, de contemplación radical. Poner los ojos en Jesús significa sumergir la mente en el vasto océano de su existencia terrenal, desde el polvo de Belén hasta la colina del Calvario. Es meditar en la contradicción de un Dios que se hizo carne, que se sometió a las leyes del tiempo y la gravedad, a las imperfecciones de un cuerpo mortal. Es pensar en las manos que moldearon el universo, ahora ocupadas en aserrar madera en una carpintería, o en las palabras que sostienen las estrellas, ahora pronunciadas con acento galileo a pescadores de almas cansadas. Es contemplar no solo al Mesías glorioso, sino al hombre que, en un momento de agotamiento, se quedó dormido en la barca en medio de la tempestad, al que lloró la muerte de un amigo en la tumba de Lázaro, al que sintió la soledad del Getsemaní mientras sus discípulos, pesados por el sueño, no pudieron velar una sola hora con Él.

Es en esta humanidad tan palpable, tan cercana, donde se halla la fuerza que necesitamos. La epístola no nos pide que pensemos en un ser etéreo e invulnerable, sino en Aquel que “sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo”. Contradicción. La palabra resuena con un eco de burla, de injuria, de desprecio. Es la antítesis de lo que merecía. El amor confrontado con el odio; la pureza, con la calumnia; la verdad, con la mentira; la gracia, con la crueldad. Él no solo fue crucificado; fue escarnecido. Su identidad fue objeto de mofa, su sacrificio, de escarnio. Le escupieron, lo abofetearon, le cubrieron los ojos y le pidieron que profetizara quién le había golpeado. Aquel que era la verdad misma, fue tratado como un farsante. Y en medio de esa tormenta de injusticia y vilipendio, no desfalleció. No se rindió a la amargura, no devolvió insulto por insulto, no se dejó vencer por el desaliento que sin duda asaltaba su alma humana. En esa entereza inquebrantable, en esa determinación sobrenatural, encontramos el combustible para nuestra propia carrera. Su resistencia no fue un acto de estoicismo inerte, sino una expresión de propósito y de amor. Pensar en ello, sumergirse en esa contemplación, es recibir un trasplante de Su vigor, una transfusión de Su espíritu indomable. Es entender que si Él, el autor y consumador de la fe, enfrentó la vergüenza y el oprobio, nosotros podemos enfrentar la fatiga y el desprecio con una nueva y más profunda fortaleza.

Pero la mera contemplación de Su vida no es suficiente si no se comprende la razón última que la impulsó. El autor de la epístola nos desvela el misterio: Él corrió “por el gozo puesto delante de Él”. Esta es la verdad que eleva Su sufrimiento de un acto de estoicismo trágico a una gesta de victoria cósmica. Su mirada no estaba fija en los clavos, sino en la gloria que le esperaba al otro lado de la cruz. Este gozo no era un simple placer hedonista, sino la profunda satisfacción de un propósito cumplido. Para Jesús, el gozo era la visión de lo que Su sacrificio haría posible. El gozo era ver, a través del velo del tiempo, el día de la redención. El gozo era la visión, no de uno, sino de un ejército incontable de almas redimidas, lavadas en Su sangre, libres de la culpa y la vergüenza del pecado, ahora de pie en Su presencia.

El gozo era el día en que Él, el que fue rechazado, estaría en el cielo con esos mismos redimidos, no como un extraño, sino como la cabeza de una familia eterna. El gozo era el día en que recuperaría la gloria que había compartido con el Padre desde antes de la creación del mundo, una gloria ahora adornada con las cicatrices del amor, las marcas de Su sacrificio. El gozo era la certeza de que Su obra no había sido en vano, de que Su sufrimiento había sido la semilla de una nueva creación, de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde la justicia reinaría, donde el dolor sería una memoria lejana y donde todos los redimidos, de cada tribu, lengua y nación, estarían unidos en una adoración perfecta y sin fin al Padre.

El gozo era la visión de un universo restaurado, donde el pecado, esa mancha oscura que había corrompido todo lo bello, sería finalmente aniquilado para siempre. El gozo era la certeza de que Satanás, el gran acusador, el arquitecto de la mentira y el engaño, sería desterrado para siempre a la oscuridad, sin poder para tentar o destruir. El gozo era la victoria total y absoluta de la luz sobre la oscuridad, de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. Y en el centro de esa visión, la más dulce de las realidades: el gozo era verte a ti.

Sí, la epístola sugiere una verdad que estremece el alma: “Él corrió Su carrera por nosotros”. La cruz no fue un acto genérico de redención, sino un acto profundamente personal. En la agonía de Su alma, Él te vio a ti, a mí, a cada uno de nosotros. Él vio nuestras luchas, nuestros temores, nuestras debilidades. Vio la carga de nuestra culpa y el peso de nuestra vergüenza. Y Él, en ese acto de amor supremo, corrió la carrera para que nosotros, por Su gracia, no tuviéramos que correrla solos. El gozo puesto delante de Él éramos nosotros. Éramos la motivación de Su corazón, la razón por la que soportó la vergüenza, el motivo por el que bebió la copa hasta el último sorbo amargo. Comprender esta verdad transforma el alma. Nos quita de la introspección dolorosa y nos eleva a una nueva perspectiva: somos la recompensa de Su sufrimiento. Y si Él nos vio, si Él encontró en nosotros la motivación para perseverar, ¿cuánto más debemos nosotros, Su pueblo redimido, encontrar la fuerza en Su sacrificio para seguir adelante? Necesitamos, como Él, llegar al lugar donde podemos mirar más allá de las circunstancias triviales de la vida, más allá de la injusticia y el dolor, y visualizar ese día, el gran día, cuando también nosotros estaremos en casa con el Salvador.

Finalmente, al considerar Su recompensa, encontramos el combustible final para nuestra perseverancia. Jesús cumplió Su cometido. Y por ello, hoy está “sentado a la diestra de Dios”. Este es el acto final de Su glorificación, la culminación de Su carrera. El trono no es solo un asiento de poder, sino la posición de honor y autoridad, el lugar donde el Hijo de Dios, el que se humilló hasta lo sumo, es ahora exaltado sobre toda rodilla y toda lengua. La recompensa no fue un reconocimiento pasajero, sino una posición eterna, un sello divino de Su victoria total sobre el pecado y la muerte.

Y lo mismo es cierto para nosotros. La carrera de la fe no es una marcha sin rumbo; tiene una meta y una recompensa. La epístola no nos dice que la recompensa es solo espiritual o etérea. Por supuesto, la salvación del alma y la vida eterna son las mayores de las dádivas, pero hay más. Nuestras recompensas son la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, nos dará en aquel día. Son las palabras “bien, buen siervo y fiel”. Son el gozo indecible de estar en Su presencia, de verle cara a cara, de caminar con Él en un mundo donde el pecado ya no existe.

Cuando el desaliento nos asalte, cuando los peligros de la vida cristiana nos parezcan demasiado grandes, cuando la fatiga nos susurre al oído que la lucha es vana, debemos pensar no solo en el sufrimiento de Jesús, sino también en Su triunfo. Y en el mismo acto, debemos recordar nuestro propio triunfo futuro. Si Él está sentado a la diestra del Padre, nosotros también, si perseveramos, nos sentaremos con Él. Él corrió Su carrera con los ojos fijos en el gozo de la redención; nosotros debemos correr la nuestra con los ojos fijos en el gozo de la recompensa. Y así, con esa perspectiva anclada en el corazón, podemos correr no solo con paciencia, sino con una esperanza que ilumina cada tramo oscuro del camino. El peligro de perder la vista es real, pero la solución es simple. Levantemos la cabeza. Y, con los ojos bien abiertos, miremos al autor y consumador de nuestra fe.

El camino es largo y las sombras se alargan con cada paso. La fe no nos exime del dolor o del cansancio, pero nos ofrece una brújula infalible para no perdernos. Hemos de recordar que el gran peligro de la carrera no es la caída, sino la desorientación del alma, la pérdida de la perspectiva. Es el olvido de que nuestra historia ya fue escrita, que el final, la victoria, ya ha sido asegurado por Aquel que corrió delante de nosotros.

Al reflexionar sobre la vida y el propósito de Jesús, al contemplar el gozo que le impulsó a seguir, y al vislumbrar la gloria que le fue dada, encontramos la verdadera armadura contra el desaliento. Es un recordatorio de que cada sufrimiento tiene un significado, cada lágrima un propósito, cada paso una razón. La carrera no es un laberinto sin sentido, sino un peregrinaje hacia una recompensa cierta. La clave, entonces, no es apretar los puños o endurecer el corazón, sino suavizar la mirada y levantar los ojos, una y otra vez, hacia Aquel en quien se halla no solo el principio, sino el fin de todas las cosas.

Este borrador es solo el inicio. Siéntase libre de expandir cualquier sección o de explorar un ángulo diferente. El propósito de un escrito tan extenso es permitirle habitar en la idea, darle espacio para que crezca y respire. ¿Hay alguna sección que le gustaría que profundizáramos más, como la naturaleza de la vergüenza que Cristo despreció, o la esperanza de las recompensas futuras?

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