✝️Tema: Génesis. ✝️Titulo: Sobre Sara ✝️Texto: Génesis 16: 1 – 16. . ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I. SARA ES IMPACIENTE (1 – 4)
II. SARA ES IMPENITENTE (4c – 5).
III. SARA ES IMPLACABLE (Ver 6)
En las palabras del Génesis, capítulo
16, versículos 1 al 16, vemos el papel central de Sarai en esta desafortunada,
pero profundamente instructiva, relación. Ella, la mujer de la promesa, la
madre de naciones en el corazón de Dios, nos revelará cómo incluso los siervos
más devotos pueden desviarse cuando el camino de la fe se vuelve largo y
empedrado.
Han pasado casi diez años. Imagínense.
Diez años desde que Dios pronunció esa promesa asombrosa a Abraham: una
descendencia numerosa como las estrellas del cielo, y una tierra que sería suya
para siempre. ¡Una promesa que cambiaría el mundo! Dios la había afirmado y
confirmado, una y otra vez, en Génesis 12:7, 13:15, y 15:18. La palabra de Dios
era clara, rotunda, innegable. Sin embargo, el tiempo pasa. Y en ese espacio de
espera, en esa temporada de silencio divino, una sombra comienza a crecer en el
corazón de Sarai: la impaciencia.
La impaciencia es ese sentimiento
corrosivo que surge en nosotros cuando nos cansamos de esperar. Es la voz
sutil, o a veces atronadora, que nos susurra: "Dios es lento. Tienes que
ayudarlo un poco. Dale una manito al destino". Y así, la impaciencia nos
empuja a buscar "trampas", a inventar planes que no nacen de la fe y
la confianza en la providencia de Dios, sino de la desesperación humana. Sarai,
en su angustia por no tener hijos, lo hizo. Ella, la mujer que había seguido a
Abraham por tierras extrañas, la que había creído en la promesa de una
descendencia, ahora ideaba un plan. Con el corazón roto por la esterilidad, le
rogó a Abraham que tuviera relaciones sexuales con su esclava, Agar. Era una
costumbre de la época, sí, una práctica legal, pero ¡ay!, legal no siempre
significa divino. Y Abraham, sin reparos, accedió.
Aquí, mis amigos, se levanta un espejo
para cada uno de nosotros. ¿Cuántas veces nos hemos encontrado en esta misma
encrucijada? Sabemos que Dios ha prometido proveernos lo necesario, lo básico
para nuestras vidas, como el mismo Jesús nos asegura en Mateo 6:31-34. Él dice:
"No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué
vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre
celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas." Pero cuando
vemos que esta promesa parece demorarse, cuando el pan escasea o la puerta no
se abre, ¿qué hacemos? Ah, la impaciencia nos tienta. Nos inclinamos a robar, a
engañar, a mentir, a dejar de congregarnos, a meternos en relaciones que no nos
convienen, a tomar atajos que nos prometen una solución rápida, pero que en
realidad nos alejan del camino de Dios.
Déjenme decirles esto con todo el peso
de la verdad: hacer esto nunca, bajo ninguna circunstancia, será bueno. Las
"ayuditas" a Dios siempre traen consecuencias amargas. El fruto de la
"brillante" decisión de Sarai fue el nacimiento de Ismael. Y como
bien saben, los descendientes de Ismael, el pueblo árabe, son hasta el día de
hoy una de las principales "piedras en el zapato" del pueblo de Dios,
una fuente interminable de conflicto. La impaciencia de una mujer, un plan
humano para acelerar la promesa divina, sembró las semillas de siglos de
discordia.
Amigos, los tiempos de espera no son
vacíos. No son un paréntesis en la historia de Dios. Esos tiempos de silencio y
aparente inacción son, en realidad, pruebas. Son el crisol donde Dios espera
que actuemos como hijos e hijas Suyos, con una fe inquebrantable y una
confianza total en Sus promesas, sin importar lo imposible que parezca la
situación. Es en la espera donde nuestra fe se forja y se demuestra. Es en la
quietud donde Dios nos invita a descansar en Su soberanía perfecta. Él no
necesita nuestra "ayuda" para cumplir Sus propósitos; Él nos invita a
confiar en Él mientras Él los cumple a Su manera y en Su tiempo.
Ahora, si creíamos que la impaciencia de
Sarai era el punto más bajo, la historia da un giro aún más doloroso. Cuando
Agar se dio cuenta de que estaba embarazada, algo cambió en su corazón. Comenzó
a mirar con desprecio a su señora, Sarai (ver 4c). De repente, la esclava se
sintió superior a la que era su ama. Y la reacción de Sarai es reveladora, y
tristemente familiar. Ella no se arrepiente de su plan inicial. No dice:
"¡Ay, qué error he cometido al no confiar en Dios!" En cambio, se
vuelve a Abraham y le recrimina de una forma que nos deja sin aliento. Ella lo
acusa, como si la idea y, por tanto, la culpa de su actual humillación fuera
enteramente de él y no de ella.
Escuchen sus palabras en el versículo 5:
"Mi agravio sea sobre ti." En otras palabras: "¡La culpa de lo
que me pasa es tuya! Tú eres el responsable de esta humillación." Y luego,
con una audacia que asombra: "Jehová juzgue entre tú y yo." ¡Que el
Señor decida quién tiene la culpa aquí, entre tú y yo!
Al leer esto, uno queda realmente
impresionado. ¿Quién tuvo la iniciativa? ¿Quién le rogó a quién? Recordemos que
la Biblia dice claramente que Sarai le rogó a Abraham que hiciera esto. Si bien
es cierto que Abraham no debió haber accedido y tiene su parte de culpa por su
pasividad, la mayor responsabilidad, la iniciativa, la decisión original, recae
en Sarai.
Y aquí, mis amigos, se revela una de
nuestras estrategias favoritas, una de las artimañas más antiguas del corazón
humano: la impenitencia, la negación de la culpa. Es rehuir nuestra
responsabilidad, no querer aceptar las consecuencias de nuestros errores y,
como si fuera poco, buscar a quien culpar. Es una táctica de evasión que vemos
en todas partes.
- El
estudiante que dice: "¡Pasé el año!" cuando lo aprueba, pero
cuando lo pierde dice: "¡Me rajaron!"
- El
trabajador que exclama: "¡Logré un ascenso!" cuando lo
promueven, pero cuando lo despiden dice: "¡Me echaron!"
- ¿Con
qué frecuencia oímos expresiones como: "Yo insulté," "Yo
choqué," "Yo administré mal," "Yo me equivoqué,"
"Yo no estudié,"
"Yo fallé," "Yo llegué tarde," "Yo cometí el error," "Yo me comporté mal," "Yo estoy alcoholizado," "Yo lo eché a perder," "Yo no sabía la respuesta," "Yo no tengo capacidad para ese cargo"? Pocas veces, ¿verdad?
Hablamos sin cesar de nuestros derechos,
pero poco de nuestros deberes y responsabilidades. Esto, mis amigos, es una
señal clara de inmadurez espiritual y emocional, una manifestación de egolatría
que se niega a reconocer su propia falibilidad. Es como si el ego se empeñara
en ser siempre la víctima o el héroe, nunca el culpable. Pero la madurez en la
fe nos llama a otra cosa. Nos llama a la humildad, al arrepentimiento, a la
responsabilidad. Nos llama a hacernos cargo de nosotros mismos y de nuestros
actos. Cuando la vida nos golpea por nuestras propias decisiones, no es el
momento de buscar chivos expiatorios, sino de humillarnos ante Dios y de asumir
las consecuencias, sabiendo que Él es el único que puede redimir hasta nuestros
mayores errores.
Y el tercer acto de este drama, la
tercera sombra que proyecta Sarai, es la implacabilidad. La historia de la
impaciencia y la impenitencia culmina en un acto de crueldad que nos recuerda
cuán fácilmente la amargura y el orgullo pueden envenenar el alma.
La reacción de Abraham, lamentablemente,
es la de lavarse las manos y permitir que Sarai tomara la "justicia"
por su propia cuenta. En el versículo 6, él le dice: "He ahí tu sierva en
tu mano; haz con ella lo que bien te parezca." Y Sarai, con el corazón
endurecido por el resentimiento y el desprecio de Agar, comenzó a vengarse
inmisericordemente de ella. La palabra hebrea utilizada aquí, anah, es
brutalmente expresiva. No solo significa "afligir" o
"maltratar", sino que se puede traducir como abatir, debilitar,
deshonrar, humillar, molestar, oprimir, quebrantar, ejercer violencia. Sarai la
maltrató de tal manera que Agar, embarazada y sola, huyó al desierto para
escapar de su implacable tormento.
¿No les suena esto familiar? ¿Cuántas
veces somos como Sarai? Cuando alguien nos hiere, o incluso cuando las
consecuencias de nuestras propias acciones nos duelen, tomamos una actitud de
venganza, de desquite. Nuestra mente se llena de frases como: "Podrás
destrozar mis otras pasiones; pero queda mi venganza, una venganza que a partir
de ahora me será más querida que la luz o los alimentos." Es el eco de la
famosa cita de Lord Byron, que captura la oscuridad de un corazón que se
deleita en la retaliación.
Pero, mis amigos, la Palabra de Dios
tiene algo muy diferente que decirnos. Proverbios 20:22 nos advierte: "No
digas: Yo me vengaré de este mal; espera a Jehová, y él te librará."
La venganza es, por sí misma, una
vergüenza para el creyente. Pagar MAL POR MAL es la práctica común del mundo.
La gente habla de desquitarse, de ajustar las cuentas, de darle a alguien
"su merecido". Pero este deleite en la venganza no debería tener
lugar en las vidas de los hijos de Dios. No nos corresponde a nosotros empuñar
la balanza de la justicia. La venganza es una prerrogativa exclusiva de Dios.
Romanos 12:19 es claro: "No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino
dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo
pagaré, dice el Señor."
Cuando el corazón se endurece, cuando la
impaciencia da paso a la impenitencia y esta a la implacabilidad, terminamos
infligiendo más dolor, no solo a los demás, sino a nosotros mismos. La venganza
no sana; solo prolonga el ciclo de amargura y dolor. La gracia, el perdón, la
confianza en la justicia divina, son las únicas armas capaces de romper ese
ciclo.
Entonces, ¿qué nos dice la historia de
Sarai, de su impaciencia, su impenitencia y su implacabilidad, a nosotros hoy,
aquí en Soacha? Nos grita una verdad fundamental: nuestra fe en Dios se prueba
en la espera. Nos desafía a asumir la responsabilidad por nuestras propias
acciones, sin buscar culpables externos. Y nos suplica que dejemos la justicia
y la venganza en las manos de Dios, el único que puede juzgar con perfecta
equidad.
La historia de Sara nos advierte contra
la tentación de "ayudar" a Dios cuando Sus promesas parecen tardar.
Nos advierte contra la inmadurez de rehuir nuestra culpa y culpar a otros por
nuestras propias decisiones. Y nos advierte contra el veneno de la venganza,
que solo trae más dolor y distorsiona el amor que se supone que llevamos en
nuestros corazones como hijos de Dios.
Aprendamos a esperar en Dios, con
paciencia y confianza, incluso cuando el tiempo se estira. Aprendamos a asumir
nuestra responsabilidad, a decir "yo fui", a reconocer nuestras
fallas y a buscar el perdón de Dios. Y aprendamos a dejar la justicia en Sus
manos, confiando en que Él es un Dios justo y bueno que, a Su tiempo y a Su
manera, enderezará todo lo torcido.
La vida de Sarai nos recuerda que,
incluso en los caminos de la fe, tropezamos. Pero la buena noticia es que el
Dios de la promesa es también el Dios de la redención. Él puede tomar nuestros
errores, nuestros "Ismaeles", y aun así llevar a cabo Su propósito, a
través de la fe, el arrepentimiento y la confianza en Su inquebrantable amor.
¿Estás listo para dejar de "ayudar" a Dios y simplemente confiar en
Él? ¿Estás dispuesto a asumir tus errores y a liberar el deseo de venganza,
entregándolo todo a Aquel que es Justo y Fiel? El camino de la fe es un camino
de entrega, y en esa entrega, encontramos la verdadera paz y la promesa
cumplida.
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