Tema: Discipulado. Título: ¿Quieres un discipulado real? Abre tus ojos a las maravillosas enseñanzas de la Palabra de Dios Texto: Salmo 119: 17 – 24. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I. ES DIOS QUIEN ENSEÑA SU PALABRA (Ver 18).
II. LA PALABRA DE DIOS CONTIENE MARAVILLAS (Ver 18)
III. LA PALABRA DE DIOS DEBE CONVERTIRSE EN NUESTRA DELICIA Y CONSEJERA (Ver 24)
IV. QUIENES SE APARTA DE LA PALABRA SON MALDITOS (Ver 21)
El primer eco que resuena de estos versículos es una verdad que la modernidad, en su arrogancia, ha intentado silenciar: que es Dios, y solo Él, quien nos enseña Su Palabra. El salmista no se jacta de su intelecto, ni de su capacidad para desentrañar por sí mismo los misterios. No, su voz es la de un mendigo ante la puerta del palacio, la de un ciego que suplica por la luz. “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley”, clama. Y más adelante, con la misma desesperación y confianza: “No encubras de mí tus mandamientos”. Estas no son peticiones de un erudito que busca una nueva tesis; son las expresiones de un alma que sabe que la verdadera comprensión no es un logro intelectual, sino un regalo, un acto de gracia. El entendimiento es un velo que se retira, una cortina que se abre, y solo la mano del Autor puede hacerlo. Intentar comprender las Escrituras por nuestra propia fuerza, armados con la razón humana y sin el Espíritu, es como intentar ver las estrellas con la luz del día. El resultado es un destello de confusión, un rumor que se pierde, una certeza que se disuelve en la arena.
Para discernir el corazón de la Escritura, se necesita primero la fe, esa rendición total del intelecto al misterio, y luego la oración, esa conversación fervorosa que invita al Espíritu a ser nuestro guía. El Espíritu Santo no es un comentario a pie de página, sino el iluminador, el que enciende la lámpara en el cuarto oscuro de nuestra comprensión. No debemos dudar de que cada ápice de verdad que nos toca, cada revelación que nos hace estremecer, es un obsequio del ministerio del Espíritu. El apóstol Pablo, el gran intelectual de la fe, lo sabía. En su carta a los efesios, no pide para ellos un aumento de intelecto, sino un “espíritu de sabiduría y revelación” para que los ojos de su corazón fueran “alumbrados”. No pide más capacidad de memorizar, sino más capacidad de ver. De igual forma, Juan nos recuerda que es la unción del Espíritu en nosotros la que nos da la capacidad de “entender todas las cosas”. Es esa presencia, ese fuego sagrado, el que destila el significado, el que hace que las palabras no sean solo tinta sobre papel, sino vida que fluye en nuestras venas. Y en una generosidad que nos desborda, Dios también ha dejado entre nosotros el hermoso ministerio del maestro, un faro humano que el Espíritu usa para guiar a los marineros perdidos. Son los canales, las voces que amplifican la gran voz de Dios, haciendo que la revelación, a veces abrumadora, se convierta en alimento digerible para el alma.
El segundo punto, que se entrelaza con el primero, nos revela la naturaleza misma de lo que buscamos. El salmista no pide ver simples reglas o códigos, sino “las maravillas de tu ley”. La palabra “maravilla” no es un adjetivo superficial. Es un suspiro de asombro. Una maravilla es algo que produce admiración, un suceso que trasciende lo ordinario, un acontecimiento que nos deja sin aliento. Y la Escritura, la palabra de Dios, es en sí misma una maravilla. Es un compendio de lo que es extraordinario. Es la revelación de la persona misma de Dios, una silueta que emerge de las páginas con una majestad que nos hace arrodillarnos. Es el relato, el único relato, de Dios revelado en la persona de Jesucristo, la historia más inverosímil y verdadera que se haya contado, el sacrificio que lo cambió todo. Son las promesas, hilos de oro que se tejen en el manto de nuestra desesperanza, ofreciendo alivio y un mañana. Son las advertencias, susurros de trueno que nos despiertan de la letargia, que nos muestran el precipicio antes de que caigamos. Son los consejos sabios, las hojas de ruta que nos salvan de perdernos en los laberintos de la vida. Y son las profecías, el reloj del universo, que nos muestran que hay un plan, una historia, un Autor.
Es crucial que nunca perdamos nuestra capacidad de asombro ante estas verdades. Jamás debemos dejar que la familiaridad de lo que leemos se convierta en un velo de indiferencia. La Biblia no es un texto antiguo para ser analizado con cinismo o distanciamiento. Es el susurro de la eternidad en el oído del tiempo. Es la sabiduría pura y no contaminada de Dios que nos habla, que nos invita a ver no con ojos de la carne, sino con la visión del alma. Es un pozo de agua viva, y por más que bebamos, siempre habrá una nueva profundidad, una nueva maravilla, que nos deje maravillados y sedientos a la vez. No es una mina que se agota, sino un universo que se expande con cada lectura, con cada oración. El corazón endurecido, el que ha perdido su capacidad de asombro, ya no puede ver las maravillas y la Escritura se convierte en un libro cerrado, pesado, mudo.
El tercer clamor del salmista nos invita a una intimidad aún más profunda. Él dice: “Pues tus testimonios son mis delicias y mis consejeros”. La palabra “delicia” nos transporta al ámbito de lo sensorial, de lo que se saborea y se anhela. Es la comida que nos gusta, esa que ansiamos y que nos llena de alegría. El salmista no veía la Palabra como un deber, una píldora amarga que debía tragar por obligación. No, era su manjar, su postre, su banquete. Y así debería ser para nosotros. ¿Anhelamos la Palabra de Dios con el mismo fervor con que anhelamos nuestra comida favorita? ¿Podríamos devorarla sin cansarnos, siempre queriendo un poco más? El discipulado no es una disciplina de abstinencia, sino un festín de la verdad.
Y si la Palabra es nuestra delicia, es también nuestra consejera. En un mundo saturado de voces, de opiniones, de gurús que ofrecen sabiduría vacía, el salmista nos muestra su refugio. En momentos de confusión e incertidumbre, no recurría a los hombres ni a los expertos, sino a las palabras de Dios. Ella era su GPS, su brújula, su faro. La Escritura no es un manual de autoayuda; es el manual del Creador. Y si nuestra vida se siente como un barco a la deriva, es porque hemos dejado de consultar el mapa. La Palabra no miente, no exagera, no se equivoca. Ofrece el mejor consejo, la guía más segura y la sabiduría que se burla del paso del tiempo. No deberíamos dar un solo paso, no deberíamos tomar una sola decisión, sin haber consultado primero a nuestra Consejera, que es la voz de Dios en el silencio de nuestro corazón.
Finalmente, el salmista nos da una advertencia que resuena con un eco inquietante: que quienes se apartan de la Palabra son “malditos”. Y a los que se alejan, la Biblia les llama “arrogantes”, “orgullosos”. Esta no es una maldición que Dios impone con ira, sino el resultado inevitable de una elección. La maldición no es algo que se le lanza a la persona, sino la condición de un alma que se ha autoexiliado de la fuente de la vida. Es la esterilidad de la vida sin propósito, el desierto de una existencia sin la voz de Dios. ¿Y por qué ocurre esto? El salmista nos da las pistas. Por no valorarla lo suficiente, por no interesarse en ella, por no obedecerla. La arrogancia, el orgullo, es la convicción de que ya lo sabemos todo, de que no necesitamos la guía, de que podemos construir nuestro propio camino. Y el resultado de esa arrogancia es un camino sin luz, una vida sin consejo, una existencia maldita no por una sentencia divina, sino por la propia elección humana. La maldición es la soledad del que se cree autosuficiente. Es el silencio de un universo que ha dejado de hablarle.
El Salmo 119 es una ventana abierta al corazón de un discípulo. Nos enseña que la Palabra de Dios no es un objeto de estudio, sino una persona que nos habla. Para oírla, debemos abrir nuestros ojos con la humildad del ciego que pide ver. Para entenderla, debemos asombrarnos como un niño que descubre el mundo por primera vez. Para vivirla, debemos hacerla nuestra delicia, nuestro manjar más preciado, y nuestra consejera más confiable. Y al hacerlo, nos libramos de la maldición del orgullo, la soledad y la esterilidad. La Biblia es la voz de Dios. Y en el eco de su voz, encontramos nuestra vida.
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