Tema: Levitico. Título: El acto de la consagración parte II. Texto: Levítico 8: 14 – 35. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I. SACRIFICIOS (Ver 14 – 29).
II. BANQUETE (Ver 31 – 32).
III. RETIRO (Ver 33 – 36).
Existe un silencio particular que cae sobre el desierto al final de un rito, un silencio más cargado que el bullicio de los preparativos. El tabernáculo ya no es solo una carpa tejida con lino y pieles; es un cuerpo vivo, un umbral entre la presencia indomable y la carne frágil del hombre. La semana anterior, observamos el preludio, esa danza lenta y precisa de la Presentación que saca al hombre de la multitud, el Baño que declara su limpieza, el Vestido que lo inviste de una dignidad ajena, y la Unción que lo sella con el aceite que fluye desde la corona hasta el borde de la túnica. Aarón y sus hijos estaban allí, transformados, pero la transformación no estaba completa. Faltaban aún los tres actos culminantes, la tríada que sellaría el pacto y haría de estos hombres mortales los oficiantes del misterio: el fuego de los Sacrificios, la alegría de un Banquete compartido, y la soledad purificadora del Retiro. Estos tres movimientos no son meros apéndices del ceremonial, sino la anatomía misma de una vida apartada, la respuesta humana y sangrienta a la gracia divina que ha llamado. Es en el Levítico, en ese texto árido y preciso, donde encontramos la cartografía de la entrega total, y es allí donde debemos detenernos para comprender la verdad esencial de nuestro propio sacerdocio.
La sangre es el pigmento de la consagración. Es la verdad más cruda y menos negociable de la fe antigua. La carne recién ungida no podía entrar en el servicio sin antes ser cubierta y purificada por un derramamiento que gritaba sustitución. En aquel día fundacional se ofrecieron tres sacrificios, una progresión que iba desde la deuda hasta la dádiva, desde el juicio hasta la paz. El primer acto, el Sacrificio de Expiación (vv. 14–17), era la confesión de la impureza incluso dentro de lo elegido. Aunque Aarón y sus hijos habían sido bañados y vestidos, su naturaleza permanecía intacta en su fragilidad. El becerro era inmolado no solo por los pecados de los consagrados, sino también para purificar el templo, el espacio sagrado, asegurando que el lugar donde Dios elegiría encontrarse con el hombre no estuviera contaminado por la sombra humana. Era la limpieza del aire, la declaración de que el oficiante no podía acercarse a la luz sin antes haber reconocido y transferido su oscuridad. El rito era dramático: Aarón y sus hijos colocaban sus manos sobre la cabeza de la víctima, un gesto de transferencia pesada, donde el peso invisible de la culpa se hacía una carga palpable sobre los hombros del animal. El fuego consumía, pero la sangre purificaba, un intercambio que aseguraba la posibilidad del servicio.
Luego venía el Holocausto (vv. 18–21), un sacrificio cuyo sentido trascendía la simple limpieza. En el holocausto, la ofrenda era quemada en su totalidad, convertida en ceniza y en un olor ascendente y dulce. No se reservaba porción para el sacerdote ni para el oferente; todo era para el fuego, todo era para Dios. Este sacrificio era la traducción en carne y humo de la entrega total, la señal de que los consagrados se ofrecían a sí mismos sin reservas, que su vida ya no les pertenecía, sino que era una dádiva envuelta en las llamas del altar. Era la anulación del yo, la promesa de una obediencia sin fisuras. En la teología del holocausto, el sacerdote no solo es limpio, sino que se convierte en una ofrenda perpetua, un vaso disponible cuyo contenido ha sido vaciado para ser llenado solo por el propósito divino.
Y como culminación de esta secuencia, aparecía el Sacrificio de Paz (vv. 22–28), un rito que ya no hablaba de la culpa ni del juicio, sino de la restauración y la acción de gracias. Una vez que el pecado había sido cubierto y la vida había sido entregada, se establecía la paz, la plenitud del Shalom con lo Alto. Era la celebración de la comunión, el reconocimiento de que el camino de regreso había sido abierto por la sangre. Y es dentro de este sacrificio de paz donde se inserta el acto más poético y revelador de la consagración: la aplicación de la sangre. Con una precisión que roza lo quirúrgico, la sangre del carnero era puesta sobre el lóbulo de la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha y el pulgar del pie derecho de Aarón y sus hijos. Este no era un simple salpicón ritual; era un sello sobre las funciones esenciales de la vida sacerdotal. La oreja era consagrada para oír sin interferencias el mandato divino, para que la Palabra fuera la única melodía permitida en el templo interior. La mano era purificada para actuar con limpieza, para que la acción sacerdotal no estuviera manchada por la codicia ni por la negligencia. Y el pie era santificado para caminar por los senderos de la obediencia, para llevar la presencia de Dios a donde Él ordenara. Era un pacto tridimensional que abarcaba la percepción, la acción y la dirección del destino.
Pero el cristiano, ese sacerdote ungido no con aceite, sino con el Espíritu, mira estos ritos y reconoce su fin. Para nuestra consagración, la pluralidad de sacrificios ha sido subsumida en una unidad perfecta. Solo fue necesario un Sacrificio Único, el de Cristo en la cruz del Calvario. La sangre de toros y machos cabríos, que solo podía cubrir de forma temporal, fue sustituida por la Sangre del Cordero inmaculado, que limpia de forma eterna. El ritual se hizo Persona, y en esa unicidad se encuentran todos los efectos que aquellos tres sacrificios antiguos apenas podían prefigurar. La sangre de Cristo opera una transformación que es a la vez legal, existencial y continua. En la epístola a los Romanos (5:9), Pablo nos recuerda que Su sangre nos Justificó, que hemos sido declarados justos por un veredicto divino que no se puede revocar. El autor de Hebreos (9:12) nos enseña que esa misma sangre nos Redimió, comprándonos de la esclavitud con un precio total, un acto de liberación que no requiere repetición. Y la sangre de Cristo no solo limpia el expediente, sino que Limpia la Conciencia (Hebreos 9:14), disolviendo la voz corrosiva de la culpa que atormenta el alma. Es un bálsamo que nos permite vivir sin la sombra perpetua del error pasado.
Esta sangre, vertida en Gólgota, nos Permite tener Comunión con Dios (Hebreos 10:19), rasgando el velo que separaba al hombre del Santo, dándonos un acceso audaz y directo al trono de la gracia, haciendo de cada creyente un oficiante sin necesidad de un mediador terrenal. Es la sangre que nos Santifica (Hebreos 10:29), no en el sentido estático de una posición legal, sino en la dinámica de un proceso continuo donde somos apartados de lo profano para el uso exclusivo de lo sagrado. Y en la síntesis de todo, Efesios (1:7) declara que en Él tenemos Perdón, una palabra que cancela, borra y anula la deuda para siempre. Nuestro sacerdocio, por lo tanto, comienza en la certeza de que la ofrenda ya fue hecha. Hemos sido ungidos, vestidos y, sobre todo, cubiertos por una Sangre que es superior a todo ritual, y esta verdad nos libera para el servicio.
Una vez que el fuego ha menguado y la sangre ha sellado el pacto en la carne, el tono cambia. La severidad del holocausto cede ante la alegría mesurada del Banquete (vv. 31–32). En la ofrenda de paz, el oferente podía convidar a su familia y amigos a comer su porción de la carne; era un acto social y de agradecimiento. Pero en la consagración de Aarón, el banquete tenía una restricción clara y simbólica: se disfrutaba entre los consagrados. Era una mesa reservada, una comunión de los apartados. Ellos debían comer la carne y el pan sin levadura en la entrada del tabernáculo, compartiendo el mismo alimento sacrificial, lo que constituía el acto más elocuente de la unidad y la fraternidad que debe existir entre los que sirven. El sacerdocio no es una vocación solitaria; es una comunidad de destino. El comer del mismo pan y de la misma carne los vinculaba en una dependencia mutua, haciendo de la fuerza del uno la fuerza del otro.
La misión, la obra extendida del sacerdocio, se hace eco de esta verdad con una urgencia palpable. ¿Cómo podría un solo hombre llevar la carga del Evangelio a la vastedad del mundo sin el apoyo, la crítica constructiva y la intercesión de su hermano? Lucas (10:1) nos da el principio fundacional: el envío de los discípulos a la misión de dos en dos. La compañía es el antídoto contra el desaliento, el testigo en el momento de la prueba, la corrección cuando el paso se desvía. El banquete sacerdotal en Levítico es el antecedente de esta mesa compartida en el Nuevo Testamento.
La vida de Pablo, el apóstol de los gentiles, se convierte en el testimonio más glorioso de esta unidad ministerial. Su epopeya no fue un monólogo de un héroe solitario. Al contrario, fue una sinfonía compleja tocada por una orquesta de almas diversas. Las epístolas nos revelan que por lo menos cincuenta personas colaboraron con su misión, cada una aportando un color, una habilidad o un recurso diferente. Su equipo era un microcosmos de la iglesia universal, un banquete de diversidad que rompía todas las barreras sociales y culturales de la época. Había Hombres de la talla de Timoteo, su hijo en la fe, cuya juventud fue templada por la sabiduría de Pablo; Tito, el estratega de las misiones difíciles; Sóstenes, el ex-líder de la sinagoga convertido; Silvano y Clemente, obreros incansables. Pero también estaban las Mujeres, pilares esenciales y a menudo silenciados: Febe, la diaconisa que transportaba la correspondencia apostólica; Lidia, la empresaria que abrió su casa como centro de misión; Ninfa, Pérside, Evodia y Síntique, cuyo servicio era vital para la iglesia doméstica. El equipo se extendía a los Matrimonios, como Aquila y Prisca, cuya tienda se convirtió en una escuela de teología y un refugio seguro; y a Andrónico y Junias, parientes y colaboradores de Pablo.
La mesa de la misión era una mesa de extremos reconciliados: estaban los Ricos como Filemón, cuya hacienda y generosidad sostenían la obra; y estaban los Esclavos como Onésimo, cuya historia de redención era el testimonio vivo del poder del Evangelio. Había Convertidos de origen judío como Bernabé y Silas, que entendían la raíz hebrea de la fe, y Provenientes del paganismo como Trófimo, que representaban la cosecha de las naciones. Este banquete de la misión era la prueba de que el sacerdocio de Cristo se manifiesta en la cooperación, en la inclusión y en la interdependencia. La soledad es enemiga de la consagración. El sacerdote ungido, el misionero enviado, debe buscar y cultivar esta unidad, pues es en la mesa compartida donde se encuentra la fuerza para el viaje. La comunión es el cuerpo que soporta el alma.
Y después de los sacrificios que limpiaron y la comida que unió, venía la exigencia más austera y, quizás, la más difícil para la mentalidad moderna: el Retiro (vv. 33–36). La consagración no se completaba en un instante de fuego y sangre; era un proceso que requería tiempo, siete días. Durante esta semana completa, los sacerdotes debían permanecer dentro del tabernáculo, en un estado de confinamiento sagrado. Era un tiempo de incubación, una pausa forzada entre la unción y la acción. Cada uno de esos siete días, los mismos sacrificios se ofrecían de nuevo, no porque la primera ofrenda hubiera fallado, sino para que la verdad del sacrificio se interiorizara y se hiciera parte de la naturaleza misma de los consagrados.
Este retiro es la lección suprema sobre la dedicación total y la permanencia. Los sacerdotes no podían salir, estaban apartados totalmente para Dios. La unción necesitaba secarse en la quietud, el aroma del incienso debía permear las vestiduras, y la verdad de la sangre debía grabarse en la conciencia. Era el tiempo necesario para que el oficiante se acostumbrara a la presencia constante de lo Santo, para que su oído, su mano y su pie se alinearan perfectamente con la voluntad que habían prometido seguir. La Misión, el servicio, la labor cotidiana, debía nacer de esta quietud saturada de lo divino.
Este último punto resuena en la epístola del Nuevo Testamento con una resonancia ética implacable. El retiro del sacerdote de hoy no es un encierro físico en una tienda, sino una separación espiritual constante. Pablo, en la segunda carta a los Corintios (6:14–18), lo traduce en un imperativo moral y relacional: "No os unáis en yugo desigual con los incrédulos." La consagración se demuestra en la elección de lo que se comparte, de las alianzas que se forman y de las influencias que se permiten en el templo interior del creyente. La luz no puede tener comunión con las tinieblas; el templo de Dios no puede mezclarse con los ídolos. La dedicación total exige una vigilancia perpetua sobre el alma, una negación a ceder la soberanía de la vida a las voces profanas del mundo.
El sacerdote debe vivir en un estado de consagración continua, un retiro que se lleva a cabo en medio del ruido de la ciudad. No es el abandono del mundo, sino el establecimiento de un tabernáculo interior donde la intimidad con Dios es la regla y no la excepción. Sin este retiro del corazón, sin esta disciplina de la permanencia en la Palabra y la oración, el sacrificio de Cristo se convierte en una justificación teológica sin poder práctico, y el banquete de la comunión se reduce a una simple reunión social. El servicio que surge de un alma no retirada, no consagrada, es un servicio vacío, sin el fuego del Espíritu.
La obra sacerdotal, la Misión que nos ha sido encomendada, se sostiene sobre esta tríada ineludible. El Sacrificio nos garantiza la limpieza y la cobertura total a través de Cristo. El Banquete nos asegura la fuerza a través de la unidad y el apoyo mutuo. Y el Retiro nos exige la dedicación total, la permanencia en el espacio sagrado, la negación del yo para que Dios sea todo en todos. Somos un sacerdocio justificado por la sangre, unidos por la mesa, y comisionados por el espíritu de la permanencia. La vida del creyente es el nuevo tabernáculo, y nuestra existencia es el servicio perpetuo, sin excusas ni reversa, hasta que el que nos llamó venga a recibir su ofrenda. Nuestra tarea es sencilla y monumental: honrar el único Sacrificio con una vida de comunión inquebrantable y una dedicación sin fisuras. Es allí, en la convergencia de la sangre, el pan y el silencio, donde la consagración se realiza plenamente.
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