Tema: Génesis. Título: Esau vende su primogenitura. Texto: Génesis 25: 27 – 34. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I EL ACTUAR DE LOS PADRES (Ver 27 - 28)
II EL ACTUAR DE JACOB (ver 29 – 31)
III EL ACTUAR DE ESAU (Ver 32 – 34)
El vasto y complejo tapiz del libro de Génesis no solo narra los orígenes del cosmos y de la humanidad, sino que, de manera más íntima y punzante, se sumerge en la psique de las primeras familias. Hoy, nuestra reflexión se posa en la casa de Isaac y Rebeca, en la dicotomía existencial de sus hijos, Jacob y Esaú, pues en sus acciones y en sus fatales decisiones se esconde un espejo donde la humanidad todavía puede contemplar sus propias debilidades, sus ambiciones mal dirigidas y el costo incalculable de un valor mal ponderado. Analizaremos las profundidades de este drama doméstico con el fin de extraer lecciones que trascienden el tiempo y que tienen una aplicación práctica y urgente en la vida de todo aquel que se enfrenta a la encrucijada entre lo inmediato y lo eterno.
El relato bíblico comienza, no con una exposición teológica, sino con una simple y profunda descripción de carácter, un contraste que ya presagia el conflicto venidero. Se nos presenta a Esaú, el primogénito, como un hombre de acción, un cazador incansable y un hombre de campo, cuya vida estaba tejida con la rudeza de la intemperie y el pragmatismo del músculo. Era, en la concepción antigua, un hombre de la tierra, visceral y tangible. Jacob, en cambio, es retratado como un habitante de tiendas, un hombre tranquilo, una figura más reflexiva, acaso más estratégica, cuyo temperamento lo inclinaba hacia la quietud de la morada y la meditación interna. Este dualismo de temperamentos, lejos de ser complementario, se convirtió en la fuente de una división aún más trágica, que es el favoritismo parental. Isaac, atraído por la virilidad indómita y el fruto tangible de la caza, prefería a Esaú; Rebeca, reconociendo quizás una afinidad de carácter o una visión más estratégica para el futuro, prefería a Jacob. Esta simple verdad doméstica se revela como un veneno sutil que carcome los cimientos de la armonía familiar. Los padres no deben, bajo ninguna circunstancia, privilegiar a unos hijos por encima de otros. Si bien es una verdad ineludible que los seres humanos, incluidos los progenitores, pueden sentir una afinidad o atracción natural por un hijo que resuena más con su propia alma, esta inclinación jamás debe verbalizarse o demostrarse a través de acciones, pues sus consecuencias se extienden como cicatrices generacionales. La tragedia del favoritismo se bifurca en dos caminos de destrucción psicológica. Por un lado, el hijo favorecido crece con la peligrosa creencia de que le asiste el derecho de poseer lo que desea, cuando lo desea, sin enfrentar las consecuencias naturales de su comportamiento; la seguridad incondicional del amor sesgado lo reviste de una inmadurez emocional que lo inhabilita para enfrentar la realidad de un mundo que no siempre está dispuesto a ceder. Por otro lado, los hijos desfavorecidos, aquellos que no fueron elegidos, enfrentan una batalla interna más compleja: si logran digerir la situación con una madurez inusual, pueden volverse más independientes y resolutivos que sus hermanos preferidos, endurecidos por la necesidad de autoafirmación. Sin embargo, para la mayoría, esta situación se convierte en un nicho de conflicto hirviente, generando resentimiento profundo, ansiedad y un caldo de cultivo para la depresión futura. La casa de Isaac se convierte así en el paradigma de cómo la falta de equidad en el amor siembra la cizaña que el juicio humano cosechará más tarde.
Es en este ambiente cargado de preferencias y rivalidades silenciosas donde surge el acto que define el destino de dos naciones. Un día cualquiera, desprovisto de toda solemnidad, Jacob estaba inmerso en la calma de su tienda, cocinando un guiso de lentejas, cuyo aroma humilde y terrenal llenaba el aire. Esaú, volviendo de su faena de cazador, agotado y presa de una fatiga extrema, irrumpió en la escena. Su súplica fue inmediata, visceral y nacida de la necesidad física: pidió a Jacob de aquel guiso rojizo. Y es aquí donde la astucia calculadora de Jacob, alimentada por el resentimiento y el deseo insatisfecho de lo que consideraba suyo por derecho divino (la profecía), se manifestó en un acto de cuestionable moralidad. Jacob aprovechó la oportunidad para "negociar" con su hermano, no ofreciendo el plato por caridad fraterna, sino exigiendo la primogenitura como pago. La primogenitura, en aquella cultura, no era un mero título nobiliario; era el crisol de la bendición familiar, que confería al hijo varón mayor la dirección de la familia, una doble porción de la herencia material, la autoridad sacerdotal dentro del clan y, crucialmente, los derechos de dinastía, que en este linaje particular de Abraham implicaban la promesa mesiánica. Jacob ardía en el deseo de poseer esto para sí. La urgencia de Esaú se convirtió en la palanca de la ambición de Jacob, quien actuó de una manera profundamente cuestionable. Lo correcto, lo que el amor fraterno hubiera dictado, habría sido simplemente alimentar a su hermano sin ninguna contraprestación, una simple deferencia humana ante el agotamiento. Sin embargo, en el cálculo de Jacob se puede ver la dolorosa secuela del favoritismo y la competencia tóxica que este había creado entre los hermanos. Jacob, con seguridad consciente de la profecía que Dios había dado a Rebeca antes de su nacimiento (Génesis
No obstante, en Jacob encontramos una ilustración magistral, aunque incómoda, de un principio teológico profundo: Dios cumple Sus planes a pesar de la maldad humana. El Señor utiliza los actos torcidos y pecaminosos de los hombres para redirigir los acontecimientos y cumplir Sus fines inmutables. Es por este acto fraudulento de la compra-venta que la nación de Israel no siguió la línea a través de Esaú, que habría sido lo común por ser el primogénito, sino a través de Jacob, en cumplimiento de la profecía que se había dado. Y esto ocurre sin que Dios sea el autor o el causante de pecado alguno; el mal deseo proviene del propio hombre (Santiago
Finalmente, la tragedia alcanza su punto culminante en el actuar de Esaú (Génesis
El capítulo final del drama de Esaú se encuentra en la amarga realidad de la irreversibilidad. Que no nos ocurra como a Esaú que, después de haber vendido su alma por un plato, deseó recobrar la bendición y ya no pudo (Hebreos
La historia de Jacob y Esaú, de Isaac y Rebeca, es una confrontación directa con el alma humana. Es una enseñanza sombría pero urgente: no debemos usar medios dudosos o fraudulentos para alcanzar fines que consideramos buenos, ni debemos jamás, bajo la presión de la necesidad o el deseo inmediato, menospreciar las bendiciones invaluables de Dios por placeres irrisorios, por un plato de lentejas. Si actuamos como Esaú, movidos por la urgencia carnal y el desprecio por lo sagrado, nos convertiremos en profanos y perderemos nuestra herencia. Aunque el pecado de la venta sea perdonado por la gracia, las consecuencias de haberla perdido persisten en la memoria y en la historia. La lección final es una invitación a la introspección severa: ¿cuánto del favoritismo negligente de Isaac y Rebeca, de la ambición calculadora de Jacob, o del menosprecio profano de Esaú reside en nuestro propio corazón y moldea nuestras decisiones diarias? La sabiduría reside en valorar lo invisible sobre lo visible, lo eterno sobre lo inmediato.
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